jueves, 18 de febrero de 2010

Capítulo I

Quizás sólo seamos conscientes de la prisa que lleva el tiempo, cuando, haciendo un alto en el camino, miramos hacia atrás pensando ver la cercanía del ayer y descubrimos la lejanía de un pasado que creíamos más inmediato.
Por mucho que nos mintamos ante el espejo, cada día la vida es nueva e imperceptiblemente nos va cambiando. Es posible que ni para mejor ni para peor, pero sí para algo sutilmente distinto que transforma lentamente nuestra existencia, adaptándola, sin nuestro consentimiento, a eso que, sin entenderlo del todo, llamamos edad. Esto puede ser más o menos duro según los casos y tratándose de un homosexual, que suele tender a valorar en exceso el aspecto físico, incluso podría llegar a ser terrible. Pero sencillamente es así. Natural como la vida misma.

Ahora, pasados ya diez años desde que escribí el primer libro de mis memorias, afronto la tarea de ordenar lo acontecido en esta década aún reciente de mi vida, plasmando en este segundo libro mis vicisitudes amatorias y otros mundanos avatares de mi azarosa existencia.

He de insistir en que mi intención sigue siendo fundamentalmente la de distraer a mis lectores, adornando la historia con algún relato erótico por eso de amenizar un poco la posible aridez de la prosa, y también aportar mi pensamiento traducido en particularísimas teorías y otras breves disquisiciones sobre aquellos temas que se me ocurran o vayan surgiendo al hilo del cuento.
Que nadie espere por tanto lecciones magistrales respecto a nada, pero sí opiniones sinceras en relación con ciertas cosas normales y corrientes que ocurren en nuestro día a día o podrían sucedernos en cualquier momento. Aunque tampoco es cuestión de que nos pase a todos lo mismo, puesto que, de ser así, este mundo resultaría un mortal aburrimiento y no tendríamos nada que contarnos unos a otros. Ya nos lo sabríamos todo de todos y no habría lugar ni para un mal cotilleo. ¡Haber qué harían los cronistas de sociedad!. Me temo que más de un negocio dedicado a la prensa del chismorreo se iría al garete. ¡Y con la de millones que debe mover eso!. No. Decididamente no interesa para nada que a todos nos ocurra lo mismo, ya que nuestro Texto Fundamental (es decir la Constitución que nos hemos dado los españoles) entre otras cosas garantiza y protege la creación de riqueza. Y por tanto, ¡viva la diferencia!. Ya tenemos otra razón más para justificar la igualdad de trato hacia los gay, que sólo tienen de diferentes lo justo y, como a todo mortal, les encanta el lujo y el buen vivir. Lo que al fin y al cabo es crear riqueza como manda la Constitución. Por eso, perseguir o discriminar a los homosexuales por algo tan simple como la atracción sexual, no sólo es un abyecto atentado contra los derechos más elementales del ser humano, sino que, además, es una estupidez comercial de primer orden, dado lo consumistas que suelen ser. Y quien no lo entienda así de claro, sintiéndolo mucho, es un perfecto borrico. Y lo más grave es que aún quedan bastantes más pollinos de los deseables. Y aunque dicho así suene algo a pitorreo, lo cierto es que esta discriminación absurda aún es una realidad.

Bueno. Me estoy enrollando y a la gente lo que le gusta es saber de tu vida y de ese tipo de cosas relacionadas con el sexo y el morbo. Por lo tanto, abordaré el objeto principal de esta tarea y empezaré a desnudar mi intimidad erótico sentimental, que es el fin que motiva, no sin dolor puedo asegurarlo, el parto de todo esto y el nacimiento de la pieza novelesca que ahora me ocupa.
Como ya dije estreno la cuarentena, y si bien todavía parezco más joven y mis carnes continúan firmes y erguidas, es indudable que ya no soy precisamente un niño y empiezo a entender la vida de una forma diferente, aunque no de manera radicalmente distinta. Y lo principal es que sigue siendo cómoda y relajada.

