viernes, 26 de febrero de 2010

Capítulo VII

Hasta es posible que el nexo matrimonial nos haya ido acomodando a una vida tranquila, sin grandes sobresaltos amorosos, pero no por ello exenta de emociones ni mucho menos de diversión y placer.

Durante este tiempo hemos funcionado como cualquier matrimonio, salvando las particulares circunstancias de nuestro enlace, y nos hemos relacionado con nuestras respectivas familias con normalidad absoluta; aunque, por cuestión de carácter, quien más frecuenta nuestra casa y viceversa es mi querida madre y marquesa de Alero, doña Isabel.

Recuerdo perfectamente la primera vez que vino a comer a nuestra segunda casa. Llegó con la puntualidad de un tren inglés, como acostumbra, vestida en color crudo con la elegante discreción que la caracteriza y adornada con cuatro alhajas tan finas como exquisitas, y Paco le hizo los honores mientras yo fui a meterle prisa a Gonzalo, que esa mañana había jugado un partido y acababa de llegar a casa. El chaval estaba de pie ante la pileta del cuarto de baño, solamente con una toalla enrollada a la cintura, y me acerqué por detrás mirándole a los ojos a través del espejo, diciéndole:

"Gonza, acelera que ya está aquí mi madre"
"Ya voy. Termino enseguida. ¿Está de palique con Paco?"
"Sí. Hablan de sus cosas. Ya sabes, el concierto del otro día, de algún libro que estén leyendo, trapos, asuntos domésticos y cosas así"
"Pásame el desodorante".
"Por favor. Se dice por favor"
"Por favor, alcánzame el desodorante, mi rey". Rectificó Gonzalo con cachondeo.
"Te alcanzo lo que tú quieras, mi amor". Contesté yo rodeando su cintura.
"Sólo el desodorante, gracias"
Y se lo di; pero no pude evitar quitarle la toalla para ver su precioso cuerpo completamente desnudo.
"Adrián, no empieces que no hay tiempo"
"¡Sólo quiero verte!. ¿Hay algo malo en eso?"
"Te conozco"
"¿Tú crees?". Le pregunté pasándole los labios por su hombro.
"¡Adrián que está ahí tu madre!"
"Eso te lo he dicho yo. ¿No recuerdas?". Y ascendí por el cuello hasta la oreja.
"¡Adrián que me vas a poner nervioso y luego no respondo de lo que pase!"
"¡Sí!. ¿Muy nervioso, mi amor?"
"¡Adrián!. ¡Por tu madre!". Exclamó Gonzalo.
"Bueno. Pues termina de una vez y ven al salón". Y, dándole un sonoro azote, le dejé el culo al aire y el cipote erecto, y me dirigí a la puerta camino del salón.
"¡Serás hijo de......!". Casi gritó el chico.
"¡Qué está mamá!. ¡Modérate!". Le advertí muy serio. Y cuando ya salía me llamó puta lanzándome la toalla que tenía en su mano.
"¡Puta tú!". Le contesté yo.

Y me fui dejándole tranquilo para que se refrescase los bajos antes de venir con nosotros al salón.

La verdad es que nunca dejamos de ser niños del todo y siempre me gustó hacerle putaditas de ese tipo a Gonzalo. Es tan salido que a la mínima se embala sin posibilidad de dar marcha atrás. ¡Me encanta ser puta con ese chico!. Bueno, lo que quiero decir es que con él me encanta sentirme como una puta follada por su chulazo. ¡Sigue haciéndolo de muerte el cabrón!. ¡Y es tan macho el muy maricón!. Y curiosamente cuando más machote resulta es cuando le doy por el culo. Jamás suelta una puta pluma; ni siquiera por cachondeo. Paco tampoco es afeminado, pero Gonzalo es un hombre de cuerpo entero. ¡Y ese si que es un cuerpo!. ¡Sí señor!.

Entré en el salón riéndome todavía y mi madre quiso saber el motivo:

"Un chiste que me contó Gonzalo". Dije yo. "Pero no creo que se atreva a contártelo a ti". Añadí.
"¿Es verde?". Insistió mi madre.
"Bueno... Dile que te lo cuente haber que dice"
"¡Qué cochinos sois los hombres!". Dijo mi madre muy digna y mirando hacia Paco, segura de ver en él un gesto aprobando su afirmación.

