viernes, 31 de diciembre de 2010

Errante

Aquella mañana le pareció radiante a Ariel, a pesar que todavía pegaba con algo de fuerza el frío en Castilla. Gonzalo lo despertó con mil arrumacos y besos y el mozo nunca se había visto en otra con tanto mimo y desvelos por parte de aquel otro muchacho que le daba bastante más que sexo y compañía. Se fijó bien en el cuerpo de Gonzalo y admitió que era casi perfecto y daban ganas de comerlo a pequeños mordiscos como si fuese una galleta cubierta de azúcar y canela, sabrosa y muy bien horneada por un experto pastelero. Y qué pastel había hecho él esa noche con el bonito apéndice que le colgaba al chico entre las piernas. Lo mojó y lo paladeó como un picatoste empapado en leche templada y gruesa en nata, Y tenía ganas otra vez de apretar entre los labios las turgentes bolas que adornaban el pene del chaval.

Y Gonzalo no estaba menos interesado en hacer sonar de nuevo el órgano de su reciente amante, porque su música le sonaba a cielo y le sabía a flan de huevo y caramelo ese instrumento tan potente y engreído, al que le costaba bajar la cabeza. Ni el más grande de los nobles del reino era tan altivo como ese tronco de carne que esgrimía Ariel ante Gonzalo. Y tan sólo con verlo, el de ese muchacho también se contagiaba de su orgullo y se estiraba e hinchaba para no quedarse atrás. Eran como dos chulitos disputando quien era el más grande y con mayor fuerza para derrotar al otro en un campeonato que no parecía tener final ni un claro ganador. Y estando en esa contienda, un sirviente les anunció la visita de Ana.

Ariel se vio contrariado por la interrupción de la joven, azarado también por que ella descubriese su otro lado, pero Gonzalo, con una risa sonora y franca, le dijo que no temiese nada de la joven y menos que lo despreciase al conocer todos sus gustos. Ana comprendía bien que a un hombre le gustase otro, como era el caso de su propio hermano Silvestre, que cuando la visitara hacía de esto un año, había tenido un principio de relación con Gonzalo, que no llegó a más de cuatro polvos y unos besos. Pero la amistad con la muchacha se fortaleció y ella lamentó que no fuese algo más para su hermano. Así que Ana no era un problema para ellos, ni siquiera implicaba que volver a estar con ella en la cama, si eso le apetecía a Ariel, influyese algo en la atracción que crecía por minutos entre los dos chavales.

Gonzalo ni se molestó en cubrirse para recibir a la chica en la alcoba y cuando ella se sentó al borde de la cama junto al otro mozo, el travieso paje de la reina lo destapó dejando sus partes al aire. La chica se echó a reí al ver la vergüenza tonta que le entró a Ariel al quedarse sin nada que lo cubriese y con la evidencia de su erección expuesta a la visitante. Y le recordó que antes de estar con Gonzalo ya lo había catado ella y lo viera tan desnudo y empalmado como lo veía ahora. Así que ese rubor y tal timidez repentina no pegaba nada con su carácter ni menos con sus dotes de buen amador. Y Gonzalo fue más lejos aún, porque invitó a Ana a desnudarse también y compartir el lecho con ellos. La moza no lo pensó dos veces y en un santiamén ya estaba tan sin ropa como ambos jóvenes y se metió en la cama bien pegada al cuerpo de Ariel.

La chica sabía que el otro no pasaría de besarla y jugar con sus pezones como mucho, pero esperaba que Ariel hiciese algo más con ella y, además de satisfacer el apetito de Gonzalo, también le diese parte de su lujuria a ella. Y la moza no se equivocó al pensar eso de ese mozo. Se liaron los tres, pero el centro de atención de la tríada era Ariel, ya que los otros dos se centraban en él para gozar y disfrutar dándole gusto y obteniendo placer a su vez. Y remataron el juego enganchados y acoplados perfectamente. A la chica, tumbada boca arriba y abierta de piernas y sobre los hombros de Ariel, éste la llenaba puesto a cuatro patas sobre ella. Y a él le saciaba el cuerpo por detrás Gonzalo, arrodillado a su espalda. Y los tres jadeaban y gemían enloquecidos por un frenético movimiento sincronizado de toma y daca. Y al enterarse de ello el frailecillo y su capitán, puesto que debían irse con el cardenal y fueron a buscar al mozo para llevárselo con ellos, el soldado festejó con aplausos la suerte de Ariel y su deseo de quedarse con su amado. Pero a Jerónimo, que en principio le llamó la atención Gonzalo por el bulto de su paquete, al saber que perdía a Ariel por su culpa, el chico le cayó mal, ya que en lugar de ganar otro tranco perdía el de su amigo. Y él lo había visto primero y tenía un derecho de pernada adquirido desde entonces. Pero el capitán le alegró la cara prometiéndole no sé que cosas, que todos entendieron que algo tenían que ver con un agujero rosado y un ariete fuerte y rotundo para derribar toda clase de obstáculos que no le facilitasen la entrada.

Mas Ana y sus dos compañeros de fatigas sexuales y también cariñosos camaradas del día a día, sabían bien lo que querían y deseaban al quedarse en Tordesillas al servicio de Doña Juana. Y la vida les fue bien a los tres. Y Aquella experiencia en trío les resultó tan gratificante, que no dudaron en repetirla más veces. Y así se fue consolidando entre ellos una forma de entender el sexo y el afecto que duró largo tiempo. Hasta que un día el rey y emperador, acordó el matrimonio de su hermana menor Catalina con el hermano de su bella prometida Isabel de Avis, el rey portugués apodado el Piadoso, y la niña sería separada de su madre, al tiempo que también el cadáver del archiduque Felipe sería trasladado a Granada, también por imperial decisión del real hijo. Y la infortunada reina Juana quedaba sola y sin el menor consuelo por parte de nadie, fuese vivo o muerto.

Ya habían pasado nueve años desde que Ariel conociera a Gonzalo y su amor y pasión continuaban tan frescas y firmes como el primer día. Y también mantenían las misma buenas relaciones con Ana, tal y como surgieron nada más conocerlos Ariel, pero la tristeza de la reina cautiva, que iba en aumento y también su aparente sin razón desde el fracaso de la rebelión de los Comuneros que intentaron devolverle los poderes y sacarla del encierro, movieron a los dos mozos a abandonar su corte. Se sentían impotentes para suavizar el encierro de la soberana y los abusos de poder y hasta malos tratos dados por el marqués de Denia, en teoría al servicio de la reina y realmente uno de sus peores carceleros.
Y los dos jóvenes decidieron trasladarse a Granada con la excusa de acompañar al regio cadáver de Don Felipe y allí emprenderían una vida nueva los dos juntos. Pero Ana no quiso dejar a su señora y no seguiría a su amigos en ese viaje. Ella se quedaba en Tordesillas dedicando su vida y sus horas a una mujer ya madura que de tenerlo todo, no le quedaba más que un vago recuerdo mitificado de lo que ella sola creyera amor. Todas las grandezas heredadas y cuantos halagos recibiera en otro tiempo, ya no eran más que humo que le escocía en los ojos y de vez en cuando la hacía llorar. Porque hasta por quitarle alma le secaron el corazón para que a penas brotasen lágrimas de sus lagrimales. Y su figura triste y velada en negro recorría el escaso espacio de un reducido aposento, cuando en realidad era la dueña y señora de medio universo.