Hubo cambios en todo este tiempo, como es normal, y los más significativos en el plano familiar fueron, el mutis del marqués, mi abuelo Humberto, que dejó este mundo hace siete años discretamente, casi sin hacer ruido. Alguna esquela que otra en el ABC y también en la prensa gallega de mayor tirada, pero en la más estricta intimidad y sin molestar demasiado haciendo gala de su indiscutible estilo de caballero. Carca lo fue, pero elegante y comedido también. Y murió de repente, apenas sin enterarse y sin importunar a nadie. Creo que no puede haber mejor muerte. Descanse en paz el señor marqués de Alero y conde del Trullo. El se fue dejando riquezas, pompas y títulos, y también honores, si es que alguna vez mereció alguno, y, con lo cual, mi madre ya es marquesa y dueña y señora del Alero y gran parte de la fortuna de su padre. Pero no del título de condesa porque llevé a cabo mis intenciones y efectivamente convencí al abuelo de que sería estupendo que le heredase en algo un macho. Y, dos años antes de morir, el viejo se lo insinuó a mi madre, dándole a entender que le haría mucha ilusión instituirme en su testamento como heredero del título del Trullo. Ella no sólo no se opuso sino que le pareció de perlas la idea, pero a mí me entraron los siete males pensando en la mala jugada que yo mismo me había preparado. Eso del Trullo nunca me había hecho la menor gracia. Y, además, siendo todavía abogado de un banco sonaba hasta feo que me relacionasen con ese lugar. Con lo cual, teniendo en cuenta que yo ya era barón y que bastante tenía con eso, convencí a uno y a otra para que tal honor pasase directamente a mi hermano Humberto (que es más macho que yo desde el punto de vista tradicional) y fuese él el conde de tal sitio llegado el momento. Y así fue. Y, como yo suponía, todos quedaron contentos, y a mi cuñada Merce ciertamente se le hizo el culo gaseosa al ser condesa del Trullo. A la pobre le encanta peer en botija, pero no es mala persona y creo que a mi hermano le viene como anillo al dedo como cónyuge. En muchas cosas son tal para cual; pero tanto uno como el otro se entienden bien y son buenos padres para sus tres hijos. Porque ya tiene tres hijos. Dos varones y una niña preciosa, que es la que más se parece a mí. En el físico, naturalmente. El mayor y futuro barón de Idem se llama como yo y es ahijado mío. El segundo lleva el nombre de su padre, y mi predilecta y única sobrina, hasta el momento, se llama como sus dos abuelas. Isabel Eugenia como mi madre y María de las Mercedes de la Encarnación como la madre de mi cuñada. Pero como tanto nombre le viene un poco grande para una niña tan pequeña simplemente le llamamos Isa.

Las tres criaturas son un encanto y el mayor es muy seriecito. En eso sale a su padre. Sin embargo el otro me da la impresión que lleva el camino del tío. Puede ser que en esta generación se cambien las tornas y el más machito sea el futuro barón de Idem, dejando para su hermano esa sutil diferencia que nos distingue a los del gremio. Espero que algún día no le endiñen lo de conde del Trullo porque sonaría fatal en el ambiente.

En la esfera profesional mandé a tomar por el saco la asesoría del banco y al fin me lancé a la práctica de la abogacía por libre. Para lo que me asocié con otros dos colegas, Asun, que también fue compañera de curso en la facultad y es una de mis grandes amigas, y Angel, que es algo más joven que nosotros y un gran profesional. Ninguno de los dos entienden (de leyes sí, claro) pero están al corriente de mis inclinaciones sexuales y no tengo por que disimular ni ocultar nada sobre mi vida privada delante de ellos. Y las secretarias, Puri y Loli, son unas modernas de la leche y lo comprenden todo y trabajan bien, que es lo que importa. Últimamente tenemos en el despacho un par de jovencitos, recién salidos de la facultad, en calidad de meritorios y con el fin de desasnarse en esto del ejercicio profesional. Tengo que decir que uno de ellos, Guillermo, físicamente no vale nada y no sé si es gay, pero tampoco le merece la pena. Y el otro, que se llama Víctor, tiene un pase y me da la impresión de que le flojea la muñeca un poco. Y sino fuese por otras circunstancias y sobre todo por no meter la polla donde tienes la olla, como decía el abuelo, en un momento determinado hasta se le podría hacer un favor y hacerlo un hombre de una vez por todas.

