sábado, 2 de febrero de 2013




Quise acercarme al mar y su implacable furia me impuso y dudé si seguir hacia su inmensidad. Vi esa mar en cuya ribera nací y algo en mi interior me empujó hacia ella dominando el miedo y dejando a un lado toda advertencia de peligro o cuidado ante sus aguas bravas y agitadas. Baje hasta la playa y fui hacia la orilla oyendo el zumbido del viento que me rodeaba y llenaba mis oídos de recuerdos.

 Recuerdos y añoranzas de otros años, tan pasados ya que a veces ni los recuerdo. El aire plomizo cargado de nubes oscuras no me arredró ni pudo con mi determinación de ir hasta el agua; y la vi blanca de espuma y turbia de arena y muy fría. Y eché de menos el brillo del sol y la cegadora luz de ese cielo azul que en otro tiempo me animó a lanzarme al agua sin pensarlo ni temer nada que no fuese sentir el placer de flotar ingrávido mecido por su vaivén. 



Pero la mar de  mi infancia sigue siendo esa otra que fui a ver, aunque rugiese furiosa y el aire fuese denso y tan húmedo como sus olas. Y a pesar de parecer gris y oscura, al estar en ella la vi verde y cristalina y tan transparente que no pude evitar desear dormir para siempre acunado en su salado regazo. Tan verde y clara como unos ojos que también recuerdo al estar junto al mar. Y el mundo debería pararse y la vida volverse sencilla y sin trampas porque al final, al pasar los años y ver hacia atrás, sólo deseas recordar los ratos realmente felices y que sin duda son los más simples y sencillos de toda tu vida. Toda lucha, toda ansia, todo esfuerzo por lograr poder o riqueza, o alcanzar una posición por encima del resto de los hombres, no vale nada ni merece el dolor y el desamparo que en otros provoca conseguirlo. Fui a ver la mar y ella me consoló con su eterno rugir y su salada caricia de amor