Y eso si que no era la felicidad. Ariel notaba que se encogía su espíritu cada vez que Ana o Gonzalo le hablaban de la reina. Pero qué podían hacer ellos contra el emperador y el mundo de los poderosos, sino pudieron los Comuneros de Castilla. Y al mozo se le entristeció tanto la sonrisa al decirle sus dos amigos cual eran las órdenes del emperador, que lloró con el mismo desconsuelo que Ana al contarlo Gonzalo. Y terminaron los tres en un valle de lágrimas que tuvieron que desecar con mucho amor y compensar con grandes dosis de sexo que duró parte de esa tarde y casi toda la noche. Sólo bajaban la intensidad para beber y comer algo que se traspasaban de boca a boca en un acto tan erótico y sensual como el mismo coito sin freno a que luego se entregaban sin límite de tiempo ni miedo al agotamiento.
Y pasó otro año. Y en la bella ciudad de Granada, entre el Genil y el Darro, al pie de la Alhambra, que servía de escenario para la luna de miel del emperador y su hermosa emperatriz Isabel, Ariel y Gonzalo revivían la suya, que venía siendo larga desde que se conocieran. Y cada mañana, desde la balconada corrida de su casa, sobre el río Darro, miraban las murallas y torres de la alcazaba y pensaban si los soberanos serían tan dichosos como ellos que no paseaban por los encantados jardines del rey moro, pero que en el patio de naranjos y limoneros de su hogar, habían sabido crear el embrujo de un amor incomparable incluso para los cuentos de las mil y una noches. La reina permaneció en su cárcel palacio cuarenta y seis años, siempre vestida de negro, porque su propia vida fuera un eterno luto de desgracia y tristeza, y la abandonó para reunirse con su esposo en Granada una vez muerta. Y con su cuerpo, pegada al féretro llegó a esa ciudad su fiel sirvienta Ana. Y los dos amigos de la moza, que ya no lo era tanto, la acogieron en su casa y compensaron durante el resto de su vida su sacrifico junto a la reina Juana, señora de la mitad de mundo y dueña de nada. Ese mismo año el rey emperador abdicaba de todas su coronas y tronos, dejando el imperial y el archiducado soberano de Austria a su hermano Fernando y los reinos de sus padres a su hijo Felipe. Este sería el nuevo rey mientras su augusto padre decidía enclaustrarse para lo que le quedaba de vida en el monasterio de Yuste. Y Don Felipe II, más tarde sumaría además el trono de Portugal haciendo valer por la armas su herencia materna.
Y Ariel no estaba seguro del todo si en su vida encontrara la felicidad. Pero si estaba convencido que si no era eso lo que tenía al lado de Gonzalo, tenía que parecerse mucho, porque era muy dichoso y no lo cambiaría ni por todos los títulos y coronas del emperador o cualquier otro rey. Su corazón latía sin tino al estar con su amado y sabía que él le correspondía con el mismo afán y amor o incluso más. Y si a todo eso añadían la compañía de la única mujer que desearan de verdad ambos, no cabía duda que no podía ser otra cosa más que la felicidad completa. El viaje había acabado y el destino final era maravilloso y posiblemente envidiable por otros inmensamente ricos y poderosos. Pero lograr la felicidad no es fácil y no la da nada que no sea un verdadero y sincero amor o el bello recuerdo del que se tuvo un día.

Fin



Y este es el regalo de esta navidad para quienes leen este blog. Y, como el año, ahora se acaba. Que todos tengamos un mejor 2011





jueves, 30 de diciembre de 2010

Errante

Un beso en la boca le hizo abrir los ojos al mozo y la chica le dijo que era hora de levantarse porque debía cumplir con sus deberes al servicio de la reina. Ariel le preguntó a Ana si no temía al estar tan cerca de una mujer que no estaba del todo en sus cabales. Y la moza le aseguro que Doña Juana con ella era muy cariñosa y jamás le vio maltratar de palabra u obra a nadie de su servicio. Con la gente humilde era generosa y sencilla. Y sólo se mostraba altiva y hasta brava con los nobles y poderosos que venían a alterar su paz. Sobre todo si le privaban de ir a visitar la tumba del marido. Ana le decía al chico que la reina era tan gran señora que fuera su madre y que su única alegría y consuelo era la pequeña infanta que vivía con ella. Pero si algún día se la arrebatasen, entonces se volvería loca de verdad. Y que de no ser tan poderosa y otros ambicionar sus poderes, sus manías tras la muerte del archiduque sólo se tomarían como algo no inusual en una viuda desconsolada por la defunción de su amado esposo. Y añadía la muchacha que Don Felipe no se la mereciera como mujer, porque ella era mucho más que él y no sólo en grandezas y títulos.

Y antes de despedir al mozo, Ana lo vistió de nuevo con otras ropas mucho mejores, desechadas por un paje de la soberana que era famoso por su elegancia y apostura. Ella le aseguró que era de su misma talla y tan bonito de cara y cuerpo como él. Y que vistos juntos, no se sabría cual de los dos era más bello. Ariel se sintió algo celoso por el comentario y sospechó que la joven ya se lo habría montado también con ese galán. Sin embargo, ella lo sacó de tales dudas al decirle que lo malo de ese otro joven, era que nunca en la corte de Doña Juana le conocieran pasión alguna por una mujer. El chico en cuestión sirviera en la noble casa de los Pimentel y desde hacía un par de años el señor conde de Benavente lo había puesto al servicio de la reina de Castila y León. Ariel terminó aceptando el atuendo que Ana le daba y salió del palacio cárcel real hecho un petimetre.

Y no había dado unos pasos fuera del caserón cuando una voz masculina y melodiosa a su espalda le dio el alto. Ariel se detuvo y se volvió para ver quién le importunaba de ese modo. Y ante sus ojos apareció un joven muy bien atildado y compuesto con capa y montera de plumas, que no tuvo que decirle nada para adivinar el otro quien era el personaje. Se trataba ni más ni menos que de Gonzalo, el guapo paje de su majestad y anterior propietario de los trapos que ahora vestía Ariel. Al darse cuenta este mozo del hecho de llevar encima las ropas del otro, se le ruborizaron las mejillas y quiso que lo tragase la tierra allí mismo. Pero el peripuesto muchacho le sonrió con afabilidad y le dijo: “Se te ve muy bien con mi ropa. Pero eso ya no está a la moda. De todos modos la luces y hasta se diría que es nueva viéndola sobre ti. Te la ha dado Ana, seguramente. Somos grandes amigos y yo le doy lo que ya no uso para que ella se lo regale a quien le parezca mejor. Y ya veo que tuvo gusto eligiendo un sustituto para mis trajes”. Luego le preguntó el nombre a Ariel y él le dijo cual era el suyo. Y como Ariel todavía seguía colorado como un tomate y avergonzado al verse ante ese otro mancebo tan bien vestido y hermoso, éste le echó el brazo por encima del hombro y lo invitó a beber un buen vino en su casa, que estaba muy cercana al palacio y era una noble casona no muy grande, pero bien arreglada y mantenida, pues al chico no le faltaban posibles.

Al entrar en la vivienda de Gonzalo, Ariel se acordó del capitán y Jerónimo y le dijo al chaval que unos amigos lo esperaban en una fonda. El otro quiso saber que clase de amigos eran esos y al oír el nombre del capitán, Gonzalo sonrió enigmáticamente y le respondió a Ariel que no se preocupase por ellos y que un criado iría a decirles que no lo esperasen por el momento. Ahora estaba con él y eso era lo único que debería importarle a los dos sin tener en cuenta más hombres armados que ellos mismos. Y el mozo se dejó convencer rápidamente por su anfitrión y se relajó completamente en cuanto le pegó un par de sorbos al vino de Rueda que le sirvió su nuevo amigo en una copa de cristal traída de Venecia. Y los vapores de la agradable bebida y el calor de la chimenea terminaron de proporcionarle a Ariel un confort y un bienestar que hasta ese día nunca disfrutara con nadie. Sintieron calor y se fueron despojando de todo cuanto llevaban encima, menos sus pieles tersas y la carne dura y vigorosa que cubría sus almas. Se quedaron como vinieran al mundo y ambos estaban mucho más hermosos así que tapando sus prendas naturales con otras por muy ricas y novedosas que fueran.

Gonzalo no dudó en acercarse más a Ariel y no tardó en agarrar su mano. El mozo sostuvo con la suya la intensa mirada del refinado joven y leyeron cuanto se decían sin necesidad de palabras. Despacio, como si el tiempo ya no existiese, juntaron los labios y no supieron el tiempo que duró ese primer beso, porque sin separarlos se fueron tumbando en el suelo delante del fuego y vieron el juego saltarín de las llamas en sus cuerpos que se iluminaban a retazos y se encendían por momentos con cada roce y cada toque que sus manos daban en el cualquier parte del otro. Ariel acarició el cabello de Gonzalo y le dijo muy pegado a su oído que era hermoso. Y el otro muchacho, tremendamente excitado y casi temblando de ansia, lo escuchó sonriendo y le besó la palma de la mano conque le acariciara. No tenían prisa por agotarse en sudor y esfuerzos por satisfacer solamente su lujuria. Sin decirlo, ambos buscaron algo distinto en ese primer encuentro y aún sin saberlo lo que deseaban los dos era amarse.

Y antes de llegar al sexo, ya se amaban y ansiaban ser el uno del otro. Y cataron todas las facetas del amor entre dos hombres sin dejar nada por sobar, ni besar, ni lamer. Y siempre rozándose con los dedos, para dibujarse y aprenderse los rasgos y la silueta que el aire cálido de la estancia recortaba contra el fuego de los leños que ardían en la chimenea. Y no era mayor ese calor que el del interior de ambos muchachos, porque ellos ardían y se consumían sin volverse ceniza ni esparcir humo aparente, pero si olor a hombre y a esencia de vida. Aroma de joven macho encelado y ciego de deseo que ansía compartir el placer con ese otro ser que de pronto es el motivo principal de su existencia. Y llegaron a unirse carnalmente, primero entró Ariel en Gonzalo y lo llenó de gozo. Y más tarde, tras un descanso sin dejar de verse ni abrazarse, fue Gonzalo el que penetró en Ariel y también lo colmó de placer. Lo hacían despacio y con suavidad para disfrutar los dos en ambos papeles y en todas las posturas posibles. Y tanto uno como el otro supieron cual era la diferencia entre el sexo sin más y hacer el amor apasionadamente deseando no acabar.