Pero yo por el momento sigo estando servido y durante todo este tiempo, si bien no fui ningún santo, sí me porté con suficiente recato como para que se me perdonen las infidelidades cometidas de una manera no del todo caprichosa, sino forzado por las circunstancias y las miserias de la carne de las que todos somos víctimas.

Y la primera de ellas sucedió en el Alero, precisamente cuando a mi abuelo se le dio por designar un heredero para el condado del Trullo. Andaba pocho el hombre y mi madre, que estaba con él en el pazo, me llamó por teléfono a Madrid, preocupada por el estado de su padre, rogándome que me desplazase a Galicia; y así lo hice. Salí de Madrid en coche al anochecer, yo sólo, y viajé haciendo las mínimas paradas para llegar al Alero lo antes posible. Cuando alcancé mi destino eran casi las cuatro de la madrugada y mi madre me esperaba levantada en el estudio del abuelo. A tales horas no alargamos el recibimiento más de lo indispensable, dado el lógico cansancio que traía encima, y nos fuimos a la cama sin más dilaciones.

Bastante entrada la mañana aparecí por la cocina, reclamando el desayuno, y tras deglutir la generosa colación que me sirvieron, salí al exterior de la casa para alegrarme el día con la luz del sol y el perfume de las rosas y el aroma del boj, las magnolias y las camelias (éstas no huelen pero queda divino decirlo), que el aire traía desde el bosque situado entorno a la mansión.
Apenas me había alejado de la casa unos pasos, cuando oí una voz, a medio hacer todavía, que llamaba a la pareja de dogos arlequinados del marqués. Mis ojos se volvieron hacia ella, y se toparon con la figura de un muchacho muy joven con unos preciosos ojos claros medio escondidos por unos rizos desordenados que le caían por la frente. No sabía quien era, pero si estaba dentro de la finca y estaba familiarizado con los perros, forzosamente tenía que tratarse de alguien relacionado con las personas que vivían allí o con cualquier otra persona de confianza del abuelo. Los perros acudieron trotando como caballos a la llamada del chico y yo me acerqué a él sin que mis pies consultasen a mi cerebro, lo que un prudente decoro hubiera aconsejado en estos casos. Antes que llegase junto al chaval, éste me saludó, sin la menor timidez, diciendo mi nombre; con lo que me daba pie para preguntarle quien era él. Y me lo dijo. Era Aitor, el nieto de los caseros de la finca que solía pasar temporadas con ellos, cuya madre es vasca (de ahí el nombre), a quien yo no veía desde que el chaval tenía diez años, y de eso ya hacía ocho. De cerca el muchacho me dejó boquiabierto, y desde luego no era nada difícil intuir el cacho cuerpo que ocultaba bajo la ropa. De cara era gracioso tirando a guapo, pero lo más significativo era su desparpajo y la transparencia de su mirada de gato grisáceo.

Yo babeaba sólo con verlo, pero me propuse contenerme y dominar mi indómito deseo dejándolo marchar hacia el río corriendo con los perros para que los animales hiciesen ejercicio.

Continué paseando en solitario, sin olvidar del todo al joven Aitor, y me fui lavando el cerebro pensando en lo que había dejado en Madrid y también en la locura que supondría intentar algo con aquel muchacho al que seguramente no le iban los tíos.

Rosiña, una de las sobrinas de Germana que trabaja desde hacía años en el pazo, vino a decirme que mi madre y mi abuelo me aguardaban en el estudio y, sacudiendo de mi cabeza los pensamientos que me rondaban, aceleré el paso de vuelta a la casa.

Y entonces fue cuando el abuelo, a consecuencia de lo mucho que yo le había comido el coco en diferentes ocasiones, planteó lo de la sucesión de su título condal, con la aquiescencia de mi madre, y me vi compelido a disertar sobre la conveniencia de que tal honor recayese sobre mi hermano, librándome yo del Trullo. ¡De verdad que a mí ya me llega con lo de Idem!. Porque, sinceramente, los titulitos de mi familia son para echarles de comer aparte. Aunque, posiblemente, estando nosotros en el Alero veamos estas cosas de forma distinta al resto de la gente. Bueno. La cuestión fue que logré terminar aquel día sin perder mi castidad y a media noche me retiré a mis aposentos (esto si que queda fino) levantándome a la mañana siguiente más bien pronto. Y eso que había pasado una noche de lo más salido e incluso tuve que cascármela un par de veces sin que fuese ajeno a ello aquel pimpollito llamado Aitor.

