domingo, 19 de febrero de 2012

Los santos patronos



Hasta aquí llega lo escrito hace unos treinta años y que sinceramente no sólo lo había olvidado sino que creí que estaba terminada la historia. Pero no es así. Y ahora no sé si seguir dando vida a estos personajes hasta concluir con un final acertado, o dejarla inconclusa y que cada cual la siga como mejor le parezca, dándole a los protagonistas otros pesares o aquellas alegrías que quieran imaginar para ellos. Me lo pensaré y ya decidiré cual es la solución más adecuada. 

Gracias a todos cuantos habéis dedicado unos minutos de vuestro tiempo leyendo estas páginas.    


La fiesta de los santos patronos



I
Junto a los vidrios salpicados de un balcón, encajada con dos almohadones en su sillón de mimbre, Manuela gasta su vista, ya cansada y todavía azul, hilvanado la bastilla de una saya. 
Robusta, entrada en carnes y años, tuvo dos pechos turgentes y henchidos donde ahora le cuelgan dos tetas de matrona. Tuvo también amores con el Aniceto, “o galgo”, que fue su marido y mozo en “a granxa”, que así llaman en el pueblo a la casona más próspera y grande de la comarca, y tiene un hijo con los ojos verdes y el pelo oscuro del padre, al que llamaron Martín porque nació en la matanza.
Moza ayer con cabello claro y sonrosadas mejillas, para difuntos rondará los sesenta y le bullen recuerdos de otros días. Otro tiempo, antes de que el Aniceto, que dios tenga en su gloria, se le descalabrase podando la hiedra que desquiciaba a Doña Mercedes, la señora de “a granxa”. Porque, como la señora decía, tanta maleza sólo acarrea suciedad y alimañas. Y ya va para veinte años que la Manuela odia la hiedra y se acuerda de Doña Mercedes, que en paz descanse, y de todos sus muertos, que en gloria estén, cuando por la noche añora el calor del cuerpo de su marido y las caricias de sus manos ásperas de labriego, honrado y trabajador.
Retazos de memoria le fijan el mirar sin ver nada. la guerra, que sin ser suya los enzarzó en sus secuelas no teniendo ni arte ni parte en ella. Para Manuela, con un hermano medio cura, por no decir cura entero, Don José, las cosas no le fueron tan mal. en cambio Aniceto, con el padre escapado en el monte, sólo pudo entrar de mozo en la casona gracias al buen corazón de  Doña Mercedes, que en buena hora haya dejado este mundo.
Aniceto, con su cuerpo elástico y pocos años, corría como un galgo (de ahí el mote) entre tojos y helechos procurando remedio a las penurias del padre. Hasta que un día, el de San Cirilo, se lo abatieron en un collado sin que aquel hombre depusiese las armas.
Manuela y Aniceto se vieron por San José, allí en la huerta, bajo el emparrado cercano al pozo que tiene el agua más fresca del contorno, y a él la lengua se le secó y la vista se le clavó en los pechos de la moza, que de tan punzantes parecían que reventaban. Y a ella le subieron los colores con la mirada del mozo.
“O galgo” iba de parte de Doña Mercedes, La señora de “a granxa”, y le llevaba a Don José unos bizcochos borrachos que ella, la señora, hacía deliciosamente bien. 
Aquel muchacho moreno y macizo se grabó en las pupilas de la Manuela y al Aniceto lo devoraron aquellas apretadas pretuberancias. Y por el Carmen, cerca de la puente romana, en las peñas blancas que asoman al río, se amaron con la complicidad de un zarzal. y en la parroquia, el día de San Valentín, los casó Don José ante la mirada de los santos patronos San Pedro y San Pablo.
Llueve en la aldea mientras la señora Manuela, “a do galgo”, desliza el hilo por la saya y oye al dar las seis la ronca voz del párroco, su hermano. El clérigo es su única ocupación y su obsesión es que no la sepulten en la tierra; por eso su mayor desvelo es contar a tiempo con un nicho en un panteón bien soleado y aireado donde no le alcance la humedad ni los diferentes bichos que andan por la tierra.
Suspira. Con sus manos, gastadas de trabajos y caricias, se retoca el pelo veteado de inviernos y recogido en el cogote en un moño de horquillas que la adereza de paciente resignación. en la salita, sencilla y muy aseada, se exhala la humedad que, desde sabe dios cuantos lustros, empapa el  careado y musgoso granito de los muros con herrumbre.
Don José, el cura, anda por la casa con una sotana pardo negruzca, raído y brillosa, de la que asoman dos pantuflas de cuadros deslucidos. La calva se la abriga  con una boina sobada. La nariz, carnosa y sanguínea, parte su escasa mirada sobre una cara de la que penden buches y papadas. Con más edad y achaques que su hermana, las manos se turnan para asirse a un bastón de raíz con el que se ayudan sus pasos. Y al caminar le fatiga el peso de su barriga, doliéndose de los excesos de la humedad y del buen yantar.
El cura, cuando aún era Pepiño, frecuentaba el pazo de Outeiro desde que su propietario, Don Alfonso (que era monárquico y murió de fiebres percatándose tarde de que la guerra se ganó para unos generales y no para su rey) se casara con su prima Inés y la hiciese señora a los dieciséis años.
En el parque de la noble casa Pepiño, más adolescente que su prima, se embobaba escuchando las vidas ejemplares que fueron inculcándole el gusto por la religión y por el olor a sacristía. Los dos críos, sentados en un banco de forja vigilado por cuatro arbustos de camelias blancas, quedaban ensimismados con los santos relatos feblemente espurreados  por el trémulo surtidor de un chafariz de piedra verdosa, hasta que a Pepiño le latía el sexo por el roce del armonioso y magro cuerpo de Inés que, entre párrafo y párrafo, posaba indolentemente sus largos dedos en los muslos del futuro seminarista.
El entretenimiento se interrumpía con la voz de una criada o la presencia de Don Alfonso, siempre pendiente del bienestar de la niña que tomara por mujer.
Con la muerte del marido, que la dejó viuda con sobrados posibles para no doblar el espinazo el resto de su vida, Inés, a quien Manuela llama “la señora marquesa” por lo encambronada que anda, se envaró en su herencia, más de postines que de haciendas, trocando la sonrisa por una mueca helada en la boca, humanizada nada más para su religioso y asiduo pariente.
En el pueblo siempre se dijo que Don José pudo llegar muy lejos. No en vano estudió en Roma con la beca que mantenía Don Alfonso, el marido de su prima. Pero lo cierto es que el cura prefirió quedarse en el lugar de sus mayores y vivir tranquilamente, sin lujos, pero con la comodidad que pudo proporcionarle la poca renta de la iglesia, las cuatro fincas de su hijuela y la escasa pensión de viuda que, con un poco de influencia suya y un mucho de Doña Mercedes, le consiguieron a la hermana. Eso sí, no faltaba de nada en la casa ni menos en la mesa.
A su juicio, no estaría mejor si el señor obispo le hiciese canónigo de la catedral. De sobra es bien conocida la hospitalaria y generosa sencillez de las gentes de pueblo. Para él no hay como su aldea, ni nada mejor que una merienda con lonchas de jamón y buen vino. 
-Manuela........ Manuela........
-Qué quieres?-
-Viste mis lentes?-
-Ay Señor!....... Qué hombre éste!....... Buscaste encima del televisor?-
-No estarán aquí?-
-Pero crees que esas son  pintas!.... Adán, que que todos sois unos adanes.... Si no fuera por nosotras......... Pero no puedes ponerte otra cosa?-
-Y si estoy a gusto así?-
-Y por qué le regalaste aquella sotana todavía nueva a don Nemesio?-
-Acaso no nos enseña el Señor a repartir el manto con el mendigo?, mujer!-
-Y por la misma tú tienes que darle el manteo a la Sinforosa..... No es así?... Nunca más cierto el refrán de que cada cual haga de su capa un sayo-
-Jesús!. Qué demo de mulleres! (qué demonio de mujeres)-
Y Don José rezonga mientras recoge sus gafas de encima del televisor.
Atón, un jadeante mastín leonés, guardián del cercado de la casa paterna de Don José y su hermana, husmea el aire. Se yergue y aguarda impaciente la inmediata llagada de Martín a la cancela. el perrazo, más aparente que fiero, aupa sus manos y lame la cara del hijo de Manuela, que es el vivo retrato del padre. Don José lo adora y hasta le perdona esas ideas que lo tienen a él y al país de cabeza.
-Dios mío, Dios mío- dice -Primero el divorcio y ahora el aborto. Cosa de comunistas- concluye el tío cura.
Martín, el hijo “do galgo”, está de médico en la villa, a cinco kilómetros de la aldea. Anda en política y a los paisanos les habla en gallego. Y a su hijo, un mocito de once años, le puso de nombre Breogán y comparte su educación e inquietudes con Lola. Una licenciada en letras por Compostela que es su compañera y, por eso de reivindicar el rural, prodiga su sapiencia en la escuela con niños y adultos haciéndose demasiadas ilusiones con ello.
Martín no es un mal galeno y tanto en la villa como en la aldea las gentes se acostumbraron a su talante y lo respetan. Al principio le incomodaban los regalos y atenciones que los campesinos se veían en la obligación de ofrecerle por sus cuidados, por más que les advirtiese que ya se los retribuía la Seguridad Social. mas pronto aceptó la intención de los labriegos y transige con las tradicionales deferencias.
Con un mohín de ternura, Manuela aguarda en el zaguán a su hijo, que diariamente se acerca a la aldea para verla y atender a las goteras del tío con más comprensión que ciencia. La madre le pregunta por su nieto y su nuera, que para ella lo es a pesar de que Don José anatematiza en contra del matrimonio civil. con bendiciones o sin ellas, Lola es la mujer a la que Martín quiere y es la madre de Breogán, por quien Manuela chochea.
A Martín no le pesan los treinta y tantos, ya largos, a no ser por los pliegues de carne levemente descolgada que desde la nariz le enmarcan la boca.El y Lola son felices a su modo. Libres y desenfadados, como ellos dicen. Desechan los prejuicios y a él le molesta que al mentarlo algunos digan -e o fillo do galgo, o sobriño do cura-
Ello no significa que no se enorgullezca del padre, o que reniegue del tío cura. No. Mas piensa que en esto como en todo cada cual es su propia obra con independencia de sus ideas sin el lastre de hipotecas familiares o culturales que todo hombre arrostra consigo.
Por ello no albergó la menor duda para unirse a Lola al pronto de conocerla en un bar de la calle del Franco, en aquellos años de estudiante en Santiago. En la esquina de la barra, con un ribeiro en la mano, ella semejaba un alud de gestos y palabras bajo una coleta rubia acastañada. Ni que decir tiene que su decisión no fue del agrado de Don José, por obvias razones, Ni tampoco de Doña Inés, la cual, al no tener prole propia, contribuyó a sufragar los estudios de Martín. Y aprovechando los tonteos veraniegos del chicho con una nieta de Doña Mercedes, Teresita, monilla y anodina, ambas señoras se hacían lenguas elucubrando un posible matrimonio condicionado por Doña Mercedes a que Martín heredase el pazo de Outeiro; lo que para ella suponía al fin la esperada ocasión de adueñarse, en cierta forma, del flagelo de su orgullo en que día a día se convirtiera la linajuda torre. Para Doña Mercedes el asunto resultaba perfecto, ya que Doña Inés no disponía de mejor sucesor al ocurrírsele a su único hermano morirse soltero y a su difunto esposo no dejar deudos de su familia.
Manuela nunca entendió que una mujer tan buena y trabajadora como Lola se prestase a dormir con un hombre sin arreglar los papeles, aunque éste fuese Martín, pero prefería a Lola y no a la nieta de Doña Mercedes e hija de Teresa.
Por las callejas de la aldea el viento ulula entre destellos de agua y luz macilenta que brincan sobre sus empedrados resbaladizos y con cercos de estiércol. Una poallada (llovizna espesa) plomiza y machacona amodorrece las ideas.
-Hola tío-
-Buenas tardes sobrino-
-Cómo te encuentras hoy?-
-Como una perola vieja...... Por más que la estañan más  chorrea-
-Vamos, tío........ Que si no le dieses al diente como le das.......-
-Esos fueron tiempos, Martinciño- añora el cura.
-Veamos esa tensión....... Bien, pero procura seguir el régimen- dictamina en tono autoritario Martín.
-Ya lo sigo, ya-
-Y si no allá tú- le regaña Manuela, añadiendo - anda que voy a poner el café-
-Mamá, dice Lola si le terminaste la falda-
-Que esté tranquila que estará lista para el San Pedro-
       
La volandera luminosidad de los faros rompe las crecientes sombras cortando el espeso orballo (llovizna) que chispea ante ellos. Martín regresa a la villa por la carretera carcomida y mal encintada que la une a la aldea.
En su alcoba Manuela repara en el retrato de Aniceto, gastado de verlo, con su traje de boda oscuro que no disimula su exultante  juventud. elegante, fino de forma y maneras, el Aniceto no era un simple gañán. No labró nunca el agro  y su piel y sus manos no mostraban a un campesino. En la capital cualquier señorito hubiera envidiado sus prendas.
De no desencadenarse los malhadados acontecimientos que se derivaron de aquella guerra nefasta , su destino hubiera sido el de médico como su padre y como luego lo sería el hijo. La muerte de su padre sólo lo libró de hacer el servicio militar.
Aniceto poseía el don que atrae a la gente y esa virilidad descarada que chalaba a las mujeres y le costó la vida al muy chafandín. Manuela bebía los vientos por él y, aunque le jeringaba,  en su fuero más íntimo le petaba que las otras se pirrasen por su marido, que en todo momento fue un hombre a carta cabal y cumplió con ella como es de ley. Si no engendró más hijos que le echen la culpa a la ciencia que la secó al parir al Martíño.
En “a granxa”, como en todo el pueblo, querían a Aniceto. “O galguiño” le apodaba Don Leandro, el marido de Doña Mercedes y señor de la casona más que amo, porque la auténtica dueña siempre fue su mujer. Ella mandaba, disponía, gobernaba. Ni las vacas osaban desobedecer sus órdenes. Las comadres de la aldea chismorreaban que a Don Leandro le echara el “meigallo” (hechizo, embrujamiento).