Después reclinaron sus cabezas muy juntas y charlaron de muchas cosas y volvieron a beber el buen vino de Rueda y comer almendras y nueces con queso y miel, acompañadas de pan tierno y con mucha miga, como lo sabe hacer un panadero artesano con buena harina de trigo de Castilla. Y Ariel sacó a relucir la situación de la reina en ese encierro impuesto por su propio padre y mantenido por el cardenal, aún sin haberla declarado incapaz para reinar el Consejo ni las Cortes del reino. Y Gonzalo, que estaba más enterado que el otro de esas cuestiones de estado, le dijo que corrían por los reinos malos vientos, porque los nobles pretendían recuperar las cotas de poder que fueron perdiendo durante el reinado de los padres de la reina Juana. Y, por si el ambiente no estuviese suficientemente enrarecido, algunos intrigaban pretendiendo sustituir en el trono al príncipe Carlos por su hermano Fernando, que además de nacer en Alcalá, se había criado y educado con sus abuelos maternos en Castilla. Y el chico añadió, que según le contara un servidor del cardenal, el prelado enviara emisarios a Flandes urgiendo la presencia del príncipe para acabar con los conatos de rebelión que surgían en el reino. Y concluía asegurándole a Ariel que al primado se le ponía las cosas muy feas si Don Carlos no venía pronto para aclarar el asunto de la gobernación de los estados de su madre.

Pero ni Gonzalo ni Ariel podían saber que el cardenal, antes de ir a Tordesillas había reunido al Consejo de Castilla para tomar una resolución al respecto, pues tenía noticias alarmantes respecto al príncipe, que fuera proclamado en Bruselas rey de Castilla y Aragón. Y eso podría considerarse como un golpe de estado, ya que la reina legítima era su madre y no se había proclamado su destitución en el trono. Y, después de largas deliberaciones, se acordó informar a su alteza de la decisión adoptada respecto a la nueva intitulación real para evitar desmanes difíciles de controlar.

Y, en consecuencia, Doña Juana sería la reina propietaria y nominal y en todos los documentos su nombre precedería al del hijo, que compartiría con ella las coronas y títulos de reina y rey de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas de Canaria, de las Islas, Indias y Tierra Firme del mar Océano, condes de Barcelona, señores de Vizcaya y de Molina, duques de Atenas y Neopatria, condes de Ruisellón y de Cerdaña, marqueses de Oristán y de Gociano, archiduques de Austria, duques de Borgoña y de Bravante, Limburgo y Luxenburgo, condes de Flandes, Habsburgo, Henao, Holanda, Zelanda, Tirol y Artois, y señores de Amberes y Malinas, entre otras ciudades, y más títulos de procedencia austriaca.
Un crío a punto de cumplir los diecisiete años acaparaba más títulos que cualquier otro monarca de Europa. Y por si estaba escaso de ellos el pobre y para no sentirse menos que otros, a la muerte de su abuelo paterno, el sacro emperador romano Maximiliano I, ceñiría la corona imperial como rey de romanos y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Y lo gracioso es que, aún así, casi toda su vida anduvo corto de dinero. Quizás se metió en demasiadas guerras y eso cuesta muchos cuartos. Pero todo eso a Ariel le traía al fresco. Y aunque ahora tampoco sabía si era feliz del todo y si en su viaje había llegado a buen puerto, aunque fuera lejos del mar, estaba muy a gusto con Gonzalo y su compañía y su casa le parecían algo más que confortables. Lo importante para él era que Gonzalo le gustaba y lo encontraba absolutamente adorable y hermoso.

continuará

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Errante

Ariel se despertó muy caliente y hubiese jurado que la siesta durara años. Por la excitación que presentaba se diría que había soñado con placeres paradisíacos, pero lo mismo le pasaba al fraile, lo cual ya daba a entender que el calor y el roce de sus cuerpos los habían puesto cachondos a los dos. Sin embargo, aunque el capitán estaba solo en la cama, los dos chavales se pasmaron al ver su espadón apuntándoles a al cara y a dos palmos de sus narices. El soldado, en puros cueros, y de pie frente a ellos les decía que se había acabado el descanso y ahora tocaba la fiesta. Y menuda fiesta les aguardaba a los chicos.

Jerónimo no esperó a recibir otra orden más y se arrodilló ante Juan y agarrándole bien el instrumento se dispuso a tocar una melodía para flauta. Y sacó notas muy meritorias de aquel tubo de carne caliente, porque el oficial no pudo por menos de aplaudir su interpretación. Pero antes de agotar la energía del instrumento en una sola pieza, el capitán le dijo: “Ahora sopla tú un rato, chaval. Y a ver como se le da a tu boca templar gaitas”. Y Ariel en principio pretendía resistirse, pero antes de poder decir nada, ya tenía dentro de la boca el pífano de Juan. Al principio le dio cierto reparo el sabor, aunque ya estaba muy amainado por la saliva del monje, pero el soldado no esperó a que él se decidiese a sacar notas acompasadas y comenzó a mover las caderas metiendo y sacando un tramo de pene, sin dejarlo del todo fuera de los labios del chico. Y Ariel le cogió gusto aquel juego y casi rompe la rigidez del pito por una descarga incontrolada de los cojones del oficial.

Juan le dio una palmada en la espalda y le aseguró que podía complacer a cualquier macho con esa lengua y esos labios tan jugosos. Pero que le iba a enseñar algunos trucos para hacerlo mejor. Y, sin más, Juan se agachó y se metió el órgano viril del chaval en la boca para mostrarle como se podía hacer que sonase mucho mejor. Y vaya si sonó el pitorro de Ariel. Tanto que no pudo evitar lo irremediable. Pero al capitán no le importó y se sentó en la cama agarrando a Jerónimo para sentarlo encima del pene. Y lo ensartó como un cordero en un espeto. Y cómo gozaron el fraile y el soldado!. A veces, con tanto impulso, daba la impresión que le saldría el rabo por los ojos a Jerónimo. Mas no había cuidado y el chico lo admitía enterito dentro de su cuerpo.

Quedaron muy extenuados Juan y el fraile y el primero encargó al mesonero que les sirviese unas viandas y buen vino para reponer fuerzas y volver a hacer ganas de seguir con la fiesta. Y los tres se recuperaron antes de lo imaginable, seguramente por el hecho de permanecer desnudos y sobándose a cada rato. Pero lo cierto es que ya querían jarana otra vez y el capitán le ordenó al monje que le lamiese por detrás al otro joven. Ariel notó unas cosquillas enormes, pero al minuto se le nublaron los ojos de gusto. Y lo que menos imaginaba el mozo era que cuando mejor se lo estaba pasando con la húmedas caricias de la lengua de Jerónimo, sintió algo duro que presionaba su esfínter y cuando quiso decir que no, ya se la había endiñado por detrás el puto soldado. Qué dolor tuvo en el agujero por unos instantes!. Mejor dicho notó como una aguda punzada dentro del vientre, pero Juan le ordenó que respirase hondo y se relajase porque iba a disfrutar de lo lindo. Y aunque le costó obedecerle, lo hizo y terminó sintiendo hasta placer. Al menos supo por que le gustaba tanto eso al joven monje. Sin embargo, no terminó ahí la juerga y más tarde se beneficiaron por turnos al otro, que si por él fuera no saldría nunca más de ese cuarto, siempre que también se quedaran los otros dos. Pues no lo pasaba bien el frailecillo con esos amigos suyos que tanto le daban!.