Desayuné con mi madre, ya que el abuelo tenía la costumbre de hacerlo en la cama, y después de darle un vistazo a la prensa le dije que iría a dar un largo paseo a pie y que no me esperasen hasta la hora del almuerzo.
Sin más, cogí la puerta y me dirigí a una de las salidas de la finca, atravesando el parque de árboles centenarios, sin otra intención que la de cansarme físicamente y restar mis fuerzas para no maquinar ninguna cosa que debilitase mis deseos de fidelidad y tranquilidad sexual. Pero, a medio camino de alcanzar la salida, oí de nuevo la cantarina voz de Aitor incitando a los perros a correr tras él. Y quien también se apuntó a la carrera fui yo dada la amable invitación que me hizo el muchacho. En cuanto el chico me vio, me saludó sonriente y me sugirió que le acompañase en su alegre paseo con los perrazos de mi abuelo. Y entonces sí que me flaquearon las fuerzas y no pude resistir la tentación de tan agradable compañía.

A ratos corríamos, para andar luego más despacio, y el chaval hablaba como una cotorra contándome anécdotas del pueblo y de su vida en Vigo donde vivía con sus padres. Por supuesto me puso al corriente de sus estudios; y en cuanto yo le pregunté que tal andaba de novias me dijo contundentemente que para eso aún le quedaba mucho tiempo. Según él, primero quería conocer gente y vivir distintas experiencias para poder orientar su vida con conocimiento de causa. ¡Joder para la criatura!, me dije yo. Parecen críos y resulta que te dejan pasmado con la resolución que tienen ante la vida. ¡Nos ha jodido el hombrecito!. Sin poder contenerme le pregunté:

"¿Eres virgen?"
"No. Ya follé más de una vez". Contestó.

¡Leches!. ¡Cómo vienen de fuertes estos mocosos!. Pensé. Y la verdad es que ahora no me explico por qué, dado que yo lo había hecho desde los quince años; pero siempre tenemos tendencia a ver con diferentes ojos lo que hacen los demás y lo que hicimos nosotros. Lo de ver la paja en el ojo ajeno es muy humano.

"¿Con niñas de tu edad?. Volví a preguntar.
"Una vez"
"¿Y el resto?. Insistí yo sintiendo que me caía el sudor.
"Un poco de todo". Dijo él.
"¿Un poco de qué?". Le inquirí deseando saberlo todo sobre la vida sexual de aquel cachorro tan resuelto y decidido.
"Bueno. Algún chico de mi edad, y también mayores que yo. Y una vez, cuando estaba en el colegio, con uno más pequeño. Pero eso sólo fue una vez"
"¿Y de que edad te gustan más?"
"Prefiero los mayores. Saben hacerlo mejor". Me contestó cuando a mí ya no me llegaba la sangre al cerebro y empezaba a nublárseme la vista.
"¿Cómo cuanto de mayores?"
"Como tú no están mal"

Al llegar a ese punto ya tenía la minga empinada y me dolían los huevos de la presión almacenada en ellos. Todo mi aparato genital podía estallar en cualquier momento segando mi vida y la de aquel despabilado muchacho.

"¿Lo harías conmigo?". Pregunté.
"Sí. Lo estoy deseando desde que te vi ayer por la mañana.... Esta noche ya me hice un pajote pensando en ti"
"Yo también". Dije sin calcular las consecuencias de aquella confesión.
"Ven. Por aquí hay un sitio donde estaremos tranquilos". Dijo.

Y me cogió de la mano para llevarme a un huerto tras unos espesos matorrales. ¡Y él fue quien me llevó al huerto!. ¡Un niño de dieciocho años cuando yo iba a cumplir ya los treinta y dos!.