Enseguida apareció Gonzalo hecho un brazo de mar, pulido y repeinado como un cadete, con un vaquero no demasiado ajustado y una camisa en azul subido de tono que le quedaba divinamente. Saludó a mi madre y se acercó a besarle en la mejilla y ella alabó su aspecto sujetándole la mano derecha.
Mi madre se siente tan orgullosa de la belleza de mis dos hombres como si se fuesen sus propios hijos.

Pasamos al comedor y Román (el simulacro de mayordomo) comenzó a servirnos el almuerzo asistido por Petri, nuestra joven y dicharachera doncella.
Normalmente Gonzalo se sienta a mi derecha en la mesa del comedor, pero cuando viene mi madre él lo hace enfrente de mí, dejándole su lugar habitual a ella. La verdad es que no tiene ningún significado especial, simplemente así fue lo que ocurrió la primera vez que la invitamos a comer en el piso de Rosales y se ha hecho una costumbre. De ese modo es Paco quien se sienta frente a ella y resulta mucho más fácil que todos participemos en la misma conversación.
Como he dicho, tenía a Gonzalo delante de mis ojos y desde el primer momento me di cuenta que estaba salido como un mono. Me miraba fijamente, mordiéndose los labios con disimulo, y retiraba la mano izquierda de encima de la mesa, llevándosela al regazo, lo que me hizo suponer que aquella mano no debería ir luego al pan. Paco y mi madre nos comentaban la exposición de pintura de nuevos valores, a cuya inauguración habían asistido la tarde anterior; mas la mente de Gonzalo y la mía comenzaban a volar soñando con otras maravillas, quizás menos artísticas pero indudablemente mucho más naturales. Terminado el primer plato, dejé caer la servilleta al suelo y, al agacharme para recogerla, comprobé que mis sospechas eran ciertas y que la excitación de Gonzalo se hacía evidente bajo el pantalón. Y el muy cabrón, al ver mi treta, volvió a bajar la mano y se amasó el paquete que abultaba como si tuviese un salchichón bien gordo oculto en la bragueta. Me erguí para recuperar mi posición en la mesa, pero ya se me había empinado, como dice Germán, y me molestaba el calzoncillo porque la tenía mal colocada y me estaba pillando los pelos. La situación era incómoda e intenté aliviar el problema; pero tampoco podía hacer ningún comentario ni algo que llamase la atención de mi madre. Gonzalo me pidió por favor que le alcanzase la sal, y lo hizo como si me dijese: "¡Tengo el culo abierto para que me folles, cabrón!"
Paco continuaba de lo más redicho hablando de arte y mi madre le seguía el rollo, abstraídos ambos en el tema, y no podían percatarse de lo que estaba sucediendo entre Gonzalo y yo. Si él no me pedía alguna cosa, era yo quien lo hacía para que me sirviese agua o más vino; pero siempre la intención iba más lejos que las palabras y nuestras miradas traspasaban el umbral de la decencia que debe observarse en la mesa. Ahora, pensándolo más despacio, me parece mentira que los dos pudiésemos ser tan irresponsables y tan putas. Eran tiempos en que teníamos la libido subida en grado superlativo y carecíamos de fuerza suficiente para controlar nuestros impulsos. La pasión nos hacía desear hacer el amor a todas horas y no nos reprimíamos un pelo. Entonces follábamos a discreción; pero aunque en la actualidad practicamos el sexo algo menos, tampoco podemos quejarnos. Casi todos los días cae un polvo por lo menos. El amor y el deseo no han mermado y aún nos gustamos tanto o más que entonces.

Al finalizar la comida nos las vimos y deseamos para abandonar la mesa, y tuvimos que hacerlo discretamente dejando que saliese primero mi madre con Paco. Y Gonzalo y yo, leyéndonos el pensamiento, nos excusamos dando a entender la urgencia en satisfacer otras necesidades perentorias. Cada uno entró en su cuarto de baño y no hace falta decir cual era nuestro apremio. Cuando entramos en el salón para tomar café ya estábamos más frescos y relajados.