Esta señora lo organizaba todo, incluso la vida de sus tres hijos, los señoritos, como les hacía tratar por las criadas y braceros de la granja.
A Leandrito, el mayor, le hizo ingeniero, para luego cuidar de la granja, y le formalizó un matrimonio con la hija de un notario de la capital.
El segundo, Cosme, estudió leyes con esfuerzo y lo enchufó en Madrid en algo del gobierno. metido en la materia, le buscó por suegro un jerifalte de la Administración y el chico prosperó en el medio, proporcionándole al mayor de sus vástagos, Cosmito, que ama el poder y el dinero, la entrada en política de esa de los que mandan casi a menudo  y no de la de andar por casa como la que hace Martín. Y de derecha a izquierda, pasando por el centro, va consiguiendo hacer carrera. 
A su hija Teresa, que fue alegre y vital, Doña Mercedes decidió desposarla con un rico heredero llamado Don Antonio.
La señora de “a granxa” era una experta en esto de los casorios, como lo fue para extender la finca y su dominio por toda la comarca, pero Teresa sentía algo más que aprecio por Aniceto. Corría a encontrarlo en la revuelta de un sendero o volteaba mariposeando a su lado en la era de la granja. Le atraía el tono canela del torso “do galgo” que semidesnudo solía refrescarse con el agua de la acequia. el sol prendido en las gotas que se escurrían sobre el mozo iluminaba la mirada color de miel de Teresa. Ella ni podía ni quería disimular su inclinación y Doña Mercedes acechaba los desvaríos de su hija. 
La niña exhibía su elegante lindeza ante Aniceto y éste no pudo por menos que observar el donaire con que la muchacha aliñaba sus ademanes. No es que “o galgo” fuese mujeriego, mas cuando el ardor de la vida se sale por los poros, no hay razón ni más aquilatada ni de mayor peso que la insinuante sensualidad de una piel tersa incitando a estrechar la figura que palpita ceñida en ella. Y por eso a la anochecida de un día de San Pedro, templado ya el pegajoso bochorno de aquel día de fiesta, el hombre sucumbió a los encantos  de Teresa, que escudándose en tomar el fresco acudió a la caballeriza maliciando que él estaría allí. Aniceto atendía el arnés del carricoche que utilizaba Doña Mercedes para desplazarse a la aldea en los días de fiesta, y notó la mirada encendida de Teresa y el calor de sus labios en los suyos. El fue descubriendo el cuerpo de la muchacha, besándole la piel al tiempo que ella le acariciaba el suyo con los labios. Y los dos se poseyeron hasta quedar yertos de satisfacción y miedo encima del pajuzo.
Nadie imaginó jamás si lo supo o no Doña Mercedes, pero algo intuyó cuando precipitó la boda de su hija con Don Antonio y lo preparó todo para celebrarla al final de ese mismo verano. 
Qué espectáculo ofrecía la casona ese día que era el de San Lino, Papa de la Santa Iglesia Romana. Había invitados hasta de Madrid y todos personas muy principales. La ceremonia la ofició el señor obispo de la diócesis, cuya estancia en la aldea la aprovechó también Doña Mercedes para consagrar el oratorio  que mandó construir en “a granxa”. Idea que hacía tiempo le rondaba en su magín por su ansia de remedar al pazo de Outeiro con su hermosa capilla de sitiales barrocos  en el presbiterio donde solamente se sienta Doña Inés para oír la Santa Misa dicha por su primo Don José. Ni que decir tiene que ellos asistieron al evento, lo mismo que Manuela y Aniceto, y que formaron parte muy destacada entre los fieles congregados para dar la bienvenida al prelado. Acontecimiento que por si mismo constituyó otra distracción en el ritmo cotidiano de la aldea. 
Todo el pueblo acudió a la plaza engalanada para la ocasión. En el atrio de la iglesia, al pie de la escalinata, se hallaban las fuerzas vivas  de la localidad. Don José el párroco, Don Cipriano el alcalde, acompañado del concejo, El médico Don Ignacio, Don Nicolás, que era entonces el maestro, y Don Carlos el farmacéutico. Todos con sus familias en pleno, Y en el centro de la escena absorbiendo miradas, Doña Inés y Doña Mercedes, una a cada lado de Don José como dos cirios alumbrando al santo.
El automóvil negro se detuvo y de su interior se apeó el Ordinario de la Sede. Tras los saludos  y peroratas de rigor el señor obispo y la comparsa penetraron en el templo. 
La boda de la señorita Teresa y Don Antonio en verdad fue todo un festejo. Coloridas sedas alternaban con los más trabajados encajes, a la par que sutiles tules se codeaban con brillantes o etéreas plumas  de exóticos e ignorados pájaros. Ligeros y encorbatados paños se rozaban con planchados uniformes con fajines y moteados de medallas. Los fulgores del diamante competían altivos con el resplandor del sol o coqueteaban en múltiples guiños con la luz de las lámparas respondiendo vivazmente también a  la llama de un cirio. 
Las miradas cubrían a la novia y aseveraban que talmente parecía una reina. Doña Mercedes, son su poca talla y sin cintura, asemejaba un pipote pintado de tornasoles y saturado de venturas. Y en medio de la danza el corazón y el índice del Monseñor se erguían en bendiciones rigiendo la coreografía.
Don Antonio se llevó a Teresa de la aldea regresando a “a granxa” por primavera para alumbrar  a Felipe, el mayor de sus hijos y un tanto madrugador en su nacimiento, que salió hermoso con sus bucles tostados y sus inocentes ojos pardos y grandes. 
Felipe se crió  con Martín y crecieron juntos e internos en Vigo con los RR. PP. Jesuitas, de cara a su ría marinera y bonita, contemplando cuitados las bateas del mejillón que reposan inmóviles en la mar. Durante sus vacaciones volvían al pueblo y los dos se divertían con mil venturas en selvas de maíz y vides en guerra. Su mundo de fantasía alcanzaba el Outeiro tras el blasonado portalón de su torre nobiliaria. En el parque que circunda el pazo arrostraban terribles peligros, ya en el estanque de la ocas, fieras cancerberas de otra mansión a su medida, tomada por la hiedra y el verdín, que reproducía a escala la de Doña Inés, ya en extenuantes asedios al bastión de las ronrroneantes palomas. Y los añosos árboles de un jardín aristocrático fueron los rumorosos confidentes de sus secretos de adolescencia.
Se entretenían con cualquier cosa, pero su pasatiempo favorito estaba en el río. En el remanso “da fariñeira” (de la harinera) nadaban y jugaban desnudos, secándose al sol que, complacido con sus tiernas siluetas, los doraba y sacaba brillo. El retorno a la aldea se jalonaba con saqueos a los zarzales del camino atiborrándose de moras polvorientas. Felipe, más audaz que Martín, saltaba al interior de alguna huerta ajena reapareciendo con dos peras o dos manzanas. Los chicos corrían alocados riendo la hazaña para sentarse a prudente distancia a degustar su botín. Hicieron muchos desaguisados, pero nunca se les ocurrió dañar a ningún animal. 
En Santiago Felipe estudió derecho y Martín medicina, siempre amigos y unidos el uno al otro. Un cierto aire familiar en sus ojos hacía que con frecuencia les tomasen por hermanos. Sin embargo, su amistad se enraizó siempre precisamente en sus diferencias tanto de carácter  como de ideas. Alegre y despreocupado, Felipe es de los que apuran sus días intensamente poniendo en todo un infantil optimismo. a Martín ya entonces se le veía más sensato y menos atrayente que su inseparable compañero.
Cuando  aquella tarde de vinos por la calle del Franco conocieron a Lola, Felipe pavoneaba su cresta con la presunción de un gallo en su corral, pero a ella le interesó mucho más el rostro taciturno de Martín que el derroche de magnética sonrisa desplegado por le otro chico. Felipe nunca encajó con resignación su fracaso con Lola, mas se consoló pronto ligándose a su amiga Concha que también era de letras. Concha y Felipa se casaron al finalizar sus carreras, aunque su noviazgo transcurrió con altibajos; y más de una lengua se mofó  diciendo que ella iba como “la loca” detrás de Felipe el guapo. 
La noche, ausente de luna, se cierra engullendo los sueños y rumiando las zozobras  de quien vela en silencio. 
Manuela cierra los ojos  y ve la mirada limpia y directa de Aniceto, que le desnuda el alma. Nota sus labios húmedos como los besos y con los dedos  lame  el recuerdo que se le hace penumbra en un ansia de palpar la recia carne matizada de vello.
Una alborada más en su vida topa a la Manuela rendida y abandonada al sueño. 


II
                            
Rompe un nuevo día deseoso de mostrarse sin el húmedo velo del barruzo (llovizna) y los lugareños se despiertan con prisa por comenzar los preparativos de las fiestas de la aldea. 
A lo largo de todo el año se aguarda a que llegue esta fecha en la que los vecinos del pueblo tiran la casa por la ventana para festejar a los dos apóstoles. Es tradición qu ese celebre ese día agasajando a los parientes y amigos con copiosas comidas a base de mariscos, empanadas y capones o cabritos. A los postres se ofrecen a los comensales, alfanjores, tartas de almendra, hojaldres y pasteles de crema. Los blancos y tintos del país riegan el condumio que se remata con licor-café y aguardiente de hierbas. 
Antiguamente, después de la merienda amenizada con unos cuantos dulces, se solía cenar a la guisa del mediodía. Pero desde hace algún tiempo se suelen apañar con algo más ligero  y se concluye con una queimada (aguardiente quemada y con azúcar y limón).
Se pasa muy bien el día de San Pedro con su verbena  en la plaza, la música, los tiovivos  y las tómbolas. Y mucho ruido. A la Manuela cuando era joven  le gustaba mucho ir en las barcas y que la empujasen más alto. “O galgo” era quien le daba con más bríos, pero el año en que dijeron que acabó la guerra en Europa, preñada como estaba se mareó sólo con verlas. Lo que sentía en su estómago era algo que subía y bajaba como la barca.
Concha y Felipe vinieron a la aldea con cierta anticipación  a las fiestas a causa del estado de salud de Teresa, la madre de Felipe, a la que la enfermedad y la melancolía que padece la tienen languideciendo en “a granxa” donde se cobijó al morir Don Antonio, tres años atrás. Ella se siente segura en ese caserón y le gusta que la atienda Martín, el hijo “do galgo”, que desde pequeño frecuentó la casa, principalmente en las vacaciones cuando Felipe y él retornaban juntos al pueblo.  
“A granxa” la había heredado  Don Leandro, el mayor  de los hijos de Doña Mercedes, y al fallecer sin descendencia lo dejó todo para sus sobrinos, tocándoles la casona con todas sus posesiones a los hijos de su hermana Teresa. A Cosme, el segundo de la estirpe de “a granxa”, le decepcionó el legado de su hermano Leandro e intentó pleitear con los sobrinos porfiándoles en favor de sus hijos, aún sin el menor resquicio legal, el derecho al solar de la progenie familiar. A partir de aquello, Felipe y sus hermanos nio se hablaron con sus primos y Teresa no ha vuelto a dirigirle la palabra a Cosme ni a su mujer, la hija del alto funcionario de la Administración, ni tampoco a los sobrinos.
Sin embargo, Cosmito, el hábil político, ha intentado varios acercamientos a sus primos sin éxito por el momento. Lógicamente con un interés especial hacia Felipe, dadas sus influencias sociales y políticas en Galicia y particularmente en la ciudad donde vive.
Doña Mercedes no sólo le transmitió al segundo de sus tres hijos su modo de ver y valorar las cosas propias y ajenas, sino que también le contagió la obsesión que sobre ella ejerció el pazo de Outeiro, que la sofocaba con su peso de heráldicas dinastías. Y si el hombre no consiguió para su rama del árbol genealógico la casa de sus mayores, se marcó la meta de obtener la torre  nobiliaria y tantea a su dueña con la determinación de persuadirla a que se la venda.
Cosme, que no es un lelo, sospecha que tal y como están los tiempos por fuerza han tenido que mermar las rentas de Doña Inés. Y tampoco hay que ser muy listo para suponer lo que debe costar mantener una finca con tantos acres mayormente improductivos, sin contar los gastos indispensables para impedir que se desplome el hidalgo palacio eternamente expuesto a que lo corroa la humedad.
Doña Inés capotea dignamente problema tras problema y va consiguiendo eludir los asaltos de Cosme. Sus convecinos lo achacan a la tozudez de la señora, de por si proclive a reaccionar contra toda clase de presión, y en el fondo les complace su terquedad, en parte porque fastidia a Don Cosme y también porque no se la podría concebir sin el marco de su torre feudal.
 Resulta curioso que Manuela e Inés, siendo primas carnales, sólo se parezcan en lo de no dar su brazo a torcer. En este punto son gemelas.
Es famosa en toda la zona la historia del campo de fútbol protagonizada por Manuela. A los hombres del pueblo se les dio por constituir una sociedad deportiva y formar un equipo de fútbol, para lo cual se hacía imprescindible construir un campo para el juego. a Don Cipriano el alcalde, que le hicieron presidente del club, se le metió en el cacumen que el sitio idóneo para ello estaba en el “Penedo” (peñascal), a un kilómetro de la aldea, en un llano con pinares cerca del manantial “do frade” (del fraile), y decidido el emplazamiento comenzaron las gestiones tendentes a la adquisición de los terrenos  necesarios. Toda la zona pertenecía a los vecinos del pueblo, que a su vez eran socios del Deportivo, nombre que recibió el club, por lo que el asunto no presentaba mayor problema t las obras del campo iban viento en popa, hasta que alguien advirtió que justo en el centro quedaban unos cuantos pies de terreno con un pino y un pedrusco de los que se desconocía quien podría ser su dueño. 
Se hicieron  averiguaciones y resultó que aquello formaba parte de la hijuela que le había correspondido a la Manuela por la parte de su madre. A ella nunca se le ocurriera ir allí ni se acordaba que en el dichoso “Penedo” tuviera una piedra con un pino. Pero como le sucede a su prima Inés, Manuela nunca aguanta la política de hechos consumados; y, en consecuencia, las cosas se complicaron para la sociedad deportiva. Los directivos con Cipriano a la cabeza se entrevistaron con Manuela para comprar el terreno, pero ella se negó a venderlo. Intentaron convencerla explicándole que si ella no vendía no podrían inaugurar el campo. La amenazaron, pero fue inútil. Manuela no se desprendía de la “finca” que heredara de su madre. 