A Jerónimo se le había olvidado que existían sus compañeros de hábito y el capitán se lo recordó obligándolo a ponerse el sayal y adecentarse para ir de nuevo al convento de las clarisas. Ariel también se lavó y se puso la única ropa que llevaba, pero no acompañó a los otros, sino que se fue a zanganear por la villa y quedaron de encontrarse más tarde en la fonda. El chico notaba todavía algún escozor en los bajos, pero no quedara descontento con la experiencia. Aunque para ser sincero tampoco en eso veía un signo de felicidad como para desear quedarse junto al capitán y el fraile. Le faltaba algo más y todavía no sabía que podía ser eso que tanto anhelaba. Y ya le urgía encontrarlo o tendría que admitir que no existía tal cosa por mucho que los trovadores y poetas cantasen al amor y lo equiparasen con la felicidad. Y desde luego el sexo por si solo no era ni amor ni felicidad. Simplemente daba gusto y llegaba un momento en que era necesario para no terminar con un fuerte dolor de huevos.
Por su parte, Fray Nicolás y el otro monje sólo habían conseguido del arzobispo de Toledo buenas palabras, pero nada en concreto respecto a las pretensiones que les encomendara su obispo, puesto que los enredos y demás tropelías del temible Don Pedro, ya se habían resuelto en su día por la intervención de su esposa Doña Teresa de Távora ante la difunta reina Isabel, salvando de la ruina a la casa de Sotomayor con la pérdida de las posesiones familiares en favor de su hijo Don Alvaro. Y no iba el purpurado a enmendarle la plana a la gran reina de Castilla por mucho que ahora estuviese muerta y él gobernase sus reinos en nombre de su egregia y presuntamente desequilibrada hija. Mas el capitán si logró su propósito y el primado aceptó a Jerónimo entre sus fámulos, quizás para que el jefe de su guardia no le rompiese la cabeza y lo dejase tranquilo, que bastantes problemas tenía con los asuntos de estado como para ocupar su tiempo en tales tonterías. Y además tenia que resolver con urgencia algunos asuntos relacionados con la gran universidad fundada por el prelado en Alcalá de Henares.

Y antes de abandonar el convento de Santa Clara, el capitán le ordenó a Jerónimo que esperase un rato en el claustro, a la puerta del cuarto de puertas de grueso castaño, ya que debía darle a sor Camila un remedio para aliviar el picor pertinaz que la desazonaba entre las piernas. Y el frailecillo aguardó sumiso y paciente a que el oficial terminase de aplicar con tranquilidad el bálsamo a la joven monja. Aunque no desesperaba que más tarde, ya en la fonda, también le diese a él algo de la misma medicina, pues también le ardían los bajos, pero por detrás y no por delante como a la clarisa. Y en otro lugar de la villa, justo en la plaza mayor, Ariel andaba sin rumbo ni nada concreto que hacer, cuando se encontró a una moza muy lozana y peripuesta que, por casualidad o a posta, tropezó con él y los dos cayeron al suelo, manchándose las ropas de tierra y con algún que otro desperdicio tirado durante la feria.

La bella muchacha le dijo que era sirvienta de la reina y ocupaba un cuarto en el mismo palacio donde estaba Doña Juana. Y que no había inconveniente en que la acompañase hasta allí y ella misma le limpiaría las manchas de los humildes calzones y la pobre camisa que vestía el mozo. Ariel dudó sobre si seguirla, pero enseguida pensó que dónde iba a conseguir que mejores manos limpiasen su atuendo y se fue con ella al palacio de la reina. La chica no tuvo problemas para que la guardia le franquease la entrada al chaval y subiendo unas empinadas escaleras llegaron a la alcoba de la moza sin resuello, pero con prisa por quitarse de encima aquellas prendas sucias. La joven se sorprendió de la belleza del cuerpo de Ariel y también de sus atributos y él quedó embelesado con los pechos de la chica, tan bien rematados por unos pezones tostados y pequeños que apuntaban al frente como desafiando al mundo. Y ella no sólo le limpió la ropa, sino que lo lavó entero, primero con agua y jabón y después con la lengua besándolo por todas partes. Y Ariel también se lo hizo a ella y terminaron apareándose como dos retoños que ven la primavera por primera vez. Era hermosa la estampa de eso dos jóvenes entrelazados comiéndose con el deseo. Y Ariel gozó tanto como Ana, que ese era el nombre de la sirvienta de la reina.

Pero la chica también le habló de su señora y le aseguró que no estaba loca, sino lo suficientemente cuerda como para no ceder su trono ni sus títulos a nadie, ni siquiera a su hijo. Y eso traía de cabeza al ilustre príncipe de la iglesia, no sólo preocupado por los asuntos relacionados con el gobierno de los estados de Doña Juana, la archidiócesis primada y la Universidad Complutense, sino también y sobre todo, con las reclamaciones formuladas desde Flandes por el príncipe Carlos, que camino de cumplir los diecisiete años y desde la muerte de su abuelo materno comenzó a pensar en tomar el título de rey, aconsejado por sus consejeros flamencos. Tal decisión no era bien vista en los reinos y el Consejo de Castilla le pidió que respetase los títulos y derechos de su madre, ya que «aquello sería quitar el hijo al padre en vida el honor». Pero a pesar de ello, el príncipe enviara una carta a Castilla en la que informaba de su decisión de titularse rey. Y eso intranquilizaba mucho al cardenal. No por cederle al príncipe los poderes como regente, sino por las consecuencias que pudiera traer destronar a la reina en vida.

Y mientras escuchaba a la moza, Ariel pensaba que a lo mejor esa preciosa muchacha, que era tan espabilada y sabía tantas cosas sobre el mundo de los grandes señores, le ayudaría a encontrar la felicidad. Y se durmió a su lado contento, olvidándose del capitán y el fraile, y con una sonrisa en los labios como si ya pudiese descansar y hacer un alto en su camino hacia esa dicha que esperaba lograr en la vida.

continuará


martes, 28 de diciembre de 2010

Errante

Cuando abandonaron Monforte, Ariel y Jerónimo no se separaban ni para mear. Y en cualquier parada que hacían por el camino, el mozo aprovechaba la primera ocasión para levantarle el hábito al joven fraile y darse una alegría a costa del agujero que protegían sus nalgas. Y Jerónimo lo agradecía riendo como un loco y separando bien los glúteos con las manos para que le entrase mejor el órgano viril del otro chaval. Hasta los otros dos frailes se dieron cuenta de lo que pasaba entre los dos jóvenes, pero miraban hacia otro lado murmurando que la carne es débil y más siendo tan jóvenes todavía.

Y llegaron a Tordesillas en un día de feria y la villa estaba muy animada y llena de gentes que acudieran a comprar cuanto se vendía en el mercado o vender lo que traían desde otros pueblos para ganar unas monedas que les ayudasen a pasar mejor el invierno. Los tres frailes y el mozo se dieron una vuelta por la plaza que servía de escenario a la feria y los franciscanos comentaban la calidad de los productos del campo que se exponía para su venta y, sobre todo, degustaron alguno de ellos para probarlos y bebieron vino de esas tierras y también de otras más alejadas, famosas por lo buenos caldos que se cosechaban en ellas. Al chico le llamaban más la atención otras cosas y artículos no comestibles, como armas o ropas vistosas y botas de cuero con las que estaba seguro que podría recorrer medio mundo para encontrar la felicidad.

Fray Nicolás se dirigió con el otro monje al convento de Santa Clara, de la orden de las clarisas, para saber si ya había llegado a la villa el cardenal y el otro fraile se fue a recorrer las calles de Tordesillas acompañando a Ariel, que iba más contento que unas pascuas agarrando el brazo de Jerónimo para arrastrarlo donde le daba la gana. Y no se le ocurrió mejor cosa al mozo que entrar con el frailecillo en una taberna. Y al ver al jovenzuelo con el sayal de la orden terciaria de San Francisco, se armó un tremendo revuelo entre las mujeres de vida fácil, aunque de eso no tenga nada esa vida. Todas querían tocarle la entrepierna al pobre Jerónimo y algún borracho dijo algo bastante grosero referente al cardenal primado, que también pertenecía a la misma orden religiosa. Ariel se puso farruco y le echó pecho para enfrentarse con el beodo y proteger al monje, pero éste cabrón no estaba solo y sus compinches saltaron decididos a darle una lección al mocito que iba con el joven fraile. Jerónimo no sabía donde esconderse para que no le cayeran unas hostias y no precisamente de oblea, pues en un lugar de esos si se reparten no te las meten en la boca solamente, sino que se reciben en al cara y por todas partes.

Su eminencia, fray Francisco Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo y cardenal primado, había llegado un día antes a Tordesillas y recibió de inmediato a los frailes enviados por su colega de Tui. Ya sabía que seguramente ese obispo pretendía que él, como gobernador del reino, le devolviese a su diócesis alguna cosa o tierras expoliadas a sus antecesores por el conde de Camiña y de Sotomayor, el terrible Pedro Madruga, enemigo visceral del que fuera arzobispo de Santiago Don Alfonso II de Fonseca, que para librarse de unas reclamaciones económicas del obispo tudense Don Diego de Muros, lo tuvo encerrado en una lúgubre mazmorra de su castillo, que consistía en un sótano de piedra, parecido a un pozo, con un agujero en la parte superior por donde descolgaron al preso y le tiraban, a compartir con las ratas, unos mendrugos duros para que no muriese de hambre y soportase más tiempo el suplicio.