Mi madre pasó con nosotros parte de la tarde; y en cuando se marchó, nos lanzamos sobre Paco y le dimos caña por todas partes por ir de redicho y leído; y sobre todo por ser tan relamido cuando está con ella. El pobre protestó al principio, pero nada más notar las cosquillas que le hacían nuestros miembros endurecidos, se calló, se relajó y disfrutó de los placeres que le ofrecía la vida en ese momento.

Disfrutar la vida es lo que importa. Y la gente que entiende posiblemente esté más obsesionada con ello que el resto de los humanos. Aparte de nuestro amor por lo superfluo, nos pirramos por organizar saraos y planear viajes a cualquier parte. Nos da lo mismo ir a la vuelta de la esquina como al lugar más exótico del globo. El caso es que haya cachondeo del bueno. Es decir, ligoteo. No es que renunciemos a conocer el mundo por el mero hecho de ilustrar la mente aumentando nuestros conocimientos. No. Bajo ningún concepto. Pero si nos gusta conocer el mundo, es porque tenemos un espíritu predispuesto a la aventura y somos permeables a las influencias culturales de otros pueblos y estamos siempre abiertos a los demás hombres, tanto en sentido figurado como literal. El homosexual es atrevido y osado por naturaleza y sabe que donde quiera que vaya encontrará un apaño que le arregle el cuerpo. Existe entre nosotros un código de señales internacional, que funciona de maravilla y nunca nos falla, por el que detectamos inmediatamente a nuestros congéneres y nos permite encontrar con precisión matemática cualquier lugar o antro donde haya ambiente. Es como si tuviésemos una guía radar implantada en el cerebro que rastrease la existencia en la zona de individuos gay.

Desde luego viajar es una de mis aficiones favoritas y lo vengo haciendo desde muy joven. Prácticamente conozco la mayor parte del mundo civilizado y podría contar innumerables anécdotas que llenarían las páginas de un libro de viajes. No podría decir cual de ellos fue el más notable, aunque también es verdad que espero que ese gran viaje todavía esté por llegar. Pero quiero recordar ahora uno que hice a Marruecos en las primeras vacaciones de primavera que disfruté cuando empecé a trabajar en el banco.
No tenía mejores planes para la semana santa y decidí pasar unos días en Marrakech. A mi llegada, me alojé en la suntuosa habitación de un lujoso hotel de la ciudad, y sin pérdida de tiempo salí a conocer las calles y lugares próximos a mi hospedaje. Me llamó la atención la cantidad de hombres y jóvenes, algunos cogidos de la mano, que deambulaban de un lado a otro a pesar de que no era una hora demasiado propicia para andar de paseo. Pero en general daba la impresión de que unos tenían ocupaciones en otra parte y otros simplemente esperaban algo sin llegar a saber que pudiera ser. Con mi guía en ristre, me lancé a la búsqueda del bazar y tras callejear un rato me hallé en medio del particular ajetreo multicolor de un mercado oriental. Los chavales acudían a mí como moscas ofreciéndome toda clase de servicios; mas, no sin esfuerzo desde luego, logré librarme de ellos y seguir a mi aire el recorrido por tiendas y callejas, hasta que, cargado con cuatro chucherías y cansado hasta el tuétano, regresé a mi hotel pensando solamente en despancijarme sobre la cama.

Me quedé tumbado cerca de una hora, y al fin reuní fuerzas para levantarme y pegarme una buena ducha que despejase la modorra que tenía encima. Estuve bajo el agua lo que me dio la gana; y una vez seco, note de repente que necesitaba meter algo en el estómago. Llamé al servicio de habitaciones y encargué una ligera colación para matar el gusanillo, y me volví a tirar en la cama esperando con impaciencia el servicio.
Media hora más tarde regresé de mi mundo cuando oí petar al camarero. Abrí la puerta con prisa, vestido con un albornoz, y entró un hombre todavía joven, vestido con chilaba, empujando un carro en el que me traía lo que anteriormente había ordenado.

El camarero preparó debidamente la mesa que había en la habitación y traspasó a ella el contenido del carro, colocándolo con sumo cuidado como si se tratase de una ceremonia ritual en lugar de un simple servicio de restaurante. Al terminar su trabajo, quedó parado junto a la mesa sin decir palabra, esperando la propina, y yo alargué la mano con unos billetes, que inmediatamente cogió con una inclinación de cabeza muy protocolaria pero sin moverse del sitio. Le miré interrogándole con los ojos a que esperaba, y él, con una amplia y deslumbrante sonrisa, me preguntó si necesitaba algún otro servicio. No quise entender a que se refería y le pedí que me lo aclarase. Y entonces, con la mayor naturalidad, me dijo que si necesitaba compañía él podría facilitármela a un precio razonable. Quedé perplejo un instante, y rápidamente reaccioné diciéndole que tal vez desease compañía, pero todo dependía de lo que pudiese ofrecerme. El camarero, sin inmutarse lo más mínimo, añadió que disponía de cuanto pudiera apetecerme, ya fuesen hombres como mujeres. Y fundamentalmente muchachos adolescentes. En esa sección el surtido era amplísimo. Y sin darme tiempo a pronunciarme, añadió:

"¿El señor prefiere un hombre bien armado, o la tersura de unas jóvenes nalgas para hacer el amor?"

No alcanzaba a distinguir si se debía a pura desfachatez o si realmente se me veía tanto el plumero; pero tampoco estaba yo por la labor de comerme el coco demasiado y, con la misma frialdad que el moro, le contesté que quería hacer el amor y no con mujeres precisamente.

"¿Con un hombre muy viril, quizás?". Me insistió el moro.
"Prefiero un hombre joven que tenga un buen culo para follarlo". Contesté.

Y el camarero, volviendo a inclinar la cabeza respetuosamente, se dirigió a la puerta diciendo: "Bien señor. Intentaré complacer su deseo con la mayor prontitud posible". Y sin más salió del aposento.

El incidente me dejó un tanto nervioso, en espera de acontecimientos, pero las viandas me aguardaban sobre la mesa y me dispuse a dar cuenta de ellas reposadamente.

Y una vez finiquitado el refrigerio, mi ansiosa curiosidad iba a ser satisfecha.

Sonaron nuevamente unos golpes en la puerta y sin moverme del sitio me limité a decir:

"Adelante. Está abierto, puede pasar".

Pero estas cerraduras que ponen en los hoteles, aunque estén abiertas por dentro, quedan cerradas por fuera, y el camarero hubo de insistir porque no podía entrar sin mi ayuda. Yo continuaba cubierto con el albornoz solamente y me levanté calmosamente para abrirle la puerta. Tras ella, apareció el atento sirviente acompañado por tres muchachos adolescentes aún, y con una inclinación de cabeza entraron en la estancia los cuatro sin dejar de sonreir ni un momento.

El camarero presentó a los jóvenes por sus nombres. Uno Ali, otro Mohammed, y el tercero Hassan; y éste último daba la impresión de ser algo más hombrecito que sus compañeros. Los tres tenían la mirada luminosa y los ojos grandes y oscuros, como castañas rodeadas de largas pestañas, y sus labios eran gruesos y de color canela. El pelo, revuelto en multitud de brillantes caracoles negros, enmarcaba sus rostros dándoles un toque demasiado aniñado para su edad. Había una cierta discrepancia en el aspecto de los moritos, ya que parecía como si hubiesen injertado unas caras todavía medio infantiles en unos bonitos cuerpos casi de hombres, que, a pesar de la holgura de las ropas, podía asegurarse que estaban para mojar pan. Les pregunté la edad, y el camarero se adelantó a ellos afirmando que los dos más jóvenes, Ali y Mohammed, tenían dieciséis años y Hassan diecisiete.

"¿Es cierto?". Pregunté directamente a los chicos.
"Sí". Contestaron ellos.
"Sois muy jóvenes aún"
"Señor, en Marruecos ya tienen edad suficiente para hacer el amor". Dijo el camarero metido a alcahueta.
"Quizás. Pero por ello no dejan de ser demasiado jóvenes todavía". Respondí.
"Puede que así sea, señor. Pero si lo que quiere es servirse de esto (dijo tocándole el culo a uno de ellos) tienen que ser jóvenes aún, ya que después no es posible. Si los quiere con más edad, serán ellos los que se servirán del suyo, señor"
"Ya. Entiendo. Sólo se dejan dar por el culo mientras no sean hombres del todo. ¿No es así?"
"Sí señor. Así es. Mientras no tenga barba servirán de mujer a otro hombre ya hecho. Luego, cuando les salga el vello, ellos también utilizarán a otros muchachos imberbes cuando les apriete la necesidad de satisfacer sus apetitos carnales. Siempre ha sido así, señor"
"Supongo que siempre habrá excepciones, digo yo.... ¿O es que aquí no hay homosexuales?"
"Aquí, señor, todos somos hombres, pero nos gusta el sexo sin mirar demasiado donde la podemos meter"

El dichoso moro hablaba como un libro abierto y no había modo de discutir sus razones, por lo cual sólo restaba ajustar el precio; cosa harto laboriosa dada esa manía que tienen de regatear por todo. Al extremo que si les aceptas un precio de entrada, les parece mal. Lo toman como un desprecio hacia su mercancía y a su habilidad de comerciantes. El moro me dijo un precio por cada chico, otro por dos de ellos y uno más si me quedaba con los tres. Regateamos durante unos diez minutos, y, para convencerme de las excelencias de sus pupilos, a los dos más jóvenes les bajó las chilabas para enseñarme sus preciosos culitos. Primero inclinó hacia delante a Ali y le separó las nalgas mostrándome su bonito ano, y después hizo lo mismo con Mohammed. Y por último le tocó el turno a Hassan, que se bajó el mismo los pantalones tejanos y se dobló abriéndose el culo con las manos para enseñarme su oscuro agujero. Como dije antes, con los tres se podían hacer sopas y mojar abundante pan. ¿Quién hubiera sido capaz de elegir entre aquellas tres monadas?. Le apreté las clavijas al moro y me quedé con los tres, aunque solamente fuera para seguir contemplándolos.

En cuanto nos quedamos solos les ordené que se desnudasen totalmente y me recreé viendo sus cuerpos cubiertos con piel de seda oscura, fresca y tersa como el pétalo de las amapolas. Los tres estaban de pie frente a mí, quietos, sin hacer ningún movimiento, ni siquiera con las pestañas, y les hice una señal para que fuesen dando vueltas sobre sí mismos, despacio, sin prisa alguna, para que yo pudiese apreciar todos sus encantos. Tenía la sensación de un noble patricio que acabase de adquirir tres bellos efebos en el mercado de esclavos. Era como si me perteneciesen y pudiese hacer con ellos lo que me diese la gana. Los chicos giraban obedeciendo mis indicaciones, mientras yo continuaba sentado en un sillón sin mostrar la menor preferencia por ninguno, ni tampoco si realmente deseaba hacer algo con alguno de ellos. Con otra señal les hice parar y pregunté si eran vírgenes. Me dijeron que no, lógicamente; y Hassan, el mayor de los tres, como intuyendo mi capricho cogió a Mohammed y le obligó a chupársela. Juro que no había pensado en que ellos se follasen mientras yo miraba como lo hacían; pero en ese momento me excitó la idea y aprobé con una sonrisa la decisión del morito algo más hecho. Hassan continuó metiendo en la boca de Mohammed su gran polla descapullada e hizo una señal al otro chaval para que se acercase. Ali obedeció al instante y Hassan lo apretó contra él y le besó la boca con violencia, al tiempo que le dilataba el culo con los dedos. La escena se ponía caliente por momentos y mi pene me llegaba al ombligo, tieso e hinchado como una mazorca asada al horno.

Hassan decidió que los chicos cambiasen sus papeles, y el que estaba abajo pasó a besar sus labios y el otro se agachó para ocuparse de su potente nabo, comiéndoselo con la misma glotonería que si fuese un pastel lleno de crema. Ahora era Ali quien tenía los dedos de Hassan en el culo y sus ojos se cerraban cada vez que se los metía más adentro. La calentura me salía por las orejas y la minga podía estallarme de un momento a otro. Entonces, ordené a Hassan que se follase a sus dos compañeros y él se dispuso a cumplir mi deseo. El primero fue Ali, que se echó sobre la mesa y se abrió de patas poniendo el culo a merced de Hassan, que lo penetró hasta el fondo de una sola vez. Pero Ali no dijo ni pío y su joven machacante le atizó un polvazo de los que hacen época. A Mohammed se le veía caliente como una perra observando como follaban sus dos amigos, y sin que nadie se lo indicase, se dobló también sobre la mesa, al lado de Ali, separándose la carne de sus nalgas a fin de mostrarle a Hassan el camino que debía seguir su cipote después de saciar al otro. Hassan captó el mensaje, y antes de llegar a correrse cambió de aparcamiento y le dio una buena dosis de carne recia a Mohammed. Entonces, volví a ordenarle que tampoco se corriese; y, en cuanto el enculado empezó a chorrear semen, me dirigí hacia Hassan, y aplastándole la cara contra la mesa, separé bien sus piernas y se la clavé al gallito en ciernes más fuerte de lo que él se lo había hecho a los otros dos. Cuando acabé con él, Ali y Mohammed ya estaban otra vez empalmados y no quedó más remedio que continuar la fiesta hasta la hora de la cena.
Pasé una semana estupenda en Marrakech. Y hasta el último día me solacé cuanto quise con mis tres moritos, rompiéndoles el culo por riguroso turno. Al despedirme de ellos mi generosidad me hizo quedar como un señor, desde luego. Y durante el resto del año tuve nostalgia de aquel viaje, e incluso pensé seriamente en volver a verlos.

Y ese fue mi primer viaje pagado en parte con el sudor de mi frente. Bueno, no con un sudor a raudales, tampoco hay que exagerar, pero al menos ese dinero lo había ganado con mi propio esfuerzo sin recurrir exclusivamente a mi abultada cuenta bancaria; y me sentía tan orgulloso de ello, que traje regalos para todo el mundo.

Y si nos paramos un rato en ese afán de apurar los días de nuestra vida, vemos como evoluciona sin prisa nuestro mundo al ir madurando. Y aunque el cambio es apenas inapreciable, en menos tiempo del que imaginas podría resultarte un perfecto desconocido aquel que fuiste en una etapa anterior. Si en otro tiempo fui un obseso del sexo, creo que hoy ya no movería un solo dedo por conseguir a nadie. Puedo asegurar que me bastan mis dos amantes y solamente con ellos siento auténtico deseo y obtengo verdadero placer.
Antes de la hora del almuerzo, me llamó Paco al despacho para que comiésemos en un antiguo restaurante al que solíamos ir con frecuencia los tres en los primeros tiempos de nuestro idilio. Noté tristeza en su voz, pero supuse que tenía un día tonto y continuaba nostálgico por la ausencia de Gonzalo. Últimamente le afectan mucho las escapadas por cualquier causa de nuestro deportivo muchacho; y no entiendo el por que. A veces la mente de Paco es misteriosa y reacciona ante algunos hechos de forma enigmática.
Cuando ya estábamos comiendo, me dijo que había hablado con Gonzalo y que de la conversación le pareció entender que no era seguro que viniese esta noche.

"¡Cómo que te pareció entender que no era seguro!. Te habrá dicho si viene o si no viene. No hay más opciones ni misterio". Dije yo.
"No. No dijo ni una cosa ni otra. En realidad no dijo nada concreto. O no quiso o no pudo hablarme claro; aunque parecía como si estuviera confuso por algo y no supiese a que atenerse"
"¡Tú y tus conclusiones!. Si no llama esta tarde diciendo lo contrario es porque se viene para Madrid. Y haz el favor de no calentarte más la cabeza con tonterías". Dije enérgicamente como para ahuyentar posibles preocupaciones al respecto.
"¿Por qué no llamas tú?"
"Vale. Lo llamo; pero no empieces a preocuparte por nada. ¿De acuerdo?"
"Sí. De acuerdo". Me contestó Paco sin mostrar demasiado convencimiento.

Y, sin lograr alegrarle la cara en exceso, nos despedimos tras el café para continuar con nuestras respectivas obligaciones profesionales.


No hay comentarios:

Publicar un comentario