-Pero Manuela, si sólo es una piedra con cuatro pasos mal contados!- le repetía  su hermano Don José.
-Cómo se ve que no es tuya- decía Manuela con resignación. -La tierra que me dejó nuestra madre y voy a permitir que la destrocen para que unos hombres hechos y derechos jueguen con una pelota encima de ella...... Sólo me faltaba eso!-
Pues si no intervienen Martín y Felipe, a los que prometieron que jugarían en el equipo durante sus vacaciones, el árbitro hubiese pitado a la sombra del pino con la Manuela sentada en su pedrusco. Cuando al fin cedió no podían creérselo. 
Don Cipriano se tomó la cuestión del campo de fútbol como un éxito personal y su logro lo exhibió ante el señor gobernador, resaltando su mérito político. Su gran concesión fue consentir que Manuela hiciese el saco de honor.
Llegado el día del primer partido y ante la expectación de toda la comarca, salió a la cancha el equipo y el trío arbitral con la directiva en pleno, que formaron una especie de embudo irregular a ambos costados de Manuela. Hubiera sido ilusorio pensar que la buena señora tuviese lo que se dice dominio del balón, pero lo cierto es que el tiro se estrelló en la cabeza del alcalde estrenado así el campo del “Deportivo”.
La flor amarilla del tojo rompe la verde policromía del monte, destacando a lo lejos las praderas blanqueadas de margaritas.
Teresa asomada a la ventana mira el confín del valle que se remata en onduladas colinas de color gris parduzco por la distancia. Y el cielo es azul y manchado de hebras de nubes aclarándose en la línea del horizonte. Todo el campo resplandece con la luminosidad del día. Y los cínifes y las moscas se ceban con los jugosos frutos de un ciruelo salpicado de amarillo y tan cargado de frutas doradas que se caen de puro maduras al suelo. A escasos pasos de allí, los pesados e inoportunos insectos zumban al borde de la alberca y molestan también a los higos y brevas, quizás pronto aún para estar en sazón.
La jornada en la granja ya comenzó y los mozos bregan en sus labores cotidianas con ganados y labranzas. Y Teresa se arregla como acostumbra para andar por la casa y deja su dormitorio y desciende el par de tramos de escalera que comunican las dos plantas de la gran casa.
Una de las sirvientas le pregunta  si desea  el desayuno  y ella responde  preguntando si se levantaron los señoritos. Y sale por una de las puertas bajo el soportal que sustenta el corredor  del frente de la casona, y se detiene a unos metros mirando lo hermosas que están las flores azules de las hortensias. Luego corta unas calas para adornar un jarrón y, sin ninguna razón, dobla la esquina de la fachada parándose ante las rosas silvestres que brotan pegadas a las piedras, el el mismo lugar donde crecía una hiedra hace veinte años.
Teresa, absorta, le habla quedamente al rosal y le cuenta una historia que sucedió un día de San Pedro y San Pablo. Aquel día, después de la misa solemne concelebrada por Don José y los vicarios de dos parroquias limítrofes, el pueblo entero se aprestó a presenciar y participar en las competiciones organizadas para festejar a los santos patronos.
Se armaron unos tinglados y en ellos se sentaron las familias más sobresalientes de la localidad. Doña Inés se colocó con los curas y la familia de Don José; y Doña Mercedes, viuda ya para entonces, lo hizo con la suya al completo. Felipe y Martín, con sus dieciséis años, participaban en varias de las reñidas pugnas, con Cosmito, el hermano de éste y el resto de los mozalbetes de la aldea. Principiaron los juegos y con ellos  el jolgorio del público. Y entre el ruido y la asfixiante vaharada del calor, Doña Teresa se puso mala y quiso irse a “a granxa” con Aniceto (que desde su boda era el administrador  de esa finca) dado que éste debía efectuar con urgencia el arqueo de unos papeles. Doña Mercedes no consintió que su hija fuese sola y los acompañó en el auto.
Manuela conocía de antemano la intención de Aniceto  y no le extrañó la repentina indisposición de Teresa, incluso comentó  con Inés que con tanto calor la cosa era natural. Por otra parte, Doña Mercedes era suficiente compañía para desvanecer cualquier duda o dar pie a la murmuración, aunque Manuela recelase que Aniceto y Teresa se entendían durante el tiempo que ésta pasaba en la aldea. Ya que la hija de doña Mercedes seguía encelada con “o galgo” era un secreto a voces, ignorado quizás por el marido, el bueno de Don Antonio. Y también era verdad que Aniceto amaba a Manuela, pero además le gustaba y quería a Teresa. Ella le había dicho que Felipe era hijo  suyo y él quiso entender que con ello Teresa era en cierto modo su otra mujer. 
Ya en “a granxa”, Teresa se sentó al fresco en la sala y tomó una infusión de manzanilla. Y la madre, atareada atendiéndolo todo sin ayudar a nadie ni en nada, aleccionaba al servicio con las nimiedades que continuamente discurría. En esas, Aniceto pasó hacia el almacén de la granja y Teresa fue tras él. Se besaban detrás de unos sacos de centeno y Teresa imaginó ver los ojos de su madre. Se apartó de Aniceto e intranquila regresó a la casa. 
Por la piedra de una de las fachadas laterales trepaba una enorme hiedra, que alcanzaba el tejado de la casona e invadía el balcón del aposento de su dueña. Y Teresa oyó a su madre que llamaba al administrador rogándole por favor que subiese al alero y podase un poco aquella maleza que le tapaba la vista desde su habitación. A tales horas en un día de fiesta no quedaba ningún peón en la granja y Aniceto no acertó a negarse.
Salió al balcón  y por una escala subió al chaperón del tejado. Apenas habían pasado unos instantes, el fatídico soporte se rompió desplomándose el alero con su canelón que cayeron a tierra con el Aniceto. el golpe fue tremendo y tan desafortunado que ese mismo día murió “o galgo”. Según el certificado de defunción falleció por fractura de la base del cráneo, pero Teresa averiguó al día siguiente que lo mató la mala leche de Doña Mercedes, que estaba informada por uno de los braceros de que el maldito chaperón estaba podrido. Y si algo hay que dejar claro, es que Teresa aunque desde un principio se encariñó con su marido, amar sólo amó al Aniceto a lo largo de toda su vida.
La criada la encuentra llorando y le quita del brazo el ramo de calas, recordándole que se le enfría el desayuno. Y pronto los hijos de Felipe llenan el comedor  con sus voces y risas y Concha impone respeto a sus desmanes con la lata de las galletas o las rebanadas de pan tostado bien untadas de mantequilla y pringadas de mermelada de naranja o fresa. y la abuela distrae su tristeza con los tres nietos mimándolos con caricias. y Felipe, sordo y ausente, lee un periódico de la capital, recordándole su mirada a su madre la de su verdadero padre al que ella aún ama. 
Don rufo, administrador y encargado de todo lo de “a granxa” desde la muerte de Aniceto, les da los buenos días y le entrega a Felipe los libros de cuentas y cinco cartapacios con documentos. Los dos hombres conversan aparte y doña Teresa le insiste a don Rufo para que se sirva algo de lo que hay sobre la mesa.
-Muchas gracias señora, pero ya he desayunado-, se excusa el administrador.
-Sin cumplidos Don Rufo, que usted es de confianza-, le anima Felipe.
Don Rufo no se deja convencer y se retira con Felipe al despacho decorado en estilo español, tallado en madera de roble remedando el siglo de oro con tintes aún de renacentista y cayendo en ese barroco tan castellano. Y después de un rato Felipe y el administrador marchan a inspeccionar las fincas de la granja. Recorren predio a predio comprobando el estado de los frutales, viñas y prados. Los dos escudriñadores pasan revista sorteando las bostas de las vacas, mayormente de la raza del país, que pacen con sufrido aburrimiento sin prestarle la menor atención.
Si los hijos de Doña Teresa continúan la explotación de esa heredad es por una cuestión de prestigio familiar, ya que si bien cubre gastos, la cosa no es como para asegurar que resulte rentable. Pero, aunque no lo admitan ni lo digan en voz alta, ellos saben el aprecio que su madre tiene por ese propiedad y también algo sospechan sobre los posibles recuerdos que juventud que esa casa y sus tierras le traen a Doña Teresa.  
Cansado y satisfecho Felipe regresa a la casa y a la sombra del soportal hace que le sirvan algo de fiambre casera y cerveza fría. Concha, al saber que su marido ya está de vuelta, se le une para disfrutar de aquel sosiego en su compañía y hablan con calma de sus asuntos tanto de familia como de pareja. El murmullo de los árboles les amortigua el juego de los chiquillos y se miran a los ojos buscando en el fondo de cada uno esas respuestas que nunca se llegan a pronunciar, ni tampoco a preguntar con claridad.
En el “Outeiro” ya se ve dorar la uva en las cepas azuladas por el sulfato, y entre el verde claro de los prados recién segados destaca el culebreo del angosto camino que sube al pazo, coronando la loma, empenachada por dos voluptuosas palmeras de la india, si insinúa la blasonada torre del caserón. 
Breogán mira a través de la ventanilla el rápido paso de los leñosos castañares y de vetustos robles que flanquean la pista trazada por el verdegal, camino del Outeiro. Y la luz de la tarde retoza burlona entre los troncos con céleres jeribeques. 
María, la vieja criada, atenta al ruido del coche se apresura hacía la pesada verja rematada por bronces con verdete, dejando libre el paso a la explanada de exóticas palmeras que se abre ante l aportada de la rancia mansión. La anciana doméstica, con aspavientos y exclamaciones, sigue a los visitantes hasta la puerta del vestíbulo donde los aguarda otra sirvienta, muy joven y uniformada, a la que ordena que avise a la señora. Y María los introduce en la sala situada a la derecha de la entrada. La pieza, clara y espaciosa, huele a limpia antigüedad. Preside la estancia un retrato al óleo representando a Inés, aún recién casada, hermosa y ausente. También cuelgan de sus paredes otras pinturas con paisajes, alternándose un retrato de su majestad Isabel II, el de su hijo Don Alfonso XII, y un tercero, más grande, del rey Don Alfonso XIII cuando era mozo. el resto del ornato y mobiliario indican una refinada distinción. 
Bajo el dintel de la puerta surge Doña Inés, tiesa y enlutada, casi seca, vestida de oscuro y orlada sólo por un hilo de perlas. Silenciosa en su andar, se mueve con una aristocrática cadencia , como si arrastrase irredenta el largo manto de su pretendida nobleza. con los años Inés es la personificación de una gran dama.

-Buenas tardes- saluda la dama acercándose a ellos que ya van a su encuentro para besarla. -Lola estás muy guapa con ese vestido....... Y tú, jovencito, cómo te portas?- Interroga a Breogán acariciándolo con delicadeza. -Me tienes muy  abandonada hijo- le reprocha cariñosamente a Martín.
-Es que con los años te vas a poner mimosa, tía?- le amonesta Martín.
-Calla..... Que cuando crecéis no os acordáis de nadie- echa en cara doña Inés a su ahijado.
-Tiene mucho trabajo en el consultorio, Inés- justifica Lola a su marido. 
-Lo sé, hija, lo sé....... Son cosas de vieja...... anda siéntate a mi lado y cuéntame como van las cosas con estos dos gandules- dice Inés a Lola cogiéndola del brazo.y sentándose en el sofá.
-Tía Inés me dejas jugar en el estanque de los patos?- ruega Breogán con un mohín que quisiera ser de sumisión.
-Bueno, pero no los asustes que pueden dañarse- accede la anciana señora.
-Breogán, vete a jugar y no molestes...... No te mojes!- interviene Lola, tajante y accionando con la mano.
-Dales un poco de pan- le sugiere su padre y añade- Pídeselo a María-
-Os apetece un té o tú prefieres café, Martín?- ofrece Doña Inés sacudiendo simultáneamente una campanilla de plata que hace entrar en la habitación a la nueva doncella.
-Desea el té la señora?-
-Sí, Matilde..... Para la señorita y para mí.... El señor prefiere café. Verdad?- pregunta a Martín.
-Sí, gracias- ratifica éste.
-Con permiso de la señora- y la chica se retira con una insinuada inclinación.
Los graznidos de los gansos alteran el tranquilo cimbreo de unas varas de junco y con sus chapuzones hacen ondear los nenúfares sobre los que caen las hojillas de un cansado sauce que se inclina mojando las puntas de sus ramas. 
Breogán, desmigándoles un trozo de pan, no pierde ripio del escandaloso ajetreo de las aves, que deja desierta la pétrea y enana imitación del paz, dominadora desde su islote del centro del estanque. Y con sus pardos sayalillos, tímidos prueban fortuna a indecisos saltitos. Breogán dosifica equitativamente el condumio sin percatarse de la presencia del oscurecer que alarga las sombras de las palmeras y cipreses perfumados de mimosas.
Desde el Outeiro resalta la aldea humeante sobre la penumbra de la vaguada. Y Manuela trajina preparando una cena sencilla y abundante, ojeando el reloj inquieta por la tardanza de Martín y los suyos. Y los finísimos sentidos de Atón anuncian el fin de la espera.   
Don José se siente locuaz y durante la cena le narra a Breogán viejos cuentos como el de la artera raposa que se zampó las papas de la tía María y un sin fin de anécdotas que revienen nuevas de relatarlas tanto. El rojo tintado del vino le remonta a sus buenas épocas de deleites gastronómicos y banquetes. Qué días los de San José o los de San Pedro con capones cebados y cabrito al espeto, o un lomo en empanada bien adobado. Nunca despreció los vinos del país, pero tampoco un Rioja clarete o un tinto de Cariñena. Y los rueda o Peñafiel!. Espléndidos en opinión del cura. Los catalanes bien fríos, porque así es como más le entran al coleto. Pues no tenía él ganas de un rodaballo o un mero al estilo de la tierra!.