Y mientras en la taberna la situación de Ariel y Jerónimo no era muy brillante ni mucho menos segura. El malandrín borracho y los follones que lo secundaban, tenían al mozo acorralado y sin escapatoria posible. Y el fraile a penas asomaba la nariz entre las piernas de dos rameras sentadas en un banco de madera. Y de pronto, como de la nada, apareció un soldado espada en mano y gritando con voz de trueno: “Quietos hijos de perra!. Paso al capitán de la guardia del cardenal!. Al que de un paso o intente algo, lo rebano de un sólo tajo!”. Hostias!, exclamó Ariel al ver al aguerrido oficial dispuesto a salvarles el pellejo. Y Jerónimo se atrevió a sacar la cabeza fuera del banco, apartando los remos de las prostitutas para verlo mejor.

Los bravucones se arrugaron ante el arrojo del capitán y salieron del antro por pies. Y el oficial, riéndose con risa de macho triunfante, le espetó al mozo: “Cómo se te ocurre traer a un lugar como este a un frailecillo que es más delicado y hasta atractivo que cualquiera de estas putas. Por esta vez os habéis librado por los pelos y a ver si en adelante tienes más sentido, muchacho”. Ariel quiso agradecer al soldado su defensa, pero se adelantó el fraile, que mucho más espabilado que el otro para ciertas cosas, se dio cuenta de lo varonil y fuerte que era el capitán, que solamente contaba algunos años más que ellos. Eso le hizo alegrar el ojo al monje y no dudó en besar la mejilla de su salvador dándole las gracias y poniéndose a su disposición para lo que gustase mandar. Y el soldado claro que mandó y pronto sabrían lo que deseaba hacer con el frailecillo y su acompañante. Sin más palabras les ordenó que lo siguiesen y ellos fueron tras el militar como dos perrillos falderos.

En principio, el capitán los llevó hacia el convento donde se alojaba el primado. Pero ese recinto era una clausura de monjas y como mucho solamente podría entrar en ella el joven fraile. Así que los tres esperaron a la entrada del claustro hasta que una monja le dijo al soldado que su eminencia deseaba verlo. El capitán, de nombre Juan, siguió a su guía y se internó tras una gruesa puerta de castaño. Y los otros dos muchachos aguardaron sin decir palabra a que volviese el oficial. Ariel miraba por el rabillo del ojo a Jerónimo y su pene mostraba signos evidentes de estar cachondo. Pero cogerlo y trajinárselo en el claustro de una clausura de monjas era demasiado fuerte para arriesgarse, aunque desde hacia rato no pasaba ni un alma por aquel lugar. Y Jerónimo, siempre atento a cuanto lo rodeaba, se fijó que en un extremo y bastante oculto entre las arcadas, había un túmulo de piedra que no llegaba a estar adosado al muro, quedando un hueco entre el sarcófago y la piedra de la pared. Y el monje, sin pensarlo dos veces, agarró de la mano a Ariel y lo llevó hasta allí escurriéndose ambos detrás de la tumba. Y sin más, Jerónimo levantó las faldas y el otro se la endiñó como si fuesen dos perros callejeros montándoselo al pie de una tapia.

Y que aliviados quedaron con eso, ya que después del estrés provocado por los acontecimientos en la taberna, los chavales necesitaban relajarse como fuese. Y qué mejor manera de hacerlo que aligerando la presión de sus pelotas. Y después de un rato se dejó ver de nuevo el capitán, que terminaba de abrocharse el cinturón del que pendía la espada. Miró con suficiencia a los dos muchachos y les dijo que lo acompañasen. Ellos se pusieron en pie y el fraile se alisó el sayal algo manchado por delante y fueron con el soldado hacia la entrada del convento. Y, ya en la calle, el capitán le dijo al fraile que no volvería a su convento porque iba a arreglar con el cardenal para que lo acogiese en su corte como uno más de sus fámulos. El lo hablaría con los otros monjes y no debía preocuparse de otra cosa que no fuera obedecerle a él. Jerónimo miró a Ariel, pero no fue ni con sorpresa ni menos con miedo, sino con una alegría mal disimulada , puesto que ya sospechaba el motivo real por el que Juan quería que pasase a servir al primado, Mejor dicho, sabía de sobra que al que serviría era al capitán de su guardia y no como fámulo sino como puta.

No había más que ver como miraba el soldado al joven monje y de que manera se fijaba en la redondez que le formaba el hábito en el trasero para imaginar lo que pensaba el oficial y que intenciones tenía hacia Jerónimo. Ariel también se percató de la situación, pero no le importaba en absoluto quedarse sin la compañía de su amigo el fraile, puesto que estaba seguro que con él tampoco encontraría la felicidad. Mas no abandonó la compañía de Juan y Jerónimo y se fue con ellos a la posada donde se albergaba el soldado. Y al llegar al cuarto, Juan comenzó a desnudarse y les dijo: “Vamos a descansar un rato porque en el convento tuve que cumplir con una monja que ya me tirara los tejos nada más entrar en ese recinto religioso acompañando al cardenal. Algunas están allí no por vocación sino por decisión de su padre o tutor y eso las hace vulnerables a las pasiones de la carne. Más, si en lugar de ver al capellán o a un monje achacoso se encuentra de pronto con un hombre erguido y todavía vigoroso, sobre todo en la entrepierna. Así que dejadme que me recupere y luego nos lo montamos los tres sin necesidad de ir de putas. Que además al frailecillo le vendría muy grande una moza armada con un par de tetas. Sin duda prefiere un buen par de cojones que sepan empujar una buena tranca en su trasero”.

Jerónimo rió con algo de histeria y Ariel no entendió bien que se proponía el soldado respecto a él. Pero tampoco se alarmó demasiado por ello y sin preocuparse de lo que pasaría más tarde, se quedó dormido en un rincón al lado de su amigo el franciscano. Sin embargo el joven monje no pegó ojo imaginando las delicias que le depararía servir al cardenal estando cerca el fornido e impetuoso capitán de su guardia con su espada en ristre.

continuará

lunes, 27 de diciembre de 2010

Errante

Pasaban los días y Ariel se fue acomodando en la casucha de Bruno y su hija, porque encontró allí el calor del hogar que nunca tuvo y el afecto de esas dos personas entrañables y buenas que daban cuanto tenían sis pedir ni esperar nada a cambio. Ayudaba a Bruno en las labores con las cabras y lo acompañaba al monte a por leña o castañas y atendía también las colmenas o limpiaba los alrededores de la vivienda de maleza. Y en cuanto le quedaba un tiempo libre, primero arrancaba las zarzas que pretendían salir al pie de lo muros y las cercas y luego buscaba la compañía de Rosaura para besuquearla y sobarle las tetas. Levaban una vida sencilla, pero grata, y no le faltaba cada noche el calor de los pechos de Rosaura en las mejillas, ni tampoco un cobijo para su miembro entre las piernas de la mujer.

Quizás Bruno ya veía en Ariel un futuro yerno y el padre de sus nietos, demás de un valioso colaborador para sobrellevar la miseria y el peso de la familia. Pero el chico sabía que todo eso no era lo que pretendía ni mucho menos podía confundirlo con la felicidad. Ese estado tenía que ser otra cosa más intensa y emocionante. Llegó a apreciar a Rosaura y a su padre, mas sólo era estima y un cierto cariño por quienes se portaban tan bien con él. Hasta hizo buenas migas con el mastín, que lo seguía algunas veces al ir al monte, Y Ariel nunca llegó a discernir si el perro lo hacía por amistad o por guardarlo de los lobos como a una cabra más del reducido rebaño de Bruno. Porque por las noches, con luna o sin ella, escuchaban aullidos que rasgaban la negrura del cielo y erizaban el pelo tan sólo con imaginar las feroces fauces de esas bestias. Y cuando eso ocurría, Ariel se arrebujaba más contra las tetas de Rosaura como si protegido por los pitones de esas mamas no pudiese ser pasto de tales alimañas.

Ya no podía precisar el tiempo que llevaba con esa gente tan amigable, pero una mañana sintió que el aire le faltaba y su naturaleza le pedía movimiento. Y, no sin dolor y pena, les dijo a Bruno y su hija que debía proseguir el viaje en busca de la felicidad. El buen hombre no ocultó su desilusión ni la tristeza por perder al amigo más que al posible yerno y la hija lloró en silencio y se tapó el rostro con las manos cuando Ariel se alejaba de ellos. Y el mastín no rugió, sino que ladró primero y luego aulló con lástima al ver que Ariel se iba sin mirar atrás. Y pronto los árboles taparon la silueta del viajero, que se desdibujó en los ojos de esas dos personas al dejarlas para seguir su destino.