Antes de que me diese tiempo a recapacitar ya me había echado mano al paquete y me la sacaba dispuesto a la faena. Se puso en cuclillas delante de mí y se enganchó a mi rabo como un niño que añorase su chupete. ¡El jodido mamaba como un ternerillo!. El gusto que me daba me electrizó la espalda, y cogiéndolo por la nuca le apreté la cara contra la bragueta del mi pantalón haciéndosela tragar entera hasta atragantarse y producirle náuseas. Le agarré los brazos y lo levanté para desnudarlo yo mismo, quitándole una a una las prendas de ropa que vestía, hasta convertir en pletórica realidad la promesa de su cuerpo. Con mucha más rapidez me arranqué lo que me cubría a mí, y ya desnudos los dos derroché mis lascivas habilidades sobre el muchacho.

Me lo comí como si fuese un pastel; y sobre todo el culo que me satisfizo como la más rica delicia de chocolate con leche y almendra, que son las que más me gustan. Trabajado bien el cuerpo, pasé a una acción más contundente y directa. Lo incliné despacio sobre una gruesa rama de un viejo carvallo, y sin dejar de acariciar su piel fui penetrándolo lentamente regodeándome en cada milímetro de polla que le metía en el cuerpo entre nalga y nalga. ¡Con qué suavidad le entraba y qué bien se doblaba el chaval!. ¡Cómo se abría apretándose contra mí casi al instante!. ¡Qué pericia moviendo el trasero y las caderas!.

Para dieciocho añitos el cabrón tenía mucha escuela, pero todavía le enseñé alguna cosa más que le hizo la mar de feliz. Noté todas y cada una de las vibraciones que agitaron su joven carne durante el largo polvo que disfrutamos juntos, y me encendía la expresión de sus ojos limpios como un soleado cielo de mayo pero chispeantes de lujuria. Me complació recordar ese nerviosismo de principiante provocado por la propia enajenación de la voluntad, que aún llenándote de miedo no logra acallar la pasión en tus sentidos. ¡Sin duda el riesgo mereció la pena!. Y lo que más me gustó, sexo aparte, es que iba preparado con un par de preservativos por lo menos. ¡Folla pero seguro!. No cabe duda de que el chico era precavido como manda el más elemental sentido común.

Aquella mañana terminamos bañándonos en pelotas en el río. Y después de refrescar nuestras carnes en el agua, nos echamos otro saludable polvito, de tres cuartos de hora por lo menos, volviendo a revivir el excitante y dulce sabor de los placeres de la carne. Y contentos como dos pascuas regresamos justo para la comida, él con sus abuelos y yo con el mío y también mi señora madre.

Aitor consiguió que alargase un día más mi estancia en el Alero para gozar con él un poco más, y en el último encuentro nos despedimos simplemente con un beso, diciéndonos: "hasta la próxima vez".
Quizás fuese mera coincidencia, pero lo cierto es que en el Alero tuve mi primera experiencia sexual y también tuvo lugar mi primer desliz desde que me había unido con Paco y Gonzalo. Y también, casualidad o no, en ambas ocasiones sus nombres comenzaban igual que el mío con la letra A. Estoy convencido de que siempre es mejor comenzar las cosas por su orden. Y, lógicamente, toda lista debe encabezarse por la primera letra del abecedario.

A causa de aquel episodio con Aitor volví a sentir levemente el cosquilleo de mi antigua afición cinegética, que, así como pasaron los años, se fue incrementando, no tanto ya por el afán de cazar sino por el hecho de saberme todavía apetecido y deseado como en los mejores tiempos de mi dorada juventud. Por muy amado que seas y lo feliz que te hagan, al pasar de la mitad de la treintena necesitas reafirmarte a ti mismo que aún eres lo suficientemente joven como para gustar por tus encantos naturales sin más adornos ni artificios.

Esa efímera juventud, que menosprecias en su momento, se vuelve preciosa y, aún sabiéndolo imposible, en tu cabeza ronda el pensamiento de que lo darías todo por retenerla. Es probable que este problema se acuse más entre los gay, pero, sin embargo, yo creo que en mayor o menor medida a todos los seres humanos nos sucede algo parecido. Siempre es difícil envejecer lo tomes como lo tomes. La pérdida de la belleza y de las facultades físicas y psíquicas es muy dura y se diga o no es una putada de tomo y lomo. Habrá que resignarse y aceptarlo con dignidad, pero es una solemne cabronada. Y si aquí digo lo contrario sería un falso. Un hipócrita de antología, por que eso es exactamente lo que pienso. Y a quien no le joda hacerse viejo que levante el dedo. Y por mentiroso merecería que se lo cortásemos.
Está bien. Basta ya de tonterías y sigamos con mis lúdicos episodios sin calentarnos los sesos con problemas que ahora no vienen a cuento.