Manuela los atosiga sirviéndoles un poco más de todo e insiste con otro pedazo de queso manchego a los mayores y a Breogán lo tienta con uno de tetilla tierno y cremoso como la manteca. Ella apenas prueba bocado, le basta con lo que ellos engullen. Lo de la tensión le obliga a moderarse con don José y con él se recata a la hora de lso ofrecimientos. Ni que decir tiene que Lola y Martín se le resisten, mas al niño es como un sabañón que ni queda repleto ni se le ve el provecho. Hasta en eso tira al abuelo Aniceto, que siempre fue flaco y fuerte y le chiflaban los cocidos de cerdo con garbanzos.
Atón con expresión de tonto mira a Breogán mendigándole un cacho de lo que con tan buen diente está dando cuenta. Y la abuela le riñe, pero el chaval a hurtadillas mal disimuladas le deja caer algo al chucho.
Lola y la suegra cotillean sobre la visita al “Outeiro” sin que el cura ni Martín les presten atención a sus inocuos comadreos. Saltan de unos temas a otros y Martín y su tío discrepan (eso es ya un hábito) acerca de cuestiones mundanas, usos en boga, de política. sin enconamientos, aunque con el lógico e inútil empeño de catequizarse uno al otro.
Don José está absolutamente convencido de que de unos años a esta parte la mayoría en  España son ateos. Y todo por culpa de ciertas libertades y de la prensa con su propaganda de relajamiento, similar a la del cine y la televisión, que mina nuestras costumbres y conseguirá dar el golpe de gracia a las preciadas tradiciones de la nación.  Y a Martín le sulfura la mentalidad del clérigo. Le resulta increíble que una persona discurra de tal guisa; mucho más tratándose de un ser instruido. Virtualmente más culto que la media nacional. Su mollera jamás discernirá esos planteamientos que h¡justifican el oscurantismo y la incultura como únicos medios para mantener el orden establecido y su legado histórico. A Martín le duele la injusticia y le sangra el alma por el egoísmo y la incomprensión que cuaja en la humanidad. No soporta la irracionalidad de los hombres a la hora de valorar sus propios intereses. Dicen que cada uno es un mundo, mas lo triste es que para muchos ese universo particular es exclusivamente el único a tener en cuenta. 
Lola, que tiene los pies más en la tierra que su marido, participa en la polémica dirimiendo la controversia. ella no comulga con pensamientos precisamente conservadores, sin embargo, adopta posturas menos radicales que Martín y, sin exculpar otras aptitudes, admite que otra clase de gente desee mantener sus posiciones, por decir sus privilegios. Manuela no llega a entender plenamente tales diatribas, pero su sesera columbra que por lo menos en parte la razón le asiste a su hijo. Cosas parecidas solía explicarle Aniceto sin haber estudiado tanto como Martín. a su marido le recomía las entrañas ver el desapego imperante en la sociedad humana, que destruye la esencia misma de la más elemental convivencia que debe existir en el seno de toda comunidad. Aquellas palabras se habían impreso a fuego en el corazón de la Manuela. Y aunque no sabía ni de quién ni de que sitio las había sacado Aniceto, mas las recordaba y le complacía repetírselas a sí misma.  
Breogán quiere al viejo cura que le suple la ausencia de un abuelo e idolatra a sus padres, que en todo deben ser su mejor ejemplo. Con la abuela hace lo que se le antoja y ésta lo mima y le consiente cuanto desea. su caletre aún infantil se siembra de semillas y habrá que esperar a ver que cosecha dentro de un tiempo no demasiado lejano ya. Y por mucho que discutan, los ánimos pronto se enfrían con una salida de tono del chico, que con sus ocurrencia hace estallar la risa de los demás. 
A la media noche Concha y Felipe se han citado con Lola y Martín para matar el tiempo en una tertulia con un acopa por medio. Ellos son los primeros en llegar al pub-cafetería junto al antiguo casino de la villa; y Lola y Martín entran en el local antes de que el muchacho que está de camarero les sirva a los otros dos la consumición. Las dos parejas se saludan y besan y la velada, que transcurre conversando tranquilamente, se prolonga con una última copa en la casa del hijo y la nuera de Manuela, en un salón comedor actual y confortable que se adorna con algunos muebles funcionales y objetos antiguos. Los dos matrimonios charlan con animación de temas sin importancia. Y en un aparte, aprovechando que ellos emprenden el tema fútbolero, Concha alaba las floreadas azaleas de Lola y ésta se interesa por el piso que los otros compraron en Vigo, donde Felipe ejerce su profesión. Los dos hombres, pasan de los deportes a comentar este o aquel modelo de coche salido recientemente al mercado y Martín pregunta a su amigo que tal le va el último de importación que se compró recientemente, para, tras oír a su compañero de infancia, quejarse de los cortos sueldos de paga el gobierno; y terminan lamentándose los cuatro de no poder visitarse más a menudo.

III
Hace algunos años que Doña Inés adoptó la costumbre de desayunar en la cama. Y aunque la edad le ha hecho madrugadora no pide el desayuno hasta pasadas las nueve.
Matilde, la más joven de las criadas, entra en el aposento de la señora portando una gran bandeja con un simple refrigerio.
-Buenos días, señora-
-Buenos días. Qué tiempo tenemos hoy?-
-Amaneció despejado y parece que hará calor, señora-
Los padres de la muchacha tuvieron un buen capital en el pueblo, pero se lo apropió Doña Mercedes, la de “a granxa”, por cuatro gordas, porque no pudieron hacer frente a los plazos de un crédito bancario, Y Matilde, qiue es una chica vistosa, no anda muy en lo suyo esta mañana y la vista se le pierde más allá de las ventanas de la torre. Se la está beneficiando el hijo del Sergio, el dueño del ultramarinos de la aldea, que acaba de licenciarse en el servicio de las armas con un caudal de energía cuya fama se ha corrido por todo el contorno. El Luís, que así se llama el mozo, la tumba en cuanto tiene ocasión y la muchacha este mes se retrasa con lo de la regla. Mismamente el otro día sin ir más lejos, tras una mata las llamas de la hoguera de San Juan se dibujaban retozonas en las prietas nalgas del chico con su rítmico sube y baja. Y la verdad es que Matilde disfruta con el asunto y mentiría si dijese lo contrario.
Doña Inés la observa benévola, asomando en sus ojos una chispa de recuerdo y envidia, pero sus propios problemas le han dado una mala noche y ha decidido respecto al pazo lo que anda a vueltas en su cabeza hace tiempo. La carta de Cosme, que recibió el día de San Juan, le anunciaba que para hoy estaría él en la villa y deseaba mantener una entrevista con ella. En cualquier caso, el tema tendría que estar resuelto para el día de San Pedro. 
Inés ordena que suba María, su vieja criada, y que avisen a su administrador para que esté en el Outeiro a la hora del café.
Algo lejos de allí, el fiel mastín acompaña hasta la cancilla de la huerta a Don José, que con su andar pausado se dirige a la iglesia como todos los días. Con un movimiento de su mano derecha, que es más una mueca que una bendición, saluda a los parroquianos que encuentra en su camino, parándose de vez en cuando con alguno de ellos para reponer el aire e interesarse por sus vidas. y al entrar en la plaza  le saluda una voz bajo los soportales. Es la de “Xoan o das bambas”, un vagabundo  harapiento de nostalgia, sucio de caminos y estrafalario, cargado de fantasía, que receloso de la ambición ajena la camufla en un saco con retales de trapo, trozos  de cuerda y pedazos de papel. su ilusión la comparte con un pequeño compañero, un “can de palleiro” (perro vulgar) que por todo nombre y raza tiene sólo el de perro.
-Bon día teña hoxe o señor crego (bueno s días tengo hay el señor clérigo)-
-Buenos te los de Dios, Xoan.... Qué te trae por aquí?-
-Vosté xa o sabe-
-Infeliz!. Cuándo sentirás que tus pies están en el suelo?-
-Xa os sinto, xa- masculla con sorna el trotamundos viendo las dos parodias de zapatos  que tiene puestas. y del saco coge un cacho de la hoja de un periódico sobre la que en perfecto castellano, digno del más avezado leguleyo, lee el contenido  de un contrato de compraventa imaginado, según el cual él es el dueño del nuevo camión con remolque adquirido por el señor Francisco para su empresa de transportes.
-Bueno, hombre bueno..... Y ahora que vas a hacer?- le pregunta el cura.
-Levalo diante a xusticia pra que me den o que e meu (llevarlo ante la justicia para que me den lo que es mío)-
-Pues que Dios te ayude, hijo- le anima Don José.
-Que El protexa a vostedes no Xan Pedro- contesta Xoan con el rostro sombrío por extraños augurios.
La casa consistorial le recuerda a Don José que terminada la misa debe asistir  a la junta de la comisión de festejos que se celebra en el Ayuntamiento. Y en la casa del cura Manuela canturrea y la ordena concienzudamente, como es su costumbre. Y por la ventana se fija si las flores no están demasiado abiertas para llevárselas a Aniceto al campo santo el día de San Pedro.
Don Cosme, el hijo segundo de Doña Mercedes, ya está en la villa y a su sobrino Feñipe le han puesto al corriente de ello, como también de que llegará su primo Cosmito. Pero lo que hace que “a granxa”ande revuelta es la venida del señorito Antonio, el más pequeño de los tres hijos de Doña Teresa. Se esperaba con él a su prometida, que es hija de un próspero industrial gallego, pero Antonio dijo que ella vendría el día de la fiesta, fecha en que él cumple los treinta. Antonio es abogado como su hermano y trabaja con él en el despacho que montaron en Vigo. Su compromiso con Margarita es más obra de Felipe que de él mismo y al primero le preocupa la presencia del hermano pequeño sin la novia, ya que la boda está señalada para el próximo otoño y el futuro suegro de Antonio es uno de los mejores clientes de la asesoría. En cuanto puede, Felipe intenta averiguar algo más concreto sobre la situación del futuro matrimonio, pero Antonio, que ofrece un aspecto mucho más jovial del que corresponde a su edad, se escabulle con evasivas y le dice que corte el rollo porque Margarita ya aparecerá  el día de San Pedro. Concha, que siente un gran cariño por su cuñado, .e echa un capote rescatándolo de las pesquisas del hermano. Y al rato el joven abogado se divierte con las carantoñas de sus sobrinos. En el seno de la familia siempre se dijo que Felipe es el predilecto de su madre, pero de unos años a esta parte Teresa demuestra una imprecisa protección por el hijo pequeño.        
Por su parte, Martín, ocupado en diagnósticos y prescripción de recetas, aprovecha un alto en el flujo de pacientes para llamar por teléfono a Lola y decirle que no le espere para comer, porque tiene que atender unos avisos. Y era cierto que tuviese que realizar visitas, pero no que todas ellas fuesen de carácter médico. Desde hace dos meses se ve con una muchacha morena de diecinueve años, guapa y espigada, con tetitas duras y la carne firme. La conoció en otra villa, más cercana a la capital, al pararse a comer en el restaurante que tiene el padre de la chica al borde de la carretera. Llamó su atención desde el momento en que reparó en ella mientras le servía. volvió otras veces y entablaron las relaciones. A Martín le atrae el físico de Maica, que así es como la llaman, y con el paso de los días experimentó una creciente necesidad de tomar su pletórica frescura y sentirla en sus manos y su cuerpo. y en cuanto puede, el hijo de la Manuela escamotea unas horas a su vida conyugal y corre junto a Maica para entrelazar sus cuerpos que desbordan lujuriosamente su calentura. El piensa que está enamorado de Maica, pero no se ha planteado prescindir de la convivencia con Lola. Maica significa sobre todo una refrescante corriente de juventud que fascina  a una edad que comienza a ser crítica.
Y en otro mundo, sobre la hierba mullida y junto a la frescura del río, Lola se ríe con el ingenio de Breogán, que aunque resulta precoz en sus dichos es innegable que el rapaz es simpático.
Al mediodía Martín aparca delante del establecimiento de la familia de Maica y entra primero en la cafetería, que la atiende de ordinario Santi, con dieciocho años y flequillo, que es hermano de la chica y juega en el equipo de fútbol de su villa. el muchacho presenta una constitución física bien formada y su voz y sus gestos son viriles, aunque, sin embargo, dejan entrever cierto coqueteo con los forasteros de buen ver que andan de paso. El sabe lo de su hermana y Martín y los encubre.
-Hola, Santi-
-Hola- contesta el chico.
-Está tu hermana?-
-Sí, pero está con mi madre.... Vas a comer o le digo que salga?-
-Voy a comer- responde Martín. 
-Quieres ir al partido el domingo?. pregunta Santi
´Ya te lo diré, responde Martín.
Y Martín utiliza la comida para citarse con Maica dos horas más tarde.  
Doña Inés manda que se sirva el café en el umbrío cenador del jardín, donde el aire se llena con el olácido rumor de las fuentes. El administrador escucha atento las instrucciones que le da la señora; y una vez que le ha reiterado la incondicional puesta a su disposición, se despide de Doña Inés, presto a cumplir con su cometido. Inés reposa con la calma que flota en torno suyo y presiente que su vida se desliza ya únicamente al fin. Y la voz de la fiel María, que le anuncia la presencia de Don Cosme, saca a la señora del sopor en el que  ha quedado traspuesta. El visitante, que viene muy bien vestido con un fino traje de mucho precio, besa con parsimonia la mano de su anfitriona.
Don Cosme deja que sus ojos se recreen en la contemplación del aristocrático entorno, mientras que Inés se apresta a contener su embestida que no se hace esperar. El hijo de Doña Mercedes no se anda por las ramas. Sabe lo que quiere y va directo como iba su madre cuando le interesaba algo. El alto puesto político que  actualmente ocupa en la Administración, unido a la prominente posición de su hijo Cosmito en el partido del gobierno, hacen que la posesión del pazo de Outeiro sea para él un magnífico instrumento en la consecución de sus ambiciones, además de satisfacer su desmedida afición por la alcurnia. Y a pesar de tantos años de aprendida prosapia, Inés no consigue reprimir la expresión de asombro que le produce la oferta de compra que le hace don Cosme. El precio que está dispuesto  a pagar es sin duda alguna muy superior al valor real de toda la finca; y ante ello se ve desarmada y guarda silencio buscando el modo de no comprometer su palabra por el momento.
Don Cosme aprieta las clavijas  y la acucia a que de una respuesta, pero ella urde un pretexto para finalizar la visita sin aceptar la proposición de Don Cosme y sin rechazarla tampoco definitivamente. Ante ello, el escaso sentido del humor y la poca paciencia de Don Cosme le mueven a mandar hacer puñetas a la distinguida señora del Outeiro, pero le ata la lengua la sofisticada educación de caballero de la que hace gala. Y Doña Inés se despide cordialmente con alguna insinuación que alienta las ilusiones de su pretensioso visitante. 
En otro lugar, a la hora fijada por Martín para la cita, Maica se monta en el coche y los dos parten hacia la capital con su pasión. Y en el antiguo café que ha vuelto a ponerse de moda entre los modernos de la capital, está de bote en bote a esas horas de la tarde. en una mesa de un rincón del local, Maica y Martín se miran a los ojos y nada más sueltan sus manso para coger la taza de café. Les trae sin cuidado el trasiego de jóvenes ataviados con los más variopintos atuendos que pululan por aquel sitio. Hablan en voz baja de su intimidad de amantes y de como harán para verse en la verbena del san Pedro. Casi una hora después, martín paga la consumición y se dirigen al apartamento que tiene alquilado cerca de allí.
La vivienda es un estudio de una sola pieza, simplemente decorada en un tono impersonal, con una cocina camuflada y un reducido cuarto de baño. Los dos permanecen de pie en mitad de la habitación estrechamente abrazados en un largo beso, hasta que él comienza a desnudar a la muchacha, permitiendo que la luz tamizada a través de los visillos realce la dorada suavidad de su piel, en la que deleita Martín su mirada. y con su cálidos dedos Maica va dejando al natural el cuerpo estético de un hombre ya hecho.  
Libres de atuendos y complejos, la naturaleza brota con voluptuosa grandeza hasta agotar el placer. Luego, relajados e indiferentes al exterior de su mundo, yacen sudorosos y aún enlazados sobre un lío de sábanas que se arrastran por el suelo. 
Martín enciende un cigarrillo dándole otro a Maica con un beso.
-Martín-
-Dime-
Te quiero-
-Y yo a ti- 
-Lo digo de verdad, Martín..... Te quiero en serio, tío-
-Y yo también lo digo en serio, tía-, asegura sonriente Martín.
-Quiero vivir contigo.... Esto de vernos así me parece absurdo..... Me niego a ser la típica querida-
Martín sólo suelta bocanadas de humo y no acierta a articular ni una palabra.
-No dices nada?- inquiere Maica.
-Así de repente no se qeu decir......... No es tan fácil la cosa-
-Lo sé, pero tienes que darte cuenta de mi situación, mi amor-
-Maica,..... Tú ya sabías que estoy casado....... comprenderás que en esto no puedo precipitarme-
-Sí........ Lo entiendo- dice Maica con tristeza. 
-Vamos, mi amor..... Te necesito- musita Martín en su oído rozándole  con los labios.
-Martín, te quiero , pero hay que encontrar una solución para esto-
-Ya la encontraremos los dos juntos-le dice Martín abrazándola otra vez.
La pareja sale del apartamento y regresan de la capital en un incómodo silencio.
Hay rumor de bosques tras la brisa del atardecer en un soplo refrescando las amplias salas del pazo de Outeiro. Por los ventanales del despacho biblioteca entra el olor de junio y el gorjeo de los pájaros; e Inés, sentada ante la mesa imperio de caoba lee unos papeles amarillentos. la vista se le desplaza de ellos y su mirada se pasea por los lomos de los envejecidos libros que forman en los anaqueles de la estantería. Inconscientemente pasa su mano fina y mustia por la cubierta de piel sobre la que Don Alfonso escribiera tantos y tantos folios con sus trabajos de historia. 
Los años hacían que Inés apreciase cada vez más la personalidad del que fuera su marido. el le enseñó a respirar y moverse con ese desdén tan natural que la envuelve en su porte aristocrático, pero sin embargo, nunca consiguió que ella se interesase por la historia, que fue su pasión, su entretenimiento y su trabajo. Don Alfonso estaba empeñado en darle a la historia de España una visión objetiva, libre de los tintes y retoques políticos a los que fuimos y somos tan aficionados en este país, según el son que toque el régimen de turno. Quería mostrar a nuestros reyes y personajes históricos como hombres y mujeres capaces de virtudes y defectos, que de todo hubo y hay, intentando ver los hechos en su momento concreto, valorando el cúmulo de circunstancias que los rodearon. Censurar en tiempo pasado es fácil, el problema está en decidir lo justo en cada instante de la vida y de la historia, decía Don Alfonso.
Inés nunca pudo explicarse el por qué de la especial predilección de su marido por la reina Isabel II, pero la verdad es que le profesaba a esa mujer una gran simpatía. A veces le oía comentar que Doña Isabel le gustaba como persona por su enorme calor humano. Según él,  esa reina fuera mujer ante todo y puso el amor sobre todo, tanto en su vida como en el trono. También es cierto que Don Alfonso procedía de una familia de monárquicos isabelinos de corte liberal, que habían tenido sus más y sus menos frente a los carlistas. Cómo hubiera disfrutado hoy Don Alfonso viendo en el trono de España a un descendiente de su rey, que aunque no pudo ser rey el hijo lo es el nieto. Tanto deseó la  restauración que hubiera merecido vivir el momento antes de morir. Como político mantenía unos principios fijos e inmutables, plenamente convencido de sus ideas y adoptando una actitud ajena a los repentinos cambios de bando tan usuales en España.
Doña Inés fija otra vez sus ojos en los papeles que recogen de su puño y letra el último testamento de Don Alfonso, solamente conocido por ella. Terminado su examen deja que se doblen por sus gastados pliegues, metiéndolos en un sobre en el qeu  aún quedan restos del sello de lacre con las iniciales de su marido. Con lentitud se dirige hacia la librería y de uno de los estantes retira un conjunto de libros simulados que ocultan tras ellos una pequeña caja de caudales. La abre y deposita en ella el legado ológrafo de su difunto esposo.
Los trinos de los gorriones le animan a que se asome al jardín plantado de buganvilias, que ya empieza a dorarse a estas horas de la tarde. Y a estas horas, cuando hace bueno, Don José aprovecha la fresca para dar un paseo por la plaza acompañado por Manuela. Caminan despacio y platican aquí y allá con cuanto convecino se encuentran. En el café de toda la vida se sientan a reposar sus años y toman un refresco. Hoy van con Lola y Breogán, que al volver del río han ido a verlos y quedaron con Martín para que los recogiese en el pueblo. El niño recorre cuatro veces el mismo camino en su ir y venir delante y detrás. Luego quiere un helado de vainilla y chocolate.
Manuela se lleva  a las mil maravillas con Lola y comentan los preparativos de las fiestas, así como las novedades que con ellas suelen acontecer en la aldea. Lógico es que salgan a relucir Don Cosme y sus pretensiones de hacerse dueño del pazo de Outeiro; y como tienen tiempo le dan un repaso también a las historias familiares de “a granxa”.
El alcalde y su señora saludan con ostentación a Don José y compañía, haciendo hincapié en lo bien que lucirá el ornato festero de la plaza.
Los atardeceres del verano son muy apacibles en el pueblo cuando ya ha bajado el calor de la siesta. Y Martín llega apurado y besa a los cuatro. Se queja del trabajo, pregunta que tal les fue el día y pide una cerveza muy fría que le refresque el cuerpo. Lola le mira a los ojos y él los dirige a la plaza diciendo que ya están en el San Pedro.
Por uno de los accesos a la plaza viene Felipe con su mujer y Antonio; y saludan desde lejos con el brazo y se acercan juntos a ellos. Tras los besos y apretones de mano de rigor, todos se sientan  en la misma mesa, entablando una animada tertulia. en un principio todos hablan de todo, pero luego cada cual saca a colación aquello que más le interesa; y por rachas intervienen nuevamente los unos en lo de los otros si el tema es de interés general. Se hace un breve silencio cuando en la plaza aparece Don Cosme con una mujer joven que viste con ropa cara. Acostumbrado a otros tiempos en que para ciertas cosas, los hombres tenidos por muy respetables socialmente, ni tan siquiera debían guardar las apariencias, pues ellos podían permitirse tener queridas y sus santas esposas aguantarse y consolarse como mejor pudieran sin dar pábulo a las lenguas que pusiesen en entredicho su reputación de mujeres honorables, él, el digno Don Cosme, la presenta por su nombre sin necesidad de añadir “mi secretaria”. El alcalde le insiste a Don Cosme para que comparta su mesa y la alcaldesa remira de pies a cabeza a la compañía del susodicho, cuya entrada en escena ocasiona que miradas y lenguas salten de esa mesa a la otra ocupada por sus sobrinos y la familia del cura.
Felipe y Antonio ignoran la presencia de su tío, como éste quiere hacer ver que también la de ellos, pero es inevitable que la visita de Don Cosme al Outeiro se saque a colación en la conversación de los primeros.. Ultimamente uno de los temas favoritos en los cotilleos de la aldea es el futuro del pazo del Outeiro; y todo bicho viviente viviente está informado de las idas y venidas de Don Cosme a la torre. La cuestión se hace más interesante si se tiene en cuenta que se daba por hecho que Doña Inés nombraría a Martín su único heredero. Y ahora las conjeturas son múltiples. Se sabe también que la anciana dama hizo llamar a su administrador ordenándole ciertas gestiones, lo que para unos es señal de que su decisión es vender la finca y dejarle le dinero a una institución benéfica. Otros aseguran que todo irá a parar a las monjas de Santa Clara.
Felipe le pregunta a Martín su opinión sobre todo aquello y la realidad es que Martín nunca se había planteado en serio el dilema de ser o no dueño del pazo de Outeiro. Para  él la muerte de Doña Inés es una de esas cuestiones que no suelen tenerse previstas en nuestro calendario. Y por eso la pregunta de Felipe le deja perplejo. Manuela, adelantándose a su hijo, asegura conocer bien a Inés y que jamás venderá el pazo. Y que incluso tiene hecho un testamento a favor de Martín. Don José solamente insinúa que Inés es muy buena y a Martín lo quiere como a un hijo. Y Lola está de acuerdo con el cura, ya que siempre es muy cariñosa con ellos y especialmente con Breogán, que consigue de Inés lo que le da la gana. 
Por primera vez Martín es consciente de que durante toda la vida viene albergando en su interior la certeza de que un día la blasonada mansión de su pueblo sería suya. Y por primera vez también se cierne sobre él la sombra de que tal cosa sucediera.
Sin duda “a granxa” significa todavía el poder del dinero y su representación con sus dueños. Pero el pazo es la historia misma del pueblo y atesora su tradición y su grandeza. Y al poseerlo por herencia, él se convertiría en el representante genuino de todo ese patrimonio. Y ahora la idea de perderlo le desazona el ánimo y una inquietud desconocida hasta ese momento le sacude el cuerpo. Aún siendo prematuros e incluso infundados sus temores, como haría él para poder mantener el pazo?. No era rico y la merma de las rentas de Doña Inés tampoco era un secreto. Ciertamente la Seguridad Social no da para tener y mantener pazos, por eso, aún heredándolo, no podría poseerlo por mucho tiempo.
Sus interlocutores aprecian en su cara  un rictus de tristeza que trasluce sus pensamientos. Y apostando por un deseado futuro, Felipe se ofrece a comprar el pazo, quizás con la mejor intención de ayudarle a resolver la cuestión, o posiblemente por el simple hecho  de ser el dueño de la mansión y evitar que caiga en las garras de su tío Cosme, que siempre le recuerda a un milano.
A Martín la solución no lo alivia, pero agradece la oferta con el alma mordida por la rabia. el pazo de Outeiro consigue desplazar a Maica de la mente de Martín. Y Lola abre otro frente desviando la charla hacia Antonio y la ausencia de su novia Margarita. concha sale al quite y se adelanta a su cuñado diciendo que vendrá el día de San Pedro; pero ello no impide que se desate Felipe y le rompa los oídos a su hermano con las monsergas de costumbre. De la novia derrota hacia la falta de respeto que Antonio muestra por las instituciones y el orden establecido en la sociedad, acusándolo de ácrata.
Todos opinan menos Antonio, que tal asunto le trae sin cuidado. Pero, sin embargo, quiere dejar claro que el único interés de la vida es precisamente vivirla. Y para ello, el ser inteligente ha de hacer en todos los campos y aspectos de la misma aquello que de verdad siente y motiva su existencia, sin preocuparse de si ello está bien visto por los demás. Lo contrario es fingirse a si mismo que vive lo que no es vida, sino una mera mecánica social más apropiada para estúpidos autómatas. Y Felipe corta su utópica desfachatez echándole en cara que su suerte es haber nacido rico para hacer hasta cierto punto lo que le plazca.
Y en esas, Don Cosme y su amiga se levantan y en la otra mesa se callan por unos instantes. con la ausencia del tío la tensión entre los sobrinos decrece y dejan de hablar de asuntos tan serios. Y como para relajar más los ánimos, Manuela convida a todos a cenar en su casa; pero los de “a granxa” se excusan agradeciéndole el gesto.
Ya en la casa del cura los hombres ven la televisión y el can hace que duerme soñando con que le den su comida diaria. Mientras, atareadas con la cena, las dos mujeres rajan a sus anchas en la cocina dándole vueltas al asunto de dichoso pazo.
-El pazo será de Martín, ya lo verás, Lola- dice Manuela con satisfacción.
-Puede que Inés necesite dinero y tenga que venderlo.... O simplemente que haya decidido otra cosa- contesta Lola pensando en alto.
-No hija no....Ni Inés vende la casa, ni está tan necesitada como dicen.... Eso sólo son habladurías. Hazme caso, el Outeiro será de tu marido-
-Me parece que Martín no lo tiene tan seguro, Manuela..... Además me parece que se vería obligado a venderlo y eso le resulta duro- 
-Ellos enseguida se arrugan...... Hombres al fin de cuentas!.......Si nosotras no estuviésemos a su lado no serían nada, Loliña..... las mujeres somos las que siempre tenemos que echarnos paa adelante.... No los conoceré yo!..... Si tuviesen que parir no habría mundo!...... Vamos a ver..... Si lo mantiene Inés, por qué no lo vamos a sostener nosotras?.... En esta vida todo es proponérselo y tirando para adelante se puede conseguir lo que a uno le de la gana-
-Podríamos trabajar la finca, aunque no fuese más que para cubrir gastos. Eso no sería tan difícil.... No crees?- dice Lola.
.La cuestión es querer hacerlo.... Y si hay que invertir dinero se vende la casa de la villa y está si hace falta. Que para el tío y para mí es demasiado grande-
_sería una pena deshacerse de una casa tan antigua, mujer!...... Además es la de tus padres.... Lo mejor sería cerrarla y que viviésemos todos en el pazo. el tío cada día necesita más cuidados y tú tienes que estar cansada de tanto trabajo. Imagínate lo bonito que quedaría aquello con unos cuantos arreglos.... En el antiguo invernadero se podría hacer un jardín interior. Porque la verdad es que es una pena que Inés lo tenga tan abandonado..... Ves, otra cosa que podemos hacer es cultivar plantas y flores-
-Cualquier cosa, Lola!..... El caso es no tener miedo y enfrentarse con la vida, que o la vencemos o nos come ella a nosotros....Qué suerte tenéis ahora las mujeres!. en mis tiempos nos enseñaban a cocinar, a coser, a leer malamente y las cuatro reglas...... Por lo menos así era en el pueblo..... Luego te quedabas viuda como me ocurrió a mí y te las arreglabas como Dios quería..... Ay hija!. Nos trataban como tontiñas y lo peor es que éramos tontas de remate...... Hoy día sois más listas y no tenéis que aguantar a un hombre para poder vivir. Si yo volviese a nacer les iba a dar puñetas a todos esos zascandiles... Pero tú no te preocupes. Cuando el pazo sea nuestro ya verán cpmo entre las dos lo sacamos a flote..... Los ponemos en el mundo y tenemos que estar pendientes de ellos toda la vida como si nunca dejasen de ser niños de teta.... Y menos mal que son el sexo fuerte!..... Qué si llegan a ser el débil.............-
El olor de las viandas llega hasta Atón que iza su cabezota del suelo sabedor de que la hora de su condumio ha llegado.
-Dijiste en serio lo de comprar el pazo o solamente fue por decir algo?- le pregunta Antonio a su hermano.         
Felipe mastica despacio el bocado que ha introducido en la boca, se toca los labios con la servilleta y pronuncia un rotundo -Sí-
-Sí, qué?- insiste Antonio.
-Que se lo compro a Martín antes que lo haga el tío Cosme o su querido hijo-
-Ya..... A ti también te da ahora por la nobleza.... has pensado cuanto puede valer eso y lo que te costará sostenerlo para que no se caiga a pedazos estando cerrado?.... O es que piensas convertirte en señor feudal y vivir en la torre?-
-No digas tonterías... Martín tiene que desprenderse por fuerza de esa finca y no estoy dispuesto a que sea del tío Cosme-
-Imagino que querrá un buen precio... O crees que por ser.... amigos te lo dejará en cuatro perras?.... No opinas igual que yo, Concha?- dice Antonio dirigiéndose a su cuñada.
-Creo que Felipe debería pensarlo más despacio . de todas formas él sabrá lo que hace -contesta Concha.
-Y qué falta os hace semejante caserón!. Qué más os da que sea o no de Cosme?. les dice a todos Doña Teresa.
-Mamá, por mi se puede quedar con lo que le dé la gana a tu hermano. A quien le preocupa es a tu hijo mayor- añade Antonio.
-Después de todo puede ser una buena compra- se defiende Felipe.
-Seguramente todo un negocio. Y no sería mejor que lo comprase yo para darle lustre a mi futuro y rico suegro?- dice irónico Antonio. -El papá de Margarita si que podría mantenerlo como en sus mejores tiempos de la más aristocrática grandeza feudal. Seguro que si se lo ofreces lo compra. Y así ni sería del tío Cosme ni tú te gastarías un buen pico de dinero. opino que esa es la mejor solución-
-Por qué tienes que tomártelo todo con tanta frivolidad?- dice exasperado Felipe.
-Porque prefiero tomarlo a broma antes que llorar de pena- dice tajante Antonio.
-Ya está bien hijos!. Dejamos el tema- interviene Doña Teresa zanjando la cuestión. -Llamó vuestra hermana para decir que llegará mañana en el exprés-
-Viene sola?- pregunta Felipe.
-No lo sé- contesta la madre.
Terminada la cena en “a granxa”, Antonio decide tomar una copa en la capital. conduce su coche con rapidez, escuchando la música de moda, y a mitad de camino, entre las dos villas que preceden a la ciudad, mira el reloj luminoso del auto. Piensa que aún es temprano y le apetece pararse un rato a tomar un café en cualquier bar de la carretera.
Casi al salir de la villa vislumbra el letrero de una cafetería e indica con el intermitente su intención de detenerse en ella.
al entrar en el establecimiento comprueba que está vacío de clientes y, desde la barra,  solamente un muchacho le da las buenas noches advirtiéndole que ya va a cerrar. Y Antonio le pregunta donde podría tomar un café y el chico, con un movimiento de cabeza que le retira el pelo que le cae delante de los ojos, dice que a esas horas está todo cerrado. pero que él mismo puede servirle otra cosa menos café, porque la cafetera ya la tiene apagada. 
La mirada de Antonio se encuentra con los ojos verdes  de Santi, que con una extraña mezcla de persuasión y timidez le invitan a que acepte.
-Ponme una tónica con ginebra- pide Antonio. -Y sírvete tú también. Yo invito. No me gusta beber solo-
-Bueno. Pero yo prefiero un cubata- dice Santi.
-Lo que tú quieras...... Cómo te llamas?-
-Santi-
-Yo, Antonio-
-Va de paso hacia la capital?-
.Sólo voy a tomar una copa y a pasar un rato-
-Es de por aquí?-
-Sí, pero vivo en Vigo desde hace tiempo-
-Ah!-
-Y no me trates de usted-
-En Vigo se pasa bien, verdad?-
-Como en todas partes..... Eso depende de cada uno-
-Bueno, pero por lo menos es como en los sitios pequeños, que son un aburrimiento. Ya ves a esta hora no hay un lugar donde meterse-
-Estando tan cerca de la ciudad te vas allí y en paz- dice Antonio.
-Ya. Pero para eso hay que tener coche o una noto y yo no tengo-
-También es verdad..... Quieres venirte conmigo a tomar copas?-
-Bueno... Pero tengo que cambiarme y cerrar esto-
-Así vas bien..... Anda, cierra el negocio y vámonos-
-Un momento que le digo a mis padres  que voy a salir- 
Y a penas transcurridos unos minutos, el muchacho ya está ante la portezuela del coche más contento que unas pascuas.
en la capital tampoco están los locales muy animados; y después de visitar dos o tres pub, Santi y Antonio entran en la discoteca con más ambiente en la ciudad. No es que sean muchos los trasnochadores, pero si los suficientes para justificar la reputación del local. Acomodados en unos sillones piden la copa y Antonio comienza el ojeo para dar caza a una hembra. Los dos resultan atractivos físicamente y pronto recaen sobre ellos las miradas de algunas chicas que están en la sala. El coqueteo de Antonio se entabla con una muchacha rubia de unos veinte a veinticinco años, que aparenta un buen cuerpo deliciosamente prometedor. Durante breves momentos van trenzando el lazo sus ojos y Antonio lanza el ataque ofreciéndole una copa. Santi imita a su compañero con otra muchacha y los cuatro bailan, hablan y se divierten. Antonio se trabaja bien a su chica, hasta que ésta le propone que la acompañe a su casa. El, haciéndose de rogar un poco, le dice que por él encantado, pero el problema es que tiene que llevar de vuelta a casa al muchacho que lo acompaña. Y muy resuelta, la chica rubia añade que la solución está en que los acompañe él también.
Santi se encuentra en una situación embarazosa y está visiblemente nervioso ante la pareja que se besa a su lado. Antonio susurra algo al oído de la muchacha rubia y los dos rodean el cuello de Santi con sus brazos trayéndolo hacia ellos. 
El chico siente las caricias en su nuca y unos labios femeninos que humedecen su mejilla enrojecida de calor. sin notar apenas el tacto, toca las cinturas de los dos cuerpos y se estremece al sentir la mano del hombre que le recorre la espalda. La boca de la mujer busca sus labios que están secos y su tensión se afloja al percibir en su cuello el beso de Antonio. Las manos de Santi aprietan contra si los cuerpos de su doble pareja, a la par que aumenta la intensidad de los besos y las caricias.
Ella se vuelca preferentemente en Antonio. Este los ama por igual a los dos, y Santi quiere más al hombre que a la mujer. 
Ante la puerta del establecimiento de  la familia de Santi, Antonio y el chico se despiden hasta el día siguiente, aunque ya están en su mañana. 

IV
La víspera de San Pedro es el día en que antes amanece Don José para decir la santa misa y adornar la iglesia en honor de los santos patronos. La misa del día veintiocho la dice también por el eterno descanso de su difunto cuñado Aniceto, que aunque había muerto en el día de los dos santos, la solemnidad de la fiesta no deja lugar a la evocación pública de los muertos.
Desde hace veinte años Manuela va con su hermano a la parroquia el día anterior al de los dos apóstoles y oye una  misa en memoria de su marido “o galgo”, que Dios tenga en su gloria.
A pesar de la hora acuden bastantes fieles a la iglesia y, al mover la cabeza, Manuela ve en un banco a Doña Inés y en otro cerca de ella a Doña Teresa.
Don José finaliza el santo sacrificio bendiciendo a los feligreses y con los ojos puestos en las tres mujeres. Manuela reza arrodillada en su reclinatorio, percibiendo por el rabillo del ojo la figura de Inés qu ese acerca para besarla. Teresa las observa desde el lugar donde permanece aún de rodillas. Y las dos primas hablan, posiblemente se saludan, o con seguridad comentan la presencia de Doña Teresa la de “a granxa”. Ella, estratégicamente situada, espera a que al pasar las otras dos le inviten a que las acompañe. y las comadres que hacen corros en la plaza ven como las tres mujeres cogidas del brazo descienden la escalinata.
-Bos días teñan as señoras-
-Buenos días, Xoan- contesta Inés. -Madrugas mucho este año para el San Pedro-
-Mais o fain vostedes pra rezarlle a os mortos- dice “o das bambas. -O feitizo xurde de dez en dez anos, e iste fai dous lustros dende que foi o de a nai da señora- añade el pordiosero refiriéndose a Doña Teresa.
Un respingo cruza a la aludida trayendo a su memoria aquel otro día, hace diez años, en que todos iban a la fiesta de San Pedro y San Pablo. Ella lo hizo con su marido, Don Antonio, y los hijos fueron cada uno por su cuenta. 
Doña Mercedes, la señora “da granxa”, quiso ser fiel a su tradición y mandó enjaezar el calesín y enganchar el caballo. Y el alazán y su dueña trotaban engallados por la vereda camino de la fiesta. 
De año en año se repetían la misa y los festejos con sus bailes y competencias. Y las gentes del pueblo, como cada año, se entripaban de vino y comida; y la música y el bullicio aturdían los oídos. Al atardecer, ya cansada, Doña Mercedes decidió retirarse y llamó al mozo que le servía de cochero para que la condujese a la casona. Y la señora montó en el vehículo y se arrellanó en una de sus plazas. el mozo restalló el látigo y arreó al animal que inició el paso.
Todos la vieron alejarse, como acostumbraba a hacer desde hacía muchos años, sobre su trono rodante, gorda y pequeña, forzándose para exhibirse enhiesta ante toda la aldea.
Doña Mercedes se regodeaba con el paseo ostentando su riqueza, que sin duda era la mayor de todo el pueblo. Con el traqueteo del coche su mente recordaba una tarde de su mocedad, en que yendo con su madre en una calesa, se cruzaron con dos arrieros que trajinaban por el camino con su reata de mulas, portando cuévanos cargados de uva. doña Mercedes, entonces Merceditas, volvió su mirada con la del más mozo, cuyos ojos profundos y negros la persiguieron de por vida. La ruborizó  el gesto altanero del gañán al dirigirse a ella y le fastidió que su madre le regañase por hablarle. su madre censuró el desdoro que implicaba su actitud, intercambiando unas palabras con un mancebo que no sabía estar en su sitio; y quizás ya en su madurez Doña Mercedes pensase que su madre tenía razón.
El carricoche llegaba ya al puente nuevo y doña Mercedes ordenó al cochero que tirase por la carretera vieja y cruzase la antigua puente de los romanos. 
El caballo alazán zarandeó el calesín con sus dos pasajeros al cambiar de rumbo y entrar en el hermoso puente antiguo. sus cascos pisaron las viejas piedras y de una de ellas surgió un avispón que aguijoneó al caballo espantándolo. El bruto se encabritó y reculando sacudió el coche contra el petril del puente, no pudiendo dominarlo el mozo que lo guiaba y sudaba por la tensión y el esfuerzo. Pálida y agarrotada, la señora de “a granxa” no acertaba articular palabra y oía incrédula a un can de palleiro que por allí acertó a pasar liándose a ladridos  con el asustado alazán, que relinchaba dando coces al aire. Doña Mercedes, sin agilidad y con pocos reflejos, no pudo sujetarse en su asiento y se precipitó en el río. Y durante unos segundos se la vio emerger de la corriente para tragársela las aguas en las que pereció ahogada. Los escasos testigos de la tragedia afirmaron que en los ojos del chucho estaba la mirada del Aniceto cobrándose su venganza.
Teresa aún recuerda la frialdad conque recibió la terrible noticia, la misma conque hoy siente la pérdida de su madre.
Xoan, “o das bambas”, se aleja con sus ilusiones al hombro y un halo de presagio sobre su cogote rapado. Y las tres mujeres se despiden e Inés le dice a su prima Manuela que este año desea que la comida se San Pedro se celebre en el pazo.
Al pasar por la villa un perro obliga  a frenar violentamente al confortable automóvil  de importación europea que conduce Felipe- Va un poco apurado de tiempo ya que el exprés tiene su llegada a la capital dentro de una ahora. sin darse cuenta se pregunta en voz alta si su hermana vendrá sola, o si será capaz de presentarse en el pueblo con alguno de sus habituales acompañantes. el de turno lo había visto hacía escasamente un mes la última vez que estuvo en Madrid en casa de su hermana Teresita. bueno, Teresita le llamaban cuando era monilla y anodina y la querían casar con Martín. Pero desde que se casó con el señor conde, que todavía sigue siendo su marido, todo el mundo le llama Maite.
Maite, de monilla y sosa, pasó a ser hermosa, interesante y elegantemente sofisticada. Por toda ocupación se ha impuesto lo de gozar de la vida y del muchísimo dinero de su marido, matando el tiempo de la mejor manera posible. Al conde sólo le dio dos hijos y éstos se educan en Inglaterra, en uno de esos  colegios para niños de familias nobles y con mucha fortuna. Maite es una mujer independiente y decidida a no sufrir la menor represión que pueda ocasionarle algún trauma sicológico de consecuencias irreparables para el resto de su vida. Ella no se molesta en propugnar la igualdad absoluta entre los dos sexos, sino que simplemente la practica a todos los niveles y se deja de monsergas y otras tonterías. El conde, su marido, pasa de todo mientras ella guarde la compostura social y no sea motivo de escándalo entre su círculo de amistades y estrato social. Por su parte, él también hace lo que puede y le parece, ya que el caso es ir tirando sin llegar a plantearse un divorcio, porque eso desluciría sin duda el brillo de su casa condal. Y a la señora condesa le aburre mortalmente el señor conde y sobre todo no lo soporta para ciertas intimidades normales en cualquier matrimonio. Para tales cuestiones y según las circunstancias en cada caso, Maite prefiere carne más fresca y de mejores jugos; aunque naturalmente la salga más cara. Pero poco le importa, pues de cualquier forma todos sus lujos los paga el marido con una generosidad ejemplar. A Maite para comer siempre le gustó la carne tirando a hecha, pero en la cama la quiere algo lechal. El punto justo  se lo encuentra entre los veinte y los veinticinco. al de turno lo recuerda Felipe como un mocetón de veintitrés años, tostado por el sol, guapo, bien hecho y estupendamente atildado, que sonríe por todo, quizás para hacerse el simpático, o a lo mejor porque eso está incluido también en sus servicios. Sin embargo, Felipe debe admitir que le cayó mejor que su antecesor en el empleo.
El tren se detiene ante él y de uno de los coches cama de los grandes expresos europeos se apea su hermana.
Felipe mantiene la mirada en suspenso hasta comprobar que afortunadamente a la señora condesa se le ocurrió venir guapísima y sola. 
-Qué tal el viaje?- pregunta Felipe.
-Un poco cansada de tanto tren. Esta tierra sigue estando demasiado lejos de casi todo- responde Maite.
-Y los niños?-
-Se fueron a la finca con Rodolfo.... Y los tuyos?- pregunta Maite a su hermano. -Qué tal está mamá?-
-Todos bien y mamá sigue igual.... No te parece que traes mucho equipaje?-
´Hijo!--- Lo normal en estos casos!-
-Si tú lo dices!-
La aldea se apresura en ultimar sus adornos de verbena para la fiesta que ya comienza esta tarde. Guirnaldas con banderitas de papel cruzan el aire de la plaza, que cubre sus balcones con otras mucha más grandes y de tela. Los mástiles del Ayuntamiento están orgullosos con la enseña nacional, la de Galicia y la del pueblo. Barracas, tiovivos, tómbolas, casetas de tiro; todo está listo para cuando empiece la fiesta. Dicen que este año lo mejor serán los fuegos de artificio, que costaron un dineral. sin embargo, el concejal que preside la comisión de festejos, de lo que está más complacido es de los conjuntos de música moderna que contrataron para actuar las dos noches y animar el baile.
Las idas y venidas de los vecinos muestran sin más comentarios lo apurados que andan preparando los festejos.
El Luis, el hijo del tendero, va con una carretilla repartiendo encargos por toda la aldea y devolviendo la codiciosa mirada de alguna que otra moza y no tan moza, sino mujer ya bien hecha, aunque no siempre bien llena y calmada en sus secretos fuegos. en la rua que pasa por la casa del cura se encuentra con Matilde, que viene del Outeiro para realizar las compras, y a la chica se le alegra la cara sólo con ver a su Luis, que como de costumbre aprovecha para meterle mano y darle un beso. el muchacho no puede remediarlo. Sería pedir lo imposible que estando con Matilde tuviese las manos quietas. Ella le deja caer algo sobre lo del retraso y la posibilidad de que pueda estar embarazada, pero el Luis, que es un poco bruto para ciertas cosas, dice satisfecho que no se apure, que si no lo está ya la estará en cualquier momento. todo es cuestión de pillarla a tono y con la madre baja. Matilde aparenta qu ese molesta  por las burradas de su novio, pero en el fondo está la mar de ufana de tener aquel filón que no sería más precioso si fuese de oro.
Quien no anda muy contento  esta mañana es Breogán, que quiere ir al río y su madre no le deja que vaya solo. el niño protesta y considera que la actitud de Lola atenta contra la autonomía normal de una persona de once años. Y además qué pinta él toda la mañana viendo como su madre y Rosa, una mujer madura que se encarga a diario de las tareas domésticas, limpian la casa y disponen las cosas para que la comida esté lista a la hora en que quedaron de venir Concha y Felipe con sus tres hijos. 
En la víspera de San Pedro todos en la comarca tiene algo que hacer y se aprestan para la larga noche de la fiesta. Y el río, que no quiere ser menos, va por aldeas y villas jugando a sortear piedras repulidas, murmurando son cesar en los rápidos o reposando su andariega vida en un insaciable afán de admirar la belleza de sus orillas vestidas del verdor de pequeños prados y sombreadas de carballos. 
Bajo la vieja puente parte sus aguas para pasar entre sus pilastras, fuertes y venerables. De camino entre las dos villas se estrecha en su cauce por no destruir un laborioso molino, que le agradece su consideración espumándole las aguas en una pequeña cascada, y desparramándolas luego en un remanso donde grandes árboles dejan caer sus hojas que flotan como diminutos barcos recién botados para surcar esas aguas siguiendo inciertos derroteros. Matorrales y maíces se adueñan de sus contornos, pero dejan sitio para que algunos claros de hierba lleguen hasta la orilla del río. 
En el remanso, a estas horas de la mañana, el calor del día suspende su ascenso para no herir su húmeda calma. Y sobre su superficie inundada de sol patinan innumerables mosquitos, sin rozar casi su líquida e inconsistente piel, que se hace círculos tras el chapoteo de una piedra lanzada a su centro. A Santi le gusta oír el ruido que producen las piedras al caer sobre el agua. Está sentado al borde del río totalmente desnudo y a unos pasos su hermana muestra al sol su preciosa feminidad.
El chico moja las manos y la cabeza, se yergue y flexionando ligeramente sus piernas se tira al agua, de la que emerge bañado de luz. Vocifera y con un gesto se sacude el agua formando un chispeante abanico al desprendérsele del pelo. De un manotazo peina el río salpicando a Maica, que le lanza un improperio. Unas ramillas que crujen bajo los pies de martín ponen fin a la escena.
-Buenos días-
-Hombre!.... A qué se debe el detalle?- dice Maica solapando su contento con un estudiado desinterés. -No tienes trabajo hoy?-
-Sí, pero hice un hueco para darme un baño contigo..... Es que no te agrada?-
-Puedo bañarme yo sola-
-No intentes ser agria que no es lo tuyo..... Nos vemos luego?- pregunta Martín.
-No creo que tenga tiempo-
-Y qué es lo que tienes que hacer?-
-Pues muchas cosas..... Yo también quiero ir a la fiesta esta noche-
-Estás enfadada por algo?-
-Oh, no!...... Es que tendría que estarlo?-
-Por favor, Maica. Qué desde ayer lo llevo fatal!-
-Perdón.... Olvidé mi condición como mujer..... Me vuelvo a poner el aro en la nariz o puedo seguir tomando el sol sin anillarme como una puta vaca?-
-Y dicen que sois melosas las hembras de esta tierra!..... Cardos borriqueros diría yo!-
-Por eso le gustamos a tanto borrico-
-Martín, no te bañas?- grita Santi desde el remanso.
-Qué tal está el agua?- le pregunta Martín.
-Un poco fría aún, pero se agradece.... Me da la impresión de que hoy va a hacer mucho calor-
-Sí.... Ya está apretando el sol.... Por ahí arriba ya no se para si no es a la sombra- contesta Martín.
-Y otras aprietan por aquí abajo- añade Maica entre dientes.
Ya totalmente desnudo, martín levanta del suelo a Maica y los dos corren hacia el agua, donde Santi chapotea como un crío.
Los tres ríen y nadan sin percatarse que desde unos arbustos presencia sus bromas Antonio. Su voz deja atónito a martín e inmediatamente Santi sale con rapidez a reunirse con el recién llegado, que también se está desnudando.
Martín le saluda nervioso sin saber como justificar su amistad con los dos hermanos; pero Antonio la da a entender que su vida no le importa y están de más las explicaciones.
Uno a uno van dejando el agua del río para tenderse al sol sobre la verde caricia de una pequeña pradera. 
Antonio enreda en el humo de un cigarrillo la fascinación que le causa la hermosura de la muchacha, procurando que la comunicación se mantenga entre los cuatro, en contra del intento de Martín que quiere tener mayor intimidad con Maica.
En este paraje del río las truchas pasan despreocupadas de pescadores y tampoco se ven demasiadas sanguijuelas, más abundantes bajo la antigua puente. Los ojos de Santi no ocultan su creciente atracción por Antonio y desean con codicia que toda su atención sea para ellos; por lo que perspicazmente intuye Martín que fomentando esa inclinación del chaval hacia el otro joven, por la cuenta que le tiene, puede lograr que Antonio sea un buen aliado para él y no estropee sus planes con Maica. Sin embargo, Martín no parece darse cuenta de las intenciones reales de Antonio, que no pasan por seducir al hermano, sino a la hermana. Y Maica comprende a su hermano Santi, pero tampoco puede evitar que su mirada se pierda a veces encontrándose con la de Antonio. Los cuatro son como el río, apacible en la superficie, mientras en su seno bulle la intrincada vida de la naturaleza en estado puro.
El tiempo va con prisa apremiando a Martín, que le cuesta dejar a sus tres amigos en el río respirando la fragancia de la tierra mojada.
Martín se aleja Y Antonio les sonríe feliz a los dos hermanos, que ofrecen al aire sus espléndidos dorsos desnudos.
Al apartarse de la margen del río el aire es espeso y quema la piel. El sol abrasa la carretera por la que Martín regresa a su casa y a su familia.
Es la hora de la comida y el automóvil de Felipe se estaciona ante la cancilla que cierra el jardincillo de la casa de Martín; y con cortos bocinazos atrae la atención de Breogán que lee un tebeo sentado en los peldaños del porche.
-Papá!... El tío Felipe!- grita el niño.
-Qué!.... No me das un beso?- chilla Felipe al franquear la verja.
Breogán en cuatro brincos alcanza a Felipe y le pone el moflete para que lo bese. Con idéntica prisa se acerca hasta concha, a la que da un beso, y se reúne con los tres hijos del matrimonio. 
-Qué pasa, chaval!- vocea Martín palmeando la espalda de su amigo. -Hola, preciosa- le dice a Concha abrazándola. -Un beso cada uno- le pide a los niños.
-Y Lola?- pregunta Concha.
-Ahí la tienes- añade Martín señalando hacia el umbral de la entrada.
Lola saluda con un gesto y se dirige hacia Concha.
-Qué tal estás?.... Te queda bien el pelo suelto-
-Y a los demás qué?- protesta Felipe con una pizca de guasa.
-Bea, Carlos, Juan..... No saludáis a la tía Lola?- requiere Concha a sus hijos.
-Hala!........ Entreteneros un rato con Breogán antes de comer- ordena Lola a los críos. -Y vosotros pasad y tomaremos un aperitivo-
-Felipe, tengo un albariño que es la leche!- dice Martín.
-Hay que catarlo, compañero!- contesta Felipe con entusiasmo.
Y los cuatro adultos entran en la casa dejando a los pequeños en el jardín, que sin prestar atención hablan de sus cosas.
-Jo!.... qué chulo!.... Me lo dejas?- le pide Carlos a Breogán cogiendo el tebeo.
-Pero no me lo rompa, tío!-
-Luego lo puedo leer yo?- solicita Bea, que es la menor de la cuadrilla.
-Tú eres muy pequeña- asevera Juan con sólo un año más que ella.
-Y tú qué?- contesta l aniña.
-Ahora lo tengo yo- impone su autoridad el mayor, mientras Breogán, con un poco más de edad, asiste benévolo al conato de disputa entre los hermanos.
-A qué después me toca a mí?- le inquiere a Breogán la pequeña Beatriz.
.No seas borde, niña!- salta Juan saliendo al paso.
-Venga, macho!... Déjala ya!- corta Breogán.
-A ti no te lo va a dejar- chincha la niña a su hermano.
-Corta el rollo, tía, que no me vas!- dice Juan acompañando su frase con un corte de manga.
-Selo voy a decir a mamá!- amenaza Bea.
-No seas chivata, Bea!- increpa Carlos a su hermana.
-Anda, niña, que eres un coñazo!- insiste Juan.
_Jo, tíos!.... Sois como críos!- afirma Breogán dispuesto a pasar del rollo, al que pone fin la voz de Concha que les anuncia que la mesa está servida.
Con café y una copa, los dos matrimonios ahuyentan el punto de sopor que los asalta, no obstante el bochinche que arman los niños con sus juegos; tanto, que se diría que con el postre han recobrado mayores energías.
También Don Cosme y su amiga toman café y copa en el salón del hotel, espantando malamente el abotargamiento que les ha entrado después de la comida. Don Cosme piensa que su hijo ya debería haber llegado a la villa, a no ser que algún imprevisto haya retrasado su salida de Madrid. Por supuesto, a Don Cosme jamás se le ocurriría pensar en cualquier causa de tipo accidental que pudiese detener la marcha siempre adelante de un elegido por el destino para regir a la humanidad como su hijo Cosmito. 
Don Cosme mira el reloj y su amiga le pide oro café a un camarero tan somnoliento como ella, cuando al fin se detiene un lujoso automóvil de color gris perla metalizado en la puerta del hotel. En el vehículo viajan un conductor, discretamente uniformado de gris oscuro y corbata negra, y sentado a su lado un hombre con pinta de matón de película americana. Y en el asiento posterior hay otro más poca cosa que tiene un impreciso aire de secretario. Y Cosmito, impecable e insinuando una hilera de dientes como si la muchedumbre saliese a recibirlo, aunque la verdad es que a estas horas apenas hay un alma en la calle; y ni tan siquiera los gatos se arriesgan a chupar ese calor que provoca un sañudo sol de justicia.
Don Cosme, avisado por el botones, corre al encuentro de su hijo, que sólo con ver el aplomo que tiene al pisar la alfombra del vestíbulo puede asegurarse su prometedor futuro político en este país, piensa el padre orgullos de su retoño.
Padre e hijo entran en el salón del hotel, encaminándose hacia el sofá donde se despereza la amiga de Don Cosme. Y Cosmito le pide un whisky a su secretario, que le sigue hasta para ir a orinar, como si fuera su sombra, y acto seguido se pone a informar a su padre de los últimos acontecimientos que han sucedido en los mentideros políticos del reino. Pero, en primer lugar, Don Cosme quiere que le cuente todo lo ocurrido en la recepción oficial ofrecida por su Majestad en los jardines del real palacio de Oriente el día de San Juan, en la que por primera vez fue invitado Cosmito.
El político relata a su padre el acto real, pormenorizándolo hasta en sus más simples detalles, y adornando de tal modo el momento en el que Don Juan Carlos, saltándose el protocolo, en vez de la mano le había dado unas palmadas en la espalda tras un abrazo. Si hay algo de cierto es que a Cosmito no le falta imaginación.
-Bueno........ Y que tal marchan las cosas?- pregunta Don Cosme.
-Mejor de lo que se podría esperar..... Puedes estar seguro de que la solución de la crisis será favorable para nosotros.... Lo importante es no precipitarse- responde Cosmito.
-Pero es factible conseguir una cartera, hijo?-
-Naturalmente!....... Eso quedó claro en la cena del otro día, papá-
-De todas formas no es conveniente comprometerse demasiado-
Descuida, papá. He puesto buen cuidado en no salirme e una posición moderada-
Eso es lo prudente, hijo.... Lo mejor es adoptar posturas flexibles que permitan dar el salto  en el momento oportuno..... Al fin y a la postre, lo de menos es que se cambien las figuras con tal de que en el medio estemos siempre los mismos. Ten presente que lo imprescindible es el poder. Luego se van adoptando las ideologías más adecuadas a las circunstancias-
-Ya sé que eso es lo fundamental, papá...... Pero ahora dime, cómo marcha el asunto con Doña Inés?-
-Esa señora es una vieja zorra que se las sabe todas. Pero no te preocupes que hoy conseguiré sacarle la respuesta que esperamos-
-Muy caro?-
-Sí..... Pero será más ventajosa la rentabilidad que nos procurará la finca.... Verás lo útil que resulta para reunir en ella a los personajes que más nos interesen. Ya sabes, hijo, que de esta forma se consiguen más cosas que en incómodas conversaciones de despacho...... Como decía tu abuela, para recibir hay que saber dar.... Nunca lo olvides-
-Nos recibirá hoy Doña Inés?-
-En eso hemos quedado-
-Isidoro- dice Cosmito dirigiéndose a su secretario. -Dile a Aurelio que limpie bien el coche..... Hay que causar buena impresión en el pueblo-  
-Sí, jefe... alguna otra cosa, jefe?-
-No-
Isidoro, el secretario de Cosmito, que suele llamarle jefe a su patrón y siempre está dispuesto a lamerle los pies o el culo si en necesario. Realmente no existe nada más reconfortante para un hombre tan preeminente como tener a un fiel esbirro a su lado que cumpla al pie de la letra todas sus órdenes. Pasado un tiempo casi siempre les recompensan sus servicios con un carguito, que incluso puede llegar a convertirse en un cargo. Y ellos hacen con otros lo que otros hicieron con ellos, enlazando así los eslabones de una interminable cadena de fidelidades, no siempre demasiado firmes en cuanto alguien les ofrece algo económicamente mejor. 
-Bien..... Estará cansado  del viaje y debes descansar un rato- le dice Don Cosme a su cachorro.   
-Con una ducha y cambiarme de traje será suficiente... He vivido jornadas de trabajo más apretadas; tú lo sabes!- le contesta Cosmito con cara de martir a su progenitor. -Vamos, Isidoro- dice al secretario. 
Y tras ellos sale también el matón, que durante todo el tiempo ha estado calladito en un tercer plano.
Y la amiga le pregunta a Don Cosme -Cariño, y nosotros que hacemos?
-A ti que se te ocurre, guapa?-
-No sé-
-Pues a mí sí.... Vamos a la habitación para hacer tiempo-
-Y si lo hacemos ahora, luego qué..... Porque quizás antes se te diese bien, pero ahora esto no es tu fuerte-
-Andando y cierra l aboca que estás más guapa callada- le dice Don Cosme a su amiga cogiéndola por un brazo.
En la casa del cura el televisor le cuenta su vida a las paredes, puesto que al perro no le interesa lo que dice y enseña, y Manuela ya hace rato que descabeza un sueño sentada en su sillón. Algo, quizás un ruido o el mero pasar del tiempo, la devuelven de nuevo al mundo consciente y cuelga su sojos en un conjunto roquero que interpreta su música en la televisión. Manuela se fija en una muchacha un tanto estrafalaria  que integra el grupo. en este momento lo hubiera dado todo por haber nacido tan sólo veinte años atrás. Qué distinta pudo ser su vida y la de Aniceto de no haber aparecido en este mundo antes de tiempo!. Aquel día de San José en que se conocieron, él no habría ido vestido con un pantalón de pana marrón, sino que llevaría un vaquero, ajustado a los muslos y marcándole bien el culo y la entrepierna, y un chaleco de colores que dejase media al aire aquel pecho tan marcado y precioso que lucía su hombre. Y estaría estudiando medicina en Santiago y ella sabe Dios que estudiaría también. Aunque es posible que no llegasen a conocerse. Pero eso no podría ocurrir, porque Manuela está segura de que siempre habrían nacido el uno para el otro. 
Pero ya son las seis y tiene que despertar a Don José para que vaya a la parroquia a ver como las asiduas beatas le arreglan la iglesia.
Si Manuela fuese una chica de veinte años, iría esta noche a la fiesta con una falda igual a la que hizo para Lola y bailaría con Aniceto hasta que la luz del amanecer los rindiese. Le hubiera gustado disfrutar de los tiempos que corren y de los que aún están por venir, que sin duda serán todavía mejores.
-Dios mío!. qué prisa tiene el reloj!... Ya son las seis y todo está por hacer- Se dice Manuela a si misma. -Y dentro de nada estarán aquí Lola y Martín con “o neno”.... Voy a llamar a Pepe-
Atón, con una infinita pereza, acompaña a su dueña a la habitación del clérigo, que sestea plácidamente emitiendo toda una escala de acompasados ronquidos. A don José le sienta fatal que interrumpan su sueño, pero qué dirían sus devotas si él no estuviese presente mientras adornan con flores los altares. Sobre todo Doña Remedios, la de la mercería, que todo lo critica. en eso tiene razón Manuela, porque la buena señor es una cotilla. Y allá va el hombre a reunirse con las fieles de la catequesis y el ropero de los pobres.
Las banderitas de colorines ya murmuran los prolegómenos del a fiesta, desde el techo de hilos que han puesto en la plaza. y Don José va despacio mirando todo el escenario. Los tenderetes muestran sus atracciones y los charlatanes saturan el aire con su verborrea. Aquí y allá se oyen sirenas y músicas y los detonantes estallidos de las casetas de tiro y de los petardos. Los más jóvenes del pueblo están ya en la plaza y también está en ella Xoan “o das bambas”, que, según se dice por el contorno, nunca falta en ningún festejo. el y su perro, sentados en la escalerilla del palco de la música, sólo miran y sus ojos denotan todo el gozo que les causa el espectáculo. 
Un grupito de chicas ríen y dan grititos cerca de un puesto de tiro al blanco donde Luis, el del Sergio, el novio de la Matilde, hace gala ante otros muchachos de su puntería con el arma de fuego.
Los del Ayuntamiento están probando las luces con las que quieren realzar la fachada, y a Don José le parece censurable ese intento de que la Casa Consistorial destaque más que la iglesia. El cura sonríe y disfruta pensando que van listos si creen que esas bombillas pueden tapar los focos que le pusieron los de Cultura para iluminar la primorosa torre barroca de su iglesia parroquial.
Por uno de los laterales de la plaza, Maite y su hermano Antonio se dirigen despacio, dejándose ver, hacia la terracita del antiguo café. Y eligen una mesa bien visible y se prestan complacidos a ser curioseados por los del pueblo. Desde la caseta de tiro, el grupo de mozos repara en la exquisita belleza de la señora condesa, a la  que no le pasa por alto la presencia del Luis, de cuyas glorias tuvo el placer de disfrutar el verano pasado. Los jóvenes comentan y se dan codazos haciendo elocuentes gestos ilustradores de lo que dicen y callan. Maite, desde su dignidad de señora, devuelve una sonriente mirada al Luis.  
Según desciende la luz de la tarde, aumenta la animación en la plaza, ansiosa ya de encender las miles de luces de colores que adornan el aire de la aldea con sus simétricas formas.
Martín, su mujer y su hijo, han llegado a la casa de su familia para celebrar junto a ellos la gran vena de la víspera de los santos apóstoles, pero Breogán no está por la labor de permanecer inactivo hasta entonces y, con la misma, se marcha a la plaza a soborear cuanto antes las delicias de la fiesta. Allí se reúne con otros niños de la aldea y sus alrededores y juegan a la tómbola, compran chucherías y se lo pasan en grande viendo y deseándolo todo y queriendo aún más para divertirse.
La hora de la cena marca un descanso en el trajín de la plaza, para alcanzar más tarde su punto álgido con el gusto dulce de los postres aún en la boca. Algunos toman el café en sus casas, pero la mayor parte de los vecinos prefieren degustarlo en los cafetines y quioscos de la plaza, en pleno meollo de la fiesta. 
Avezados pirotécnicos dibujan su  polícroma filigrana de fuego sobre la noche, llenando de color refulgente y estruendo la admiración que chispea en la mirada de las gentes. el rito festivo con su parsimonia se impregna de música y agitación. La verbena ha comenzado.
Manuela no tiene la menor gana de irse para casa con su hermano el señor cura, pero Don José no ve el momento de coger la cama a penas extinguido el resplandor del último cohete. Qué diferente hubiese sido todo de seguir vivo Aniceto!.
-Cómo es posible que la vida para unos esté llena de tantas exigencias?...Qué merecimientos tienen otros para que les sea tan cómoda?-se pregunta Manuela. -Sí, José... Es la voluntad de Dios, como tú siempre dices.... Pero , puñetas!. Qué amarga puede resultar muchas veces!-
-Anda, Manuela- dice el cura. -Que el niño también debe irse ya a la cama-
-Pero, tío!...Si ahora empieza lo mejor- protesta Breogán. -Por qué no vas tú delante y dentro de un rato vamos la abuela y yo?- sugiere el chico animosamente.
-Vamos, rapaz, que ahora la fiesta es para los mayores y no para los niños y curas- añade el clérigo. -Tú aún eres demasiado pequeño y yo ni debo ni estoy ya para trotes..... Anda... Dejemos a tus padres que se diviertan. Ya te tocará el turno a ti, no te preocupes-
-Enseguida nos vamos, Pepe...Deixa o neno un pouco mais.... E logo xa vamos, home..... Ya vamos a dormir antes de que te caigas de sueño- dice Manuela.
Breogán, sin perder ni un minuto o esperar cualquier otra réplica de Don José, sale escopetado hacia el mágico soniquete de las casetas.
Después del resplandor del último cohete, se han vuelto a encender las bombillas de colores que repiten una y otra vez la misma filigrana e iluminan el gentío donde unos se reencuentran y otros se ignoran. 
Entre la muchedumbre destacan Don Cosme  y Cosmito, que se lucen con el Alcalde y su señora, acompañados siempre por la amiga del primero y el secretario del segundo, sin que el matón se separe ni un palmo de ellos. Todos les saludan menos sus parientes. Felipe con su mujer y su hermana Maite, ríen con Lola y Martín, que, por su parte, no quieren ver el animado grupo que forman Antonio con Maica y su hermano Santi. Muy cerca están Luis y Matilde. Ella mostrándose satisfecha por tenerle a él a su lado y el chico caza al cuelo la discreta mirada de la señora condesa.
El alegre estallido de la fiesta casi se siente en lo alto del Outeiro, en cuya torre Doña Inés cobija su insomnio y sus pesares. Y en “a granxa” sólo la luna recorta unas siluetas inermesen en la tiniebla. Doña Teresa, inmersa en su propia noche escucha el sonido solemne de las doce campanadas de un reloj que anuncia la entrada del día de los dos apóstoles.
Y el Luis está nervioso porque Matilde no ha querido darle por el gusto esta noche. La chica dice que está cansada e incluso algo mareada y sólo desea irse a su casa para dormir acompañada por sus sueños. En la misma puerta de la casa de Matilde, Luis se consuela con un largo magreo y vuelve a la fiesta hirviendo por dentro. Mas es aventurado creer que el muchacho se haga el encontradizo a propósito con la señora condesa, pero el caso es que no tardan mucho en avistarse el uno al otro y lanzarse a la caza, sin que resulte posible discernir quien es el cazador y quien la presa.
Todo sigue su curso camino de la madrugada y Antonio también continúa su acoso entablando un brutal forcejeo visual con Martín para conseguir a Maica, que se siente incómoda más que halagada y lamenta el desaire que rumia triste y silencioso su hermano.
Lola no quiere ver lo que es evidente y centra su atención en Concha y Felipe, divirtiéndose los tres como críos, mientras Martín busca la manera de despistarse e ir junto a esa joven que le tiene sorbido el seso y el sexo prendido entre sus preciosas piernas de hembra fogosa.
El sueño va entrando en ellos y los rinde hasta conseguir que comiencen a ir pensando en retirarse  a dormir. Casi como un alivio lo hacen Concha, Lola y Felipe, pero Martín va a regañadientes, puesto que para Antonio y la pareja de hermanos, todavía en edad de no dar por agotados sus brios tan pronto, aún es temprano y todavía esperan mucho de esta noche de fiesta.