Anduvo muchas leguas y millas y volvió a tener hambre de días y polvo acumulado en su cuerpo y las ropas del difunto hermano de Rosaura que ésta le dio. Y ya muy cansado y sin ánimo para nada, al bordear un río se topó con tres frailes de la orden franciscana. El de más edad le dijo que iban hacia las tierras del conde de Lemos, para hacer noche en el convento benedictino de San Vicente del Pino. Pero que su misión era llegar a Tordesillas para entregar una carta del obispo de Tui al cardenal primado. Ariel no tenía especial predilección por la religión ni esas cosas relativas a la iglesia, pero en la compañía de esos monjes vio una buena oportunidad para tirar adelante en busca de su objetivo.

Pronto hizo amistad con el más joven de ellos, casi de su edad, y este muchacho, tímido y con poca fuerza en sus músculos, le hablaba de cosas que él nunca escuchara, pero que al oírlas en boca de aquel joven, cuya cara barbilampìña parecía la de una mujer, le resultaban interesantes y entretenida la charla del joven fraile. Este le contó que el cardenal Cisneros, que también era franciscano, iba a esa villa a visitar a la reina loca. Y ellos se entrevistarían con ese poderoso arzobispo, que gobernaba el reino de Castilla desde la muerte del rey Don Fernando, padre de la reina, y le darían la misiva de su obispo, para regresar luego a Tui con la respuesta del primado. Ariel tampoco sabía nada de las cosas del mundo de los poderosos, ni mucho menos de la política de estado que ocupaba la vida de los grandes señores, y quiso saber por qué motivo gobernaba el reino otra persona en lugar de la reina Juana. Porque si alcanzaban sus conocimientos a saber el nombre de la soberana, pero él no sabía que ella estaba encerrada desde hacia años en un palacio de ese lugar, convertido en una regia cárcel para la augusta hija por su propio padre.

Al chico le parecía monstruoso lo que Jerónimo le decía, pues ese era el nombre del dulce religioso, pero el otro fraile de más edad le explicó someramente cual era la situación de la reina y los motivos que llevaron al rey Fernando a encerrarla al quedar viuda. Fray Nicolás, que así se llamaba ese franciscano, le contó que Doña Juana no quería separarse del cadáver de su difunto esposo, el rey Felipe. Y con el motivo de llevarlo desde Burgos a Granada para ser enterrado en la catedral, como el mismo Don Felipe había dispuesto, excepto su corazón que debía ser enviado a Bruselas, lo que cumplió su esposa tras sacarlo de la tumba y ordenar el traslado de los restos a la ciudad de la Alhambra, la reina, embarazada de un hijo póstumo del marido, emprendió un viaje que duró ocho meses por tierras castellanas, soportando el frío nocturno, ya que solamente viajaban por la noche y descansaban durante el día, y se hizo acompañar por una procesión de religiosos y nobles y un nutrido séquito de damas, sirvientes y soldados.

Añadía el monje, que no tardaron en surgir rumores sobre la demencia de la reina entre los habitantes de los pueblos por donde pasaba el cortejo, dado que ella no se separaba ni un instante del féretro y mandaba abrirlo para ver al esposo muerto y ya en estado de putrefacción. Los nobles empezaron a quejarse por considerar que siguiendo a la soberana descuidaban sus haciendas, hasta que tuvieron que detenerse en la ciudad de Torquemada, donde la reina dio a luz una niña que se llamó Catalina. Y de allí, su siguiente destino fue su encierro en Tordesillas por orden del padre, donde llevó con ella a la recién nacida. Qué lejos estaban entonces aquellos hombres de saber que esa criatura, después de sufrir el cautiverio de su madre, saldría de la prisión para contraer matrimonio con el rey de Portugal Juan III el piadoso y satisfacer de ese modo los intereses de estado de su hermano el emperador, que también tomaría por esposa a la hermana de dicho monarca, la hermosa Isabel de Portugal.

Ariel pensó entonces que tampoco el poder y la riqueza te libraba de ser desgraciado como esa pobre reina, que siendo en teoría la mujer más poderosa de la Europa de su tiempo y ostentar gran numero de títulos y honores, sólo era una cautiva a la que sus carceleros trataban con dureza y hasta desprecio. Y reflexionó sobre ello, llegando a la conclusión que en todos esos oropeles de la grandeza tampoco estaba la felicidad. Y Ariel le preguntó a Jerónimo, lleno de estupor, para que hicieran reina a una mujer que sólo quiso el amor de su esposo y que sin querer otro privilegio que el de ser amada por ese hombre, hasta eso tan aparentemente sencillo le negaron. Realmente el amor desmesurado, tal y como lo cantan los poetas, puede parecer locura, se dijo para sus adentros el mozo. Y el tercer fraile le aclaró que el afán de poder de otros puede trastocarlo todo y hacer parecer malo y perjudicial cualquier sentimiento por muy sincero e inofensivo que sea. Y en parte eso era lo que ocurrió y ese desvarío de Doña Juana sirvió para que su sagaz padre recuperase el control sobre los reinos de la hija, que también eran suyos desde que se casara con la reina Isabel, madre de la ninguneada reina loca. Y a la muerte de Don Fernando, lo que sumaba más coronas sobre las sienes de Doña Juana, y mientras no se aclaraba la situación del estado e incluso la posible sucesión en el trono por su hijo primogénito Don Carlos, criado en Flandes, el cardenal primado se había convertido en el gobernador de Castilla, así como Don Alonso, hijo natural del difunto rey Don Fernando y arzobispo de Zaragoza, se encargaría de lo asuntos concernientes a la corona de Aragón.

Jerónimo dijo entonces que más parecía una cuestión de estado y de ambición que un problema de verdadera locura de una mujer que no debió jamás heredar tanto poder, ya que ni lo quería ni buscó ostentarlo y ejercerlo nunca. Fray Antonio añadió que la reina ya en vida de su marido fue infeliz y él abusó de la situación que le daba ser su consorte, hasta lograr ser proclamado rey por las cortes de Castilla y apartarla a ella del gobierno. El monje concluyó diciendo que ser tan poderoso puede ser la mayor desgracia si tienes demasiados escrúpulos y encima amas demasiado a quienes sólo procuran y quieren su propio beneficio, como es el caso de esa pobre desgraciada que ahora tildan de loca, pero no dejan que sus súbditos la vean por si descubren la verdad y se amotinan contra los usurpadores de su poder.

Ariel quedó triste al conocer toda esa historia, pero el camino hasta Monforte se le hizo corto y los frailes le invitaron a albergarse con ellos en el convento. No lo vistieron con un sayal, pero también compartió la cena en el refectorio de los monjes benedictinos y, tras la última oración, compartió un humilde catre con Jerónimo. Y a media noche notó el calor del cuerpo del otro joven en su vientre y su pene se puso en condiciones de actuar. Instintivamente echó un brazo sobre la cadera del joven fraile y creyó que estaba dormido profundamente, ya que no se movió ni hizo el menor además por librarse de ese peso. Ariel no quiso moverse tampoco y hasta respiraba quedamente para hacer el menor ruido posible. Y pasados unos minutos, que al chico le parecieron eternos, apreció que Jerónimo se subía las sayas del hábito y dejaba al aire los muslos y el culo. Eso excitó más al mozo y no tuvo reparos en apoyar el pene, ya muy duro, en la carne del fraile. Y el resto fue como coser y cantar. No le hizo falta presionar mucho y el instrumento entró solo y sin esfuerzo por el ano de Jerónimo. Y Ariel templó y acarició las cuerdas eróticas de su compañero de jergón y lo hizo vibrar como un arpa bien afinada. Nunca había catado carne de su mismo sexo, pero no le disgustó nada su primera experiencia sexual con otro hombre. En realidad lo usó y trató como si fuese una mujer y no un machito con pene. Pero le gustaron especialmente sus besos y el tacto tan suave y delicado de su piel. Le pareció mejor que estar con Rosaura, a pesar que el chico no tenía tetas donde recostar la cabeza y juguetear con los pezones y mordisquearlos. Sin embargo, las nalgas eran más duras y su redondez lo puso muy cachondo durante toda la noche, obligándole a repetir la penetración más de una vez.

continuará




domingo, 26 de diciembre de 2010

Errante

Ariel se decidió a morir matando y echó mano al cuchillo, pero en eso se abrió la puerta de la chabola y una voz imperiosa le ordenó al perro que se callase y estuviera quieto. El animal obedeció al instante y se echó al suelo, como temiendo o la reprimenda o el premio, y el mozo vio ante él la imagen de su salvadora. Quizás por la tensión o el pánico, en los primeros segundos de tiempo ni se había dado cuenta que la voz era de una mujer. Pero ahora se dio cuenta que era joven e irradiaba lozanía y determinación en cada gesto o movimiento de su mano. Y aunque su aspecto no era autoritario, sino afable, al mastín lo había dominado con muy poco esfuerzo, dejándolo a la altura del más dulce de los corderos.