Al hablar de devaneos de este tipo, aquellos que hayan leído el libro primero de este cuento se preguntarán dónde quedaron mis teorías sobre la sinceridad en toda relación de pareja, etc., etc. Normalmente se considera una infidelidad mojar fuera de casa, pero la verdad es que una cosa y otra no son forzosamente lo mismo. Yo sigo siendo partidario de la sinceridad ante todo, sin que eso signifique una defensa a ultranza de la fidelidad sexual dentro de la pareja, o lo que sea. Lo principal es que los amantes no se oculten sus verdaderos sentimientos y apetencias. Siempre será preferible la existencia de un pacto que permita cierta libertad sexual a la pareja. Incluso pudiendo echar una canita al aire de vez en cuando sin mentirle al amante. Ya que ocultar tus auténticas ensoñaciones eróticas respecto a otro, por mucho que te hagas un nudo en la punta y permanezcas fiel de hecho ya que no de deseo, a mi juicio es traición. Entonces es cuando le engañas, puesto que fingiendo lo que no sientes, le mientes dos veces. Una, haciéndole creer que sólo lo deseas a él o a ella, que en eso da igual, y la otra ocultando tu deseo falseas tu personalidad pasando por lo que no eres, ya que ni eres fiel ni sincero.

Y yo puedo ser casquivano pero nunca miento respecto a ello. Soy ligero de cascos, lo reconozco, pero me atengo a las consecuencias enfrentándome a ellas a pecho descubierto. ¡Igual que hicieron los más aguerridos soldados de mi dinastía, tanto en la cama como en la batalla!. Luego, unas veces arrepentido otras menos, se lo cuento y les exijo que ellos hagan lo mismo conmigo, dado que si en alguna ocasión se lo montan con otros quiero saberlo y así me importa menos. No voy a negar ahora que en realidad molesta un poco cuando te lo dicen. Casi es algo natural. Pero creo que es mejor eso a que se coman el coco imaginándose un polvazo con otro mientras lo hacen contigo. Eso si que duele si llegan a decírtelo algún día por puro despecho. Cuando llega la crisis, el que más y el que menos puede ser muy malo y causarle al otro, sin pensarlo demasiado, el mayor daño posible en el alma revelándole algo así. Y ya se sabe que ese tipo de males son los que peor curan.

Os preguntaréis que fue de mis amantes, Paco y Gonzalo. Pues durante toda esta década han seguido siéndolo. Con sus altibajos, que duda cabe, pero al fin de cuentas han sido mis dos únicos amores en el amplio sentido de la palabra. Puede parecer imposible, y, sin embargo, nuestro amor permaneció inmutable. Y diez años más tarde me complace verlos en la plenitud de sus vidas y de sus cuerpos. A partir de ahora hablaré ampliamente de ambos, puesto que no sólo tienen derecho a ello, sino que verdaderamente son la razón de mi historia. Sin ellos, ni habría cuento ni tampoco tendría interés alguno en relatar mi vida exponiéndola al comentario público.

Y respecto a otras relaciones más convencionales que mantengo desde mis años mozos, o iniciadas mucho después, de las que hice mención en el libro anterior, tengo que decir que continúan inalterables, como por ejemplo mi amistad con Enrique que sigue enamoradísimo de su Raúl y viceversa, aunque han tenido sus altibajos como todo quisque.

El resto de la basca continúa unida, pero, sin embargo, en el amor no todos tuvieron igual suerte. Mientras unos conocieron a su otra mitad, otras parejas ya consolidadas o en fase de gestación se fueron al traste por diversos motivos. Pero todo eso será objeto de mención, con ocasión más propicia, en un próximo capítulo de los muchos que aún quedan por escribir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario