jueves, 30 de diciembre de 2010

Errante

Un beso en la boca le hizo abrir los ojos al mozo y la chica le dijo que era hora de levantarse porque debía cumplir con sus deberes al servicio de la reina. Ariel le preguntó a Ana si no temía al estar tan cerca de una mujer que no estaba del todo en sus cabales. Y la moza le aseguro que Doña Juana con ella era muy cariñosa y jamás le vio maltratar de palabra u obra a nadie de su servicio. Con la gente humilde era generosa y sencilla. Y sólo se mostraba altiva y hasta brava con los nobles y poderosos que venían a alterar su paz. Sobre todo si le privaban de ir a visitar la tumba del marido. Ana le decía al chico que la reina era tan gran señora que fuera su madre y que su única alegría y consuelo era la pequeña infanta que vivía con ella. Pero si algún día se la arrebatasen, entonces se volvería loca de verdad. Y que de no ser tan poderosa y otros ambicionar sus poderes, sus manías tras la muerte del archiduque sólo se tomarían como algo no inusual en una viuda desconsolada por la defunción de su amado esposo. Y añadía la muchacha que Don Felipe no se la mereciera como mujer, porque ella era mucho más que él y no sólo en grandezas y títulos.

Y antes de despedir al mozo, Ana lo vistió de nuevo con otras ropas mucho mejores, desechadas por un paje de la soberana que era famoso por su elegancia y apostura. Ella le aseguró que era de su misma talla y tan bonito de cara y cuerpo como él. Y que vistos juntos, no se sabría cual de los dos era más bello. Ariel se sintió algo celoso por el comentario y sospechó que la joven ya se lo habría montado también con ese galán. Sin embargo, ella lo sacó de tales dudas al decirle que lo malo de ese otro joven, era que nunca en la corte de Doña Juana le conocieran pasión alguna por una mujer. El chico en cuestión sirviera en la noble casa de los Pimentel y desde hacía un par de años el señor conde de Benavente lo había puesto al servicio de la reina de Castila y León. Ariel terminó aceptando el atuendo que Ana le daba y salió del palacio cárcel real hecho un petimetre.

Y no había dado unos pasos fuera del caserón cuando una voz masculina y melodiosa a su espalda le dio el alto. Ariel se detuvo y se volvió para ver quién le importunaba de ese modo. Y ante sus ojos apareció un joven muy bien atildado y compuesto con capa y montera de plumas, que no tuvo que decirle nada para adivinar el otro quien era el personaje. Se trataba ni más ni menos que de Gonzalo, el guapo paje de su majestad y anterior propietario de los trapos que ahora vestía Ariel. Al darse cuenta este mozo del hecho de llevar encima las ropas del otro, se le ruborizaron las mejillas y quiso que lo tragase la tierra allí mismo. Pero el peripuesto muchacho le sonrió con afabilidad y le dijo: “Se te ve muy bien con mi ropa. Pero eso ya no está a la moda. De todos modos la luces y hasta se diría que es nueva viéndola sobre ti. Te la ha dado Ana, seguramente. Somos grandes amigos y yo le doy lo que ya no uso para que ella se lo regale a quien le parezca mejor. Y ya veo que tuvo gusto eligiendo un sustituto para mis trajes”. Luego le preguntó el nombre a Ariel y él le dijo cual era el suyo. Y como Ariel todavía seguía colorado como un tomate y avergonzado al verse ante ese otro mancebo tan bien vestido y hermoso, éste le echó el brazo por encima del hombro y lo invitó a beber un buen vino en su casa, que estaba muy cercana al palacio y era una noble casona no muy grande, pero bien arreglada y mantenida, pues al chico no le faltaban posibles.

Al entrar en la vivienda de Gonzalo, Ariel se acordó del capitán y Jerónimo y le dijo al chaval que unos amigos lo esperaban en una fonda. El otro quiso saber que clase de amigos eran esos y al oír el nombre del capitán, Gonzalo sonrió enigmáticamente y le respondió a Ariel que no se preocupase por ellos y que un criado iría a decirles que no lo esperasen por el momento. Ahora estaba con él y eso era lo único que debería importarle a los dos sin tener en cuenta más hombres armados que ellos mismos. Y el mozo se dejó convencer rápidamente por su anfitrión y se relajó completamente en cuanto le pegó un par de sorbos al vino de Rueda que le sirvió su nuevo amigo en una copa de cristal traída de Venecia. Y los vapores de la agradable bebida y el calor de la chimenea terminaron de proporcionarle a Ariel un confort y un bienestar que hasta ese día nunca disfrutara con nadie. Sintieron calor y se fueron despojando de todo cuanto llevaban encima, menos sus pieles tersas y la carne dura y vigorosa que cubría sus almas. Se quedaron como vinieran al mundo y ambos estaban mucho más hermosos así que tapando sus prendas naturales con otras por muy ricas y novedosas que fueran.

Gonzalo no dudó en acercarse más a Ariel y no tardó en agarrar su mano. El mozo sostuvo con la suya la intensa mirada del refinado joven y leyeron cuanto se decían sin necesidad de palabras. Despacio, como si el tiempo ya no existiese, juntaron los labios y no supieron el tiempo que duró ese primer beso, porque sin separarlos se fueron tumbando en el suelo delante del fuego y vieron el juego saltarín de las llamas en sus cuerpos que se iluminaban a retazos y se encendían por momentos con cada roce y cada toque que sus manos daban en el cualquier parte del otro. Ariel acarició el cabello de Gonzalo y le dijo muy pegado a su oído que era hermoso. Y el otro muchacho, tremendamente excitado y casi temblando de ansia, lo escuchó sonriendo y le besó la palma de la mano conque le acariciara. No tenían prisa por agotarse en sudor y esfuerzos por satisfacer solamente su lujuria. Sin decirlo, ambos buscaron algo distinto en ese primer encuentro y aún sin saberlo lo que deseaban los dos era amarse.

Y antes de llegar al sexo, ya se amaban y ansiaban ser el uno del otro. Y cataron todas las facetas del amor entre dos hombres sin dejar nada por sobar, ni besar, ni lamer. Y siempre rozándose con los dedos, para dibujarse y aprenderse los rasgos y la silueta que el aire cálido de la estancia recortaba contra el fuego de los leños que ardían en la chimenea. Y no era mayor ese calor que el del interior de ambos muchachos, porque ellos ardían y se consumían sin volverse ceniza ni esparcir humo aparente, pero si olor a hombre y a esencia de vida. Aroma de joven macho encelado y ciego de deseo que ansía compartir el placer con ese otro ser que de pronto es el motivo principal de su existencia. Y llegaron a unirse carnalmente, primero entró Ariel en Gonzalo y lo llenó de gozo. Y más tarde, tras un descanso sin dejar de verse ni abrazarse, fue Gonzalo el que penetró en Ariel y también lo colmó de placer. Lo hacían despacio y con suavidad para disfrutar los dos en ambos papeles y en todas las posturas posibles. Y tanto uno como el otro supieron cual era la diferencia entre el sexo sin más y hacer el amor apasionadamente deseando no acabar.

Después reclinaron sus cabezas muy juntas y charlaron de muchas cosas y volvieron a beber el buen vino de Rueda y comer almendras y nueces con queso y miel, acompañadas de pan tierno y con mucha miga, como lo sabe hacer un panadero artesano con buena harina de trigo de Castilla. Y Ariel sacó a relucir la situación de la reina en ese encierro impuesto por su propio padre y mantenido por el cardenal, aún sin haberla declarado incapaz para reinar el Consejo ni las Cortes del reino. Y Gonzalo, que estaba más enterado que el otro de esas cuestiones de estado, le dijo que corrían por los reinos malos vientos, porque los nobles pretendían recuperar las cotas de poder que fueron perdiendo durante el reinado de los padres de la reina Juana. Y, por si el ambiente no estuviese suficientemente enrarecido, algunos intrigaban pretendiendo sustituir en el trono al príncipe Carlos por su hermano Fernando, que además de nacer en Alcalá, se había criado y educado con sus abuelos maternos en Castilla. Y el chico añadió, que según le contara un servidor del cardenal, el prelado enviara emisarios a Flandes urgiendo la presencia del príncipe para acabar con los conatos de rebelión que surgían en el reino. Y concluía asegurándole a Ariel que al primado se le ponía las cosas muy feas si Don Carlos no venía pronto para aclarar el asunto de la gobernación de los estados de su madre.

Pero ni Gonzalo ni Ariel podían saber que el cardenal, antes de ir a Tordesillas había reunido al Consejo de Castilla para tomar una resolución al respecto, pues tenía noticias alarmantes respecto al príncipe, que fuera proclamado en Bruselas rey de Castilla y Aragón. Y eso podría considerarse como un golpe de estado, ya que la reina legítima era su madre y no se había proclamado su destitución en el trono. Y, después de largas deliberaciones, se acordó informar a su alteza de la decisión adoptada respecto a la nueva intitulación real para evitar desmanes difíciles de controlar.

Y, en consecuencia, Doña Juana sería la reina propietaria y nominal y en todos los documentos su nombre precedería al del hijo, que compartiría con ella las coronas y títulos de reina y rey de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas de Canaria, de las Islas, Indias y Tierra Firme del mar Océano, condes de Barcelona, señores de Vizcaya y de Molina, duques de Atenas y Neopatria, condes de Ruisellón y de Cerdaña, marqueses de Oristán y de Gociano, archiduques de Austria, duques de Borgoña y de Bravante, Limburgo y Luxenburgo, condes de Flandes, Habsburgo, Henao, Holanda, Zelanda, Tirol y Artois, y señores de Amberes y Malinas, entre otras ciudades, y más títulos de procedencia austriaca.
Un crío a punto de cumplir los diecisiete años acaparaba más títulos que cualquier otro monarca de Europa. Y por si estaba escaso de ellos el pobre y para no sentirse menos que otros, a la muerte de su abuelo paterno, el sacro emperador romano Maximiliano I, ceñiría la corona imperial como rey de romanos y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Y lo gracioso es que, aún así, casi toda su vida anduvo corto de dinero. Quizás se metió en demasiadas guerras y eso cuesta muchos cuartos. Pero todo eso a Ariel le traía al fresco. Y aunque ahora tampoco sabía si era feliz del todo y si en su viaje había llegado a buen puerto, aunque fuera lejos del mar, estaba muy a gusto con Gonzalo y su compañía y su casa le parecían algo más que confortables. Lo importante para él era que Gonzalo le gustaba y lo encontraba absolutamente adorable y hermoso.

continuará

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