La mujer llevaba el cabello suelto y sus mejillas algo coloradas daban a su rostro el saludable aire del campo. Sin sonreír, le pregunto al chico que buscaba por aquellos pagos y Ariel sólo pudo decir, comida. Y acto seguido aclaró lo del aroma a pan tierno y que su estómago lo empujó hasta allí sin parar de moverse y rugir casi con tanta fiereza como lo hiciera el perro. Rosaura, que ese era el nombre de la moza, mientras Ariel hablaba, iba inspeccionándolo de pies a cabeza y algo le dijo en su interior que el zagal no era malo y podía arriesgarse a darle de comer y hasta dejar que descansase bajo techado. Ariel entró en la casa sin mucho convencimiento de que no hubiese dentro algo peor y más feroz que el mastín, pero el calor de la leña ardiendo en el hogar y ver una bolla de pan esponjoso y un pote humeante al fuego que olía a leche de cabra, disiparon sus dudas y sus miedos y se dejó llevar hasta una mesa y que ella lo sentase en el banco de madera como si sólo fuese un niño al que su madre le va a dar el desayuno.

Rosaura fue muy generosa poniendo leche en un tazón bastante hondo y cortó unas rebanadas de pan que hacían saltar de alegría los grandes ojos pardos del chico. Ella no hablaba demasiado sobre si misma y él le contó lo poco que tenía un cierto interés en su vida. Y, sobre lo que hizo mayor hincapié, fue en el motivo del viaje y su intento por encontrar la felicidad. La mujer lo miró con una sonrisa muda y le preguntó que era para él la felicidad. Pero Ariel no supo contestar lo que entendía por esa palabra y se encogió de hombros con la mayor expresión de interrogación en su mirada, como preguntándole a ella a su vez que le dijese como podía ser feliz. Rosaura insistió y Ariel dijo que quería ser dichoso y no volver a sufrir.

Y ella se río mostrando una ternura maternal y de paso que le ponía delante más rodajas de pan con miel y un pedazo de queso fresco de cabra también, le alborotó con una mano el pelo. Y esa caricia le pareció al chaval lo más tierno que le habían hecho en toda su existencia y ni siquiera la sombra oscura de su barba sin afeitar logró trastocar el aspecto infantil de sus mejillas y la expresión de sus labios al sonreír. Pero también se dio cuenta el mocito que ella no era tan mayor como para poder ser su madre y que el pecho de Rosaura no sólo era generoso por dentro sino por fuera también. Era mayor que él, pero no tanto como para no ponerlo nervioso al ver como se agitaba ese pecho femenino delante de sus narices al servirle. Y no le importaría que en lugar de tratarlo como a un hijo, lo considerase un hombre, aunque no rechazaría que lo amamantase como a un niño de teta. Rosaura olía a limpio y emanaba de ella algo ingrávido que flotaba en el aire para recordarle al muchacho que al despertarse cada mañana tenía muchas ganas de orinar, pero debía esperar a que remitiese su erección para aliviar su vejiga. Y ahora era su pene quien le hacía evocar ese primer momento del día, que incluso durmiendo al raso y con frío se producía invariablemente y abría los ojos notándola dura. Porque amanecía con la minga tiesa y rígida como el mástil de una barcaza con una sola vela.

La mujer aspiró tres veces por la nariz al estar a su lado y percibió un tufo que no le agradó nada y al momento se fue a otro cuarto y regresó arrastrando una tina grande que colocó cerca del fuego. Y sin más le ordenó al chaval que en cuanto acabase el desayuno fuese al pozo situado tras la choza para sacar varios cubos de agua y acarrearlos hasta allí. Ariel no preguntó para que necesitaba tanta agua, pero tampoco se dio prisa en terminar el cacho de pan con queso que se estaba zampando. Y en eso, entró por la puerta un hombre de mediana edad, fuerte como un roble y con poblada barba, que al destocarse el gorro de lana de oveja que le cubría la cabeza, dejó ver unos pelos ralos que ya apuntaban a grises. Miró al chico y no dijo nada. Y Rosaura se limitó a decirle a Ariel que era su padre.

El mozo se levantó al ver a ese hombre de manos enormes y éste le ordenó sentarse y que terminase de comer tranquilo. Y añadió que luego le ayudase a descargar el borrico que traía cargado con leña. En unos minutos ya lo habían integrado en el trabajo diario de la humilde cabaña y aquella buena gente ni siquiera sabía de que lugar venía el zagal, ni si sus intenciones reales eran buenas. Pero Rosaura fue más precisa hablando con su padre y le anticipó que el chaval, antes de nada, necesitaba un buen baño y una ropa decente conque vestirse, ya que traía puestos unos andrajos sucios y mal olientes. Bruno, que así se llamaba el hombre, le dio una fuerte palmada en la espalda al joven y con una risotada sonora le anunció que su hija iba a dejarlo lindo como un pincel si se dejaba llevar por su mano. Mas también estuvo de acuerdo en lo de lavar al chico y tirar los harapos que tapaban su cuerpo, sin aprovechar ni las alpargatas sucias y medio rotas que usaba como calzado.

Y entre Bruno y Ariel trajinaron suficientes calderos de agua como para llenar la tina donde tenía que lavarse el zagal. Rosaura puso a calentar el agua y la fue vertiendo en el gran barreño para el baño de Ariel, pero al chico de pronto le entró vergüenza de enseñar sus partes pudendas y Bruno le conminó a desnudarse y quedarse totalmente en pelotas, puesto que el agua no le iba a hacer ningún daño. El mozo alegó que no era eso lo que le impedía mostrarse como lo trajeran al mundo, sino el hecho de que lo viese en cueros su hija. Y ella soltó una carcajada diciéndole que no era el primer hombre que veía sin nada encima. No tenía que temer que ella se ruborizase por eso y sin más explicaciones, ella mismo comenzó a quitarle los raídos calzones al muchacho.

En un santiamén, Ariel ya estaba de pie junto a la tina con el culo y su sexo al aire, pero el pene no apuntaba al suelo sino al techo. La chica no se puso colorada, precisamente, pero le salió del lama una exclamación respecto al tamaño y grosor del órgano viril de aquel mozo. Y el padre no ocultó una risa jocosa tanto por la cara de su hija como por el rubor encendido en la del chaval. Y aunque el baño humeaba y se apreciaba muy caliente, Ariel se metió rápidamente en la tina y se sentó para que el agua cubriese en parte su pene, que sobresalía exhibiendo descaradamente la potencia de su juventud. Y Bruno se marchó con la excusa de partir más leña para el fogón, dejando solos dentro de la choza a la hija y al zagal. Ella quiso no mirar la espalda mojada del chico, sobre la que las llamas del hogar se reflejaban y bailaban haciendo que le brillase la piel, pero como la mujer de Lot volvió la cabeza para ver lo que ya sabía que le resultaría atractivo.

Y miró a Ariel, que estaba a gusto en el calor del agua y le invadía todo su ser esa placentera sensación que uno siente al notar como los músculos se relajan y cierras casi involuntariamente los ojos para no pensar. Y, sin embargo, lo que consigues es imaginar cosas tan hermosas que el confort que notas es mucho mayor y piensas. O sueñas, quizás. Pero todo cuanto te rodea te da igual, pues lo único de deseas es seguir sin moverte ni hacer nada más que dejarte llevar por esa sensación que afloja tus nervios y las tensiones. El mastín dormitaba panza arriba y no daba la impresión que persiguiese algún lobo. 

Rosaura se acercó y empezó a frotarle el pecho, que apenas tenía un ligero vello en el medio y fue bajando por el estómago hasta el ombligo del chaval. Allí se encontró con el borde del agua jabonosa y le dijo al mozo que se reclinase hacia atrás. Y al hacerlo, emergió de la tina el vientre con un reguero que formaba un hilo oscuro de pelo que se abría en una mata más espesa y rizada en el pubis. Y vio otra vez el pene que latía mostrando un glande hinchado de sangre. Ella no se arredró al verlo y enjabonó esa parte con mayor dedicación que el resto. El muchacho se dejó hacer y no quiso abrir los ojos para no romper el hechizo del momento. Prefirió que Rosaura hiciese lo que le diese la gana con él. Y estaba seguro que fuese lo que fuese, se lo agradecería en el alma.

Y por un instante pensó si esa sensación de calma y paz pudiera ser eso que cantan los trovadores. Mas ellos hablan más de amor que de sexo y aunque no le importase yacer con aquella mujer, que era bastante sensual como para ponerlo cachondo, no sentía por ella nada especial dentro de su corazón. Y eso le hacía dudar que fuese feliz tan sólo por sentirse bien en su compañía. Pero tampoco se sentía con fuerzas para rechazar los favores de aquella hembra si ella se empeñaba en abrirle su cuerpo. Mas también estaba por medio su padre. Y que pensaría ese hombre tan fornido si aprovechaba su hospitalidad para beneficiarse a su hija y luego largarse con viento fresco?. Y encima, lavado, comido y con ropa más decente y arreglada que la que antes traía. Seguramente no es que se llevase la honra de esa mujer, pero también podía ser que le dejase algún regalo en el vientre, que a lo más tardar en nueve meses estaría berreando para que su madre le diese de mamar. Y al pensar en eso, volvió a imaginar los pezones de Rosaura dentro de su boca y se excitó aún más.

continuará


viernes, 24 de diciembre de 2010

Un cuento para adultos

Como la nube que vaga por el aire viendo donde descarga la lluvia que fertilizará los campos, así quería recorrer el mundo para descargar su bagaje de afecto, dando su corazón y sembrando felicidad. Esta es la historia de un alma errante y solitaria que sólo quería ser tan amada como ella deseaba amar a los demás. Y es mi regalo en estas fiestas para todos los lectores de esta página.



Errante



Hubo otro tiempo en que la tierra estaba poblada por gentes sencillas en su mayoría, pero, al igual que ahora, unos pocos dominaban los territorios y a sus moradores, como si una cosa y otra fuesen de su absoluta propiedad. En esta época y en un rincón de la tierra, vivía un joven de aspecto corriente, sin llegar a ser vulgar, pero generosamente dotado por la naturaleza en gracia y una estructura muscular bien proporcionada, que, sin saber exactamente en que consistía, buscaba la felicidad.

Esa idea ocupaba su mente, pero, como ya he dicho, el muchacho no sabía que era eso de ser feliz. Ni siquiera tenía un concepto medianamente claro sobre que podría necesitar para alcanzar tal estado. Y, sin embargo, en su interior una voz le decía a gritos que tenía que existir algo por lo que mereciese la pena haber nacido, ya que hasta el momento no contaba con nada que compensase el trabajo de permanecer sobre la tierra.

Ni tenía familia que lo quisiera, ni ningún amigo lo echaría de menos si desaparecía del pueblo que lo había visto nacer. Y, sin nada que llevarse, ni mucho menos que tuviese algún valor, el chico partió una mañana de niebla sin rumbo fijo, pero caminando hacia cualquier otro lugar donde encontrase eso que tanto deseaba. La felicidad.

Anduvo algunas millas y no encontró ni nada ni a nadie que le indicase que camino sería el mejor para llegar a un destino idílico. Y al caer la noche, cansado y hambriento, se tumbó al pie de un castaño para descabezar un sueño. Y soñó. Soñó con praderas verdes cubiertas de flores amarillas y blancas, mecidas por una ligera brisa que refrescaba su cara y le movía suavemente sus cabellos ensortijados de color castaño. Vio, de una manera imprecisa, una figura vestida de blanco, pero que no lograba discernir su sexo. Le parecía hermosa, pero no distinguía ni su rostro ni nada que le asegurase que era un alma con cuerpo o solamente un espíritu.

De lo que no se trataba es de un hada buena, porque la realidad de la vida ya le había enseñado que esos seres no existen. Y ni siquiera en la imaginación pueden darse esas criaturas excelsas tan perfectas y bellas. Y sabía bien como eran los hombres y cuanto escaseaba la bondad entre ellos. E incluía en eso, metiéndolos en el mismo saco, tanto a seglares como a religiosos. Porque malas experiencias las había sufrido con unos y con otros y ni una sola vez encontrara un ser que destruyese el mal concepto que tenía de todos ellos.

Y le daba igual que fueses hombres o mujeres, porque estas también intentaran sacar provecho del chaval y llevarlo al huerto en más de una ocasión. Y ellas ni siquiera respetaron sus pocos años cuando aún no le había salido el vello en los sobacos ni sobre el pene. Ahora hasta le apuntaba la barba en las mejillas y cada vez era mayor el acoso femenino que soportaba con demasiado frecuencia. Solían llamarle guapo y buen mozo. Y al menor descuido ya le estaban agarrando el paquete. Y hasta un par de ellas lograron que las montase y las dejase relajadas y contentas con su esfuerzo por colmarlas de dicha. Pero hasta con eso tuvo problemas en uno de los casos, puesto que apareció un hombre vociferando que lo quiso matar y lo amenazaba con cortarle los atributos masculinos entre insultos hacia él y la mujer, que lo más dulce que le llamó fue puta zorra del demonio.

Ahora dormía en mitad de la nada y de todo, puesto que en su cabeza se abría un sin fin de posibilidades y todas ellas podían ser magníficas o resultar una mierda, en función del resultado que obtuviese de las nuevas experiencias que se abrirían a cada paso que diese por ese mundo que estaba dispuesto a explorar. Antes del amanecer sintió frío y se despertó agitado por un presentimiento que sin parecerle malo de entrada, tampoco lo tenía por bueno, ni conseguía precisar el alcance de esa sensación que le desasosegara todavía dormido. Se dio media vuelta sobre si mismo e intentó conciliar el sueño otra vez, pero el trino tempranero de un gorrión no le dejó pegar ojo de nuevo.

Y se levantó de un salto y se desperezó y estiró las piernas y los brazos bostezando. Miró a ambos lados, como buscando o esperando ver algo nuevo en su entorno, pero todo estaba más o menos como lo encontrara antes de acostarse la noche anterior. Su estómago le dijo que tenía que meter algo para que dejasen de hacer ruido las tripas, pero no se veía ni fruta a mano ni algo que sirviese para calmar el hambre y llenar el buche. Aunque un olorcillo muy agradable y cálido, a pan recién horneado, llegó hasta su nariz y la boca comenzó a segregar saliva como si ya tuviese un trozo entre los dientes.

Husmeó el aire y su olfato le indicó la dirección que debía seguir para llegar al punto donde se cocía esa tierna bolla que removía sus jugos gástricos. Y efectivamente divisó una casucha cuya chimenea de piedra humeaba llamando al convite. Pero quién habitaría allí y cómo lo recibiría al verlo en el umbral de su puerta. Compartiría con él ese pan acabado de hacer?. Eran épocas de escasez y nadie andaba sobrado como para mostrarse generoso con el primero que apareciese con cara de no haber comido caliente en días. Pero Ariel, que así le llamaron al mozo al nacer, y nunca escuchara otro nombre referido a su persona, según recordaba desde que tenía uso de razón, confiaba en que alguna vez encontraría otro ser que no fuese tan mezquino ni jodidamente egoísta y torticero como los que hasta esa fecha había topado en su corta vida.

Se acercó sin mucho convencimiento a la puerta de la covacha y antes de poder acercarse a menos de diez pasos, escuchó el rugido sordo y poco amistoso de un perro a su espalda. No se atrevía a girarse para no ver que animal lo amenazaba, pero por el rabillo del ojo percibió las fauces abiertas y llenas de colmillos de un perro enorme que destilaba furor mezclado con una espesa baba. Estaba perdido, puesto que solamente disponía de un rudimentario cuchillo sujeto al cinto. Y, o mucho se equivocaba, lo que no era probable, o aquel animal era un mastín leones y eso significaba que podría tronzarle un brazo antes de que pudiese defenderse de su ataque. Fea se le ponía la situación al buen mozo y debía pensar con rapidez si quería salvar el pellejo intacto.

Midió la distancia hasta la choza y sabía que podía correr más rápido que el perro, pero dónde se metería luego para que no lo alcanzase. Si la puerta se mantenía cerrada, aunque sólo fuese un minuto, estaba perdido y el animal lo trabaría sin remedio. Y correr hacia otra parte no era muy recomendable en tales circunstancias, ya que el mastín cogería velocidad y haría presa en él. Y tampoco había un puto árbol suficientemente cerca para poder trepar y ver desde lo alto al perro. El rugido del animal aumentaba el tono y Ariel perdía la esperanza de salir indemne de esta. Maldito olor y puñetera hambre que le llevó a meterse en tal fregado arriesgando la piel quizás por nada. Pues si que el viaje en busca de la felicidad iba a ser corto para aquel cativo muchacho. Al poco de empezar su camino ya le salía al paso la primera adversidad y no era poca su importancia.

continuará