Dicen que somos lo que fuimos asimilando desde niños todo cuanto hemos visto y oído a nuestro alrededor. Sin embargo, también cuentan que nuestro carácter no se forja con la educación solamente o las vivencias, pues desde el nacimiento se refleja en nosotros una forma de ser y hasta de pensar y entender lo que nos rodea que tamiza nuestra mente en función de esas neuronas e incluso de los genes que nos dan forma y materia y van formando nuestro organismo durante la concepción.
Pienso que todos deben tener parte de razón, pero estimo que lo importante no sólo está en lo que ya tenemos al sacar la cabeza a este mundo, dejando el placentero reducto en que flotábamos, sino también en cuanto podamos acrecentar y pulir nosotros mismos limando nuestras propias aristas y fomentando esas virtudes que logran convertir el genio, entendido como mal humor, en la chispa imaginativa y creadora que también se llama genio en el buen sentido.
Todo lo que aportemos a los demás, entregándoles algo de nuestro espíritu con la intención de mejorar la convivencia, es apilar en nuestro beneficio un cuantioso capital que hará más llevadera la existencia. Y al final nos daremos cuenta que esa es la única manera de sentirnos felices; o al menos contentos con nosotros mismos, que ya es bastante en los tiempos que nos han tocado vivir. Y no voy a decir que son peores o mejores que los anteriores. Dejémoslo en que son simplemente distintos y son los que nos tocan a nosotros y tenemos la obligación de edificar algo positivo para quien venga detrás.
Y por eso, exprimamos la imaginación y no nos quedemos a medio camino en una insoportable mediocridad que mata los mejores sentimientos y los sueños más irreales. Creemos lo imposible para ser cada día más auténticos y deshagamos la realidad para dejar que florezca la fantasía