sábado, 30 de julio de 2011

La casa grande V

Con cada crujido de las maderas al pisar los escalones para subir al primer piso de la casa, mi confianza crecía, tanto en el éxito de la empresa, como en mi inopinado compañero que poco antes encontrara en el desaliñado jardín. Notaba mi respiración con esa agitación característica que provoca la emoción de la aventura y me oía a mi mismo aspirar y exhalar el aire, notando la lengua seca, pero mi colega apenas hacía ruido y solamente sonreía cada vez que miraba su cara para interrogarle con los ojos a que cuarto nos dirigíamos. Y así de una en una recorrimos las habitaciones de la mansión; y al llegar a otra situada al fondo de un pasillo, me dijo: “Esta es la mía....... Quieres verla?”. Y cómo no iba a querer ver donde dormía ese muchacho que ya había ganado mi voluntad al conducirme por el escenario que, sin lugar a duda, era el decorado de un gran misterio.  
Empujó la puerta y me hizo pasar a esa habitación en la que solamente había una cama estrecha con una mesilla de noche en madera clara y una silla de enea con el típico asiento de cuerda, pero ya muy gastado y algo roto. Y un armario pequeño sin luna en su única puerta, ni ningún otro espejo donde pudiese mirarse Alfredo para verse una vez vestido. Pero no dije nada ni tampoco quise averiguar que clase de ropa guardaba en el armario. Simplemente me limité a pasar un dedo por la mesilla y comprobar que estaba llena de polvo y de una esquina a la pared había una telaraña que parecía estar allí desde bastante tiempo atrás. No podía decirse que ese cuarto brillase por su limpieza, ni tampoco se podía ver con nitidez a través de los cristales de la ventana, partida en cuatro cuarterones y que daba a la parte trasera del jardín.
Pero Alfredo irradiaba una alegría contagiosa al mostrarme su habitación y puedo jurar que entonces ni me di cuenta que hasta la colcha que cubría la cama estaba sucia a rabiar. Me encontraba a gusto con ese chico y debo reconocer que tanto su figura esbelta como el tono pálido de su piel y sus gestos y, sobre todo, la sonrisa que dejaba ver unos bien alineados dientes muy blancos, empezaban a atraerme de un modo raro que hasta entonces jamás había sentido por ninguna otra persona. Era como si no quisiese volver a separarme de él y hasta me hubiera gustado compartir su cama y su extraño mundo de polvo y abandono de años. Y por un momento me pregunté para mis adentros: “Cómo puede vivir este tío en una casa tan dejada de la mano de todos?”. Pero sólo fue por un momento que tuve esa reflexión más que hacerme una pregunta. 
En todo ese tiempo y en ninguna de las habitaciones visitadas, mencionó Alfredo a su abuelo ni a otra persona que perteneciese a su familia. Yo le pregunté por sus padres, pero no respondió. Y al insistir si estaban con él o viniera solo al pueblo, tampoco me dijo nada. Eso ya me mordía la curiosidad y le conté cosas sobre el colegio y los amigos que tenía en la ciudad, para ver si él soltaba también la lengua y me contaba algo sobre su vida, pero, si bien se interesó por mis asuntos y mis amistades, no me contó nada sobre si mismo, alegando con un gesto de desgana que no tenía nada interesante para contar ni menos para recordar de tiempos ya pasados, dando a entender que transcurrieran sin pena ni gloria para él.
Y de inmediato Alfredo me sugirió que saliésemos de nuevo al jardín para ver el palomar. Y allá fuimos los dos bajando a saltos la escalera y saliendo de la casa como dos potros a los que les abren la cerca para salir en libertad al campo a correr y saltar. Y corrimos alocados hasta la ruina de un palomar vacío de palomas. y nos metimos dentro y vimos que todavía quedaban cagadas blanquecinas y hechas piedra, pero ninguna pluma ni plumón que denotase la presencia reciente de aves en aquel albergue de escombros resecos. Entonces yo le propuse ir al río y él apoyó la moción con un salto y alborotando el aire con las manos, gritando: “Me encanta el río y el frío del agua en mis huevos!”. Yo secundé su jolgorio y también grité y lancé patadas y manotazos al viento diciendo que se nos encogerían los cojones al meternos en el río. 
Y nos fuimos de la casa a toda prisa y sin darnos cuenta llegamos al remanso solitario donde yo solía nadar y tomar el sol en pelotas. Y no tuve reparo alguno en decírselo a Alfredo; y él, sin darme tiempo a adelantarme quitándome mi ropa, se quedó en bolas y me enseñó su cuerpo desnudo con la mayor naturalidad del mundo. Yo lo imité, pero reconozco que sentí algo de vergüenza al principio. Mas en cuanto vi con que desparpajo se lucia Alfredo y me decía que mirase sus músculos, ya no sentí nada que no fuese el tibio calor del sol en mi piel y la satisfacción de ver que, mal que le pesase a Alfredo, mi cuerpo estaba más desarrollado que el suyo y tenía unos brazos mucho más fuertes. Para eso había hecho mucha gimnasia en el colegio y jugaba a casi todo, además de nadar y correr y andar en bici los fines de semana. Y no disponer de una bicicleta en el pueblo era algo que llevaba bastante mal, por cierto. Me habría ahorrado muchas caminatas al río o a otros muchos lugares de aquella aldea donde solía ir.
Volvimos a enredarnos en una pugna por ver quien tumbaba a quien, pero ya no era pelea como al conocernos, sino juego amistoso que dio con los dos rodando por la hierba mojada que crecía a la orilla del agua. Y nos quedamos uno sobre otro mirándonos a los ojos y sin pestañear. Y él, entonces, me dijo: “Me alegro de haberte encontrado al fin”. En ese momento de tensión contenida no llegué a entender todo el significado de aquella frase, ni me hubiera planteado escudriñarla para sacar de ella algo más que lo aparente. Y yo le contesté: “Yo también me alegro de estar aquí contigo”. Pero esa vez fui yo el que se atrevió a más y añadí. “Quieres que seamos amigos?”. Alfredo dejó que sus ojos se humedeciesen casi imperceptiblemente y sin decir palabra me dio un beso en la mejilla. Y con eso sobraban las palabras y acepté aquel beso como toda una declaración formal de perpetua amistad entre los dos.

Y con la agilidad de un corzo que brinca ante un obstáculo que se interpone en su camino, Alfredo se levantó y dándome la mano tiró de mí para incorporarme también. Y corrió para lanzarse al agua gritándome: “Marica el último”. Y yo salí como una centella tras él y lo alcance sin reparar en la frialdad del agua ni en otra cosa que no fuese darle una aguadilla por llamarme así. Y se la di y él me la dio a mí y nadamos en una loca carrera sin meta ni punto de salida. salpicábamos y chapoteábamos a nuestras anchas y al alzar los brazos formábamos abanicos de gotas de mil colores que irisaba la luz del sol. La piel nos relucía y se acentuaba la suavidad adolescente que todavía mostraba por la escasez de un vello más oscuro y frondoso, pues en algunas partes solamente teníamos pelusilla. Y donde ya creciera el pelo proclamando nuestra plenitud sexual, más que estorbar o romper la perfección de esa piel de primera juventud, le daba una mayor arrogancia para hacerla aún más sugestiva y atrayente para cualquier persona que supiese apreciar la belleza de dos vigorosos mozos.
Nos cansamos de jugar en el agua y salimos a secarnos tumbados al sol sobre la hierba. Y Alfredo no dejaba de mirarme como si quisiese aprenderse de memoria todo el contorno de mi cuerpo para recordarlo cuando ya no me tuviese delante. Y eso me hacía gracia y al mismo tiempo me entró una repentina timidez al notar que mi pene se ponía duro y comenzaba a crecer. Alfredo se dio cuenta de eso y se rió revolcándose por la hierba gritándome que estaba empalmado. Me puse boca a bajo con los mofletes colorados como tomates, para ocultar la evidencia de mi flaqueza, y el muy cochino me metió mano por debajo del vientre y me la agarró apretándomela con fuerza. Me revolví y lo insulté con cara de cabreo, pero yo también pude ver que su polla tampoco seguía flácida y su excitación era mayor que la mía.
Y volvimos a tumbarnos boca arriba mirando al cielo y con nuestros miembros viriles estirados a lo largo de la barriga. Y él fue quien empezó a cascarse la paja primero. Y yo también me desahogué al ver que él lo hacía; y no tardamos mucho en terminar mirándonos a la cara para comprobar quien se iba antes de los dos. Luego quedamos como agotados y sin poder pronunciar palabra ni volver a mirarnos a los ojos. Yo sólo deseaba que aquello no hubiese sucedido y él parecía tranquilo y relajado sin darle más importancia al asunto que habernos hecho un pajote en compañía en lugar de ser en solitario. Estábamos pringados de semen, en el que casi podíamos ver atrapadas las vitaminas desperdiciadas, y él me propuso tirarnos al agua otra vez para limpiarnos. Y lo hicimos y volvimos a darnos ahogadillas para liberar el exceso de testosterona que aún nos quedaba en los testículos.
Ahora me sería difícil decir cuanto tiempo pasamos en el río, pero si recuerdo que sin darnos cuenta, caminando y alternando carreras, nos vimos cerca ya de la casa de Amalia y él me dijo que no podía acompañarme hasta el viejo puente romano. Le pregunté por qué y le pedí que viniese a mi casa, porque mi madre se alegraría de conocerlo. Pero Alfredo me dijo que nunca cruzaba ese puente ni quería conocer la otra orilla. De todas modos le insistí y además le aclaré que la casa de Amalia estaba de este lado del río y no era necesario pasar el puente para llegar a ella. Seguimos un poco más y llegamos a casa de Amalia y no la vi en el corredor que daba al camino; y sin pensarlo dos veces ni mirar para Alfredo, dije: “Debe estar en la huerta regando los tomates. A estas horas suele hacerlo. Vamos. Por esta cancela se va al huerto que está detrás de la casa”. Y pasé delante de mi compañero y fui derecho hacia el fondo donde estaban los tomates y pimientos; y allí vi doblada hacia delante a Amalia que se afanaba con un sacho en abrirle el riego a su modesta plantación de hortalizas y verduras. Y sin esperar a que se pusiese derecha ni volviese la cabeza, le dije lleno de razón: “Este es Alfredo. Lo conocí en la casa grande”. 
Amalia ladeo la cara y sin mirarme del todo me soltó: “Ya eres algo mayorcito para andar con amigos imaginarios. No crees?”. Yo me quedé cortado por esa salida de Amalia y mucho más al volverse con los brazos en jarras mirándome de frente y decirme: “O es que ahora tú también crees en fantasmas?”. Miré hacia atrás y cual no sería mi asombro al no ver a mi lado al chaval. Y lo llamé casi con desespero, pero no contestó. Y le dije a Amalia: “Estaba aquí conmigo y estuvimos toda la tarde juntos. Me enseñó la casa grande por dentro y me dijo que era el nieto de una señora que está en un retrato sobre la chimenea del salón grande......... Te estoy diciendo la verdad, Amalia...... Por qué iba a mentirte e inventarme tal cosa?”. 
Ella no hablaba y yo añadí: “Además, luego fuimos al río y nadamos y jugamos hasta ahora que vinimos a saludarte antes de irme a casa..... Bueno, él ya me advirtió que sólo venía hasta el puente, pero que no lo cruzaba...... No me mires así, ni te rías!”. “No me río y te creo”, dijo amalia. Y añadió: “Lo que pasa es que tu amigo debe ser tímido y se habrá escondido detrás de aquella mata de judías..... Ves allí está...... Llámalo y dile que se acerque que no le haré nada malo. Al contrario. Pues tengo en la fresquera unas brevas que cogí para ti y que están diciendo comerme. Ve y tráelo!”. 
Y fui ligero hasta las judías y las aparté con la mano para dejar a la vista a Alfredo, pero allí no había nadie. Si Amalia lo había visto él se volatilizó más rápido de lo que yo fui a su encuentro. Pero sospeché de inmediato que ella no viera nada y sólo trataba de seguirme la corriente como si estuviese loco. Y para dejarlo claro me dijo: “Anda, chiquillo. Ven adentro y descansa un rato que mucho sol en la cabeza no es bueno...... Reblandece el seso y se pueden ver visiones”. Y yo ya no supe que decir, porque estaba anonadado y completamente confuso. Y grité otra vez el nombre de ese amigo que ya no estaba, pero no hubo respuesta ni salió de cualquier otro escondite en el que se pudiera haber metido para no dejarse ver por Amalia.
Y sin entender nada, seguí a la mujer y me senté a su lado sin ganas de brevas ni de otra cosa que no fuese aclarar la repentina desaparición de Alfredo. Y quizá sólo para contentarme, Amalia me dijo: “Será mejor que te cuente alguna cosa sobre la gente que vivió en esa casa y que creo que debes saber. Pero come alguna breva que están muy frescas y las cogí para ti esta mañana. Menuda obsesión tienes tú con la casa grande, hijo mío!. Hasta te hace ver lo que no es posible”.

miércoles, 27 de julio de 2011

La casa grande IV

Nos dirigimos hacia la parte trasera de la casa y seguí de la mano de mi lazarillo sin saber muy bien donde iba o que pretendía hacer el jodido rapaz. Se detuvo ante una puerta vieja y despintada y me soltó para empujarla girando al tiempo un picaporte oxidado y cubierto de mugre. La puerta cedió y quedó medio abierta y no nos hacía falta mayor apertura para colarnos en el interior de aquella casona solitaria y sucia. Y vaya si lo estaba!. Una suciedad congénita tapaba el enlosado blanco y negro, formando un damero, del suelo de esa habitación a la que entramos y que a todas luces era la cocina de la casa grande, que por supuesto hacía honor al apelativo de la vivienda pues era espaciosa y aún se veían cacharros polvorientos sobre las mesetas y otros ya oscuros y mohosos colgando de las paredes. Había más polvo acumulado en esa cocina que en todo el camino que llevaba al río, pero todavía podían verse los dibujos azules de los azulejos blancos que la alicataban y se notaba el cerco de otros objetos que dejaran impresa su presencia en el mármol ya grisáceo donde en otro tiempo se amasaran empanadas y tartas o se preparaban ricos y suculentos platos para la mesa de los señores de la casa.


Casi no me atrevía a respirar por la emoción contenida al saber que en cierto modo ya había quebrado en parte los sellos del secreto que guardaba la gran casa, pero sólo me ocupaba de mirarlo todo queriendo plasmar en mi retina todas esos objetos y percibir cuantas sensaciones me trasmitiese la audaz violación de una propiedad que, a mi entender, ya no tenía dueño o al menos quien fuese andaba muy lejos de allí para cuidarse de todo aquello que le pertenecía. Y mi guía me dijo que lo siguiese y pasamos a otra habitación con pinta de cuarto de servicio en cuyo centro había una gran mesa y algunas sillas de madera todavía útiles, menos un par de ellas que ya no tenían el asiento en condiciones de ser usado. Esas estaban desfondadas y las otras solamente cubiertas de mierda de años. Salimos a un vestíbulo presidido por una escalera que arrancaba desde el mismo centro y se bifurcaba en dos tras ascender el primer tramo, formando en el primer piso una balconada  en semicírculo que servía de distribuidor al rededor del que se ubicaban las habituaciones sitas en esa planta. Pero no subimos por esa escalera tan noble y Alfredo me llevó hacia la derecha sin decir nada.
Se detuvo ante una puerta de doble hoja con cristales biselados, me miró a la cara y me dijo muy solemne: “Aquí hay una gran sala, que es donde pasó mis horas muertas pensando en los seres que estuvieron aquí antes que yo. Es un lugar mágico para mí y me gusta sentarme en el sillón que está colocado frente a la chimenea, sobre la que está el cuadro de la señora que me mira como si en mí reconociese a un ser perdido y añorado por ella. Entra”. Y entré y vi el salón grande y adornado por múltiples telarañas que competían en lucimiento con los ajados cortinajes que medio cubrían los ventanales. Allí todo presentaba un aspecto dormido en el tiempo y a la espera de que una mano vigorosa y desentumecida desempolvase su alma devolviendo a la vida los muebles, jarrones, cuadros, y todo el universo de enseres de plata negruzca y opaca. Y Alfredo me llevó delante de la señora del cuadro y me fijé en sus ojos grises, que por la manera de mirar me recordaron de inmediato los de un gato y los del muchacho que me mostraba las entrañas de la casa que me obsesionaba sin entender el motivo ni el por qué de tal fijación. 
Miré la cara de Alfredo y luego otra vez la de la señora del cuadro y le pedí al chaval que descorriese una cortina para que entrase más luz y poder ver mejor el retrato. Y él lo hizo y me acerqué más al cuadro y me detuve en todos los detalles del vestido y el rostro de aquella mujer entrada en años y todavía hermosa que me miraba interrogándome que hacía en su casa sin ser invitado. Y casi estuve por decirle que había entrado con el dueño de la propiedad, pero recapacité y me dije a mi mismo que aún era pronto para sacar conclusiones prematuras sobre esa cuestión. Por el momento me pareció que los dos éramos intrusos en ese mundo que no nos pertenecía todavía y ella nos recriminaba por estar allí parados ante su retrato intentando leer los secretos que probablemente hubiese querido llevarse con ella a la tumba. Me dio la sensación de ser unos aventureros profanadores de tumbas faraónicas, cuyos espíritus nos pasarían sobrada factura por nuestra osadía y falta de respeto al descanso de los muertos. Pero ya estábamos dentro del mausoleo y entendí que no había vuelta atrás y sólo quedaba seguir avanzando en el esclarecimiento de la verdad que esa mujer parecía negarnos.
Y ante mi silencio Alfredo me preguntó: “Qué piensas?”. “En que esa mujer me mira como preguntándome que hago en su casa. Me mira como a un extraño y parece temer que esté contigo aquí”, le respondí. Y él me aclaró: “No sabe quien eres y por eso te mira así. Pero eso lo arreglo yo enseguida presentándote como un amigo mío.... Abuela, este es Pedro y ya no es un desconocido en esta casa. Además tiene mucho interés en verla y saber por qué ahora yo soy el dueño de todo esto. Por ahora es el único conocido que tengo en este pueblo. Ya te dije que sólo llevo aquí un par de días y aún no tuve tiempo de hacer amistades con nadie. Bueno, encontré a Pedro merodeando por el jardín y le invité a entrar en nuestra casa. Espero que no te importe. Y al abuelo tampoco. Aunque nunca hable con él y no me vea con tan buenos ojos como tú..... Ahora ya estás presentado y ella te acepta en la casa”. Y fuera por sugestión o por que realmente la señora del cuadro cambió su mirada dura por otra amable y más considerada hacia mí, el caso es que me pareció que hasta me sonreía y me saludaba con educación y cierto cariño por ser conocido de su nieto. Y me atreví a pensar que Alfredo era su nieto haciendo caso de sus propias palabras. Pero la verdad fue que ya no me plantee la menor duda sobre si era o no el dueño de la casa grande. 
Seguía sin entender que hacía un chico tan joven solo en una casa abandonada y sin alguien adulto que cuidase de él y de la casa. Tampoco lo había visto antes por el pueblo ni oyera hablar de él a nadie. Y eso en un pueblo pequeño si es raro, pues pronto sabe la gente la vida y milagros de los demás y registran la entrada de todo viajero de paso o visitante ocasional. Y si no saben con certeza algo sobre el individuo sometido a control, se lo imaginan o lo inventan. Pero nadie se escapa a que hablen de él ya sea para bien o para mal. Y Alfredo no iba a ser una excepción a la regla. Que yo supiese nadie había escapado todavía a la murmuración de las lenguas de aquel pueblo. Y por supuesto, no todas era bien intencionadas y de eso Amalia creo que sabía bastante.
Y otro detalle sospechoso respecto a Alfredo, era que ni siquiera Amalia mencionara al chico; y si realmente era nieto de doña Adela (y di por supuesto que ella era la mujer del retrato) era mucho más inexplicable la presencia de ese chaval no sólo en el pueblo sino también en la casa grande sin que ella supiese algo sobre él, ni me comentase tal cosa, puesto que no dejaba de ser algo banal, según creía yo entonces. Y como una saeta que atravesase mis sienes se me vino a la mente si este chico no sería un fantasmas de los que pulularían por las estancias de la casona. Mas me dije para mis adentros: “Lo vi a plena luz del día y en el jardín, Y eso no resulta muy corriente dentro de las costumbres de los espíritus que impepinablemente deben aparecerse por la noche y mejor en una de esas muy oscuras, o también si hay luna llena y se escucha el aullido de un lobo en la lontananza”. Me estaba haciendo un lío y pegué un respingo de muerte al sentir el toque de unos dedos sobre mi hombro derecho. Me volví casi atenazado de pavor y me encontré con la sonrisa de Alfredo que me incitaba a proseguir la visita y recorrer el resto de la casona, que a esas alturas para mí ya era encantada. 

lunes, 25 de julio de 2011

La casa grande III

Dudé volví atrás, lo pensé de nuevo. Y mis piernas obedecieron a mis íntimas obsesiones en lugar de seguir los dictados de la prudencia. Tomé por el atajo y sin querer admitir mi equivocación, por otra parte voluntariamente asumida e íntimamente deseada, me vi frente a las verjas oxidadas y mohosas de la casa grande. 
Vi hacia las puntas todavía afiladas y desafiantes, que terminadas en lancetas pretendían herir el cielo, y sopesé las posibilidades que tenía de subir por esos hierros y traspasar la gran cancela. Demasiado alta y cualquier resbalón o error me costaría quedar ensartado en la punta de sus lanzas. Miré y comprobé si era más sencillo trepar por el muro, aprovechándome del resalido de algunas piedras, pero tampoco estaba fácil la cosa y aún aquello era arriesgado y podría dar con mis atrevidos huesos en tierra desde una altura considerable. De lo que no cabía duda era que don Amadeo o alguno de sus antepasados había procurado defender su propiedad de intrusos rodeándola de un sólido cierre, alto y macizo como si se tratase de una fortaleza.
Casi estaba a punto de desistir, pero mi ansiedad por conocer mejor aquella casona me obligó a bordear la tapia por si encontraba algún resquicio por el que colarme dentro de la finca. Y anduve algún rato sin despegarme de tal bastión, hasta que medio oculto por las zarzas parecía que en ese punto las piedras se habían caído mostrando un flanco más débil en la estructura de la rotunda valla. Cómo pinchaban las espinas del zarzal y que moras tan negras y gordas me ofrecía el puñetero arbusto que me araño piernas y brazos. Pero a ese si lo vencí y además le arranqué algunas de sus sabrosas y maduras frutas, que siempre me encantaron recién cogidas de la zarza, aunque siempre me decían que era malo comerlas calientes y sin lavar. 
Las mismas piedras derrumbadas del muro me sirvieron de escalones para trepar y alcanzar la cima. Una vez arriba me senté como si hubiese hecho la mayor hazaña de mi vida y en lugar de estar sobre una tapia estuviese en a cumbre del Veleta o del Mulhacén. Y henchido de un inexplicable orgullo, miré los árboles centenarios de un parque abandonado y lleno de hierbajos y maleza. También miré hacia la casa y vi sus ventanas sucias y con más de un cristal roto o estallado y daba la impresión que en todo aquel escenario polvoriento y mugriento solo podían vivir ratas y arañas, porque incluso las más viles criaturas huirían de allí ante tanta desolación y tristeza. 
Mas, si ya estaba en lo alto del muro, no podía ahora rajarme y no saltar al interior de la finca y así lo hice. Mi aventura había comenzado y ahora todo aquel mundo se mostraba ante mis ojos que se abrían más por miedo que por la curiosidad de ver y procesar los datos que se almacenaban en mi cabeza. Los primeros pasos que di fueron cautelosos y más que hojas secas y ramas parecía que pisaba huevos y temía romperlos. Con cada crujido que oía al partir un palo o aplastar la hojarasca, mis carnes se abrían y daba un respingo que denotaba que mi valor iba mermando al adentrarme en aquel lugar en dirección a la gran mansión.
Llegué a los camelios blancos que  adornaran en su día los aledaños de la casa y a sus pies se extendía un mar de pétalos y flores marchitas desprendidas meses atrás de sus ramas. Me fijé en el brillante color verde de las hojas y me pareció mentira que sin cuidados de nadie todavía estuviesen tan lozanos como cuando seguramente los cuidaba doña Adela. Bueno, aunque quizás fuese mucho suponer que ella personalmente se encargase de podarlos en lugar de hacerlo algún jardinero o un mozo del pueblo a cambio de un módico jornal. La verdad es que no sé por qué me llamó la atención el estado de esos arbustos, pues también había grandes magnolios todavía con flores blancas y grandes como coles, que lucían unas hojazas de un fuerte verde oscuro y lustrosas. 
Y me paré al pie de una palmera, que destacaba de sus vecinos arbóreos  por su altura, y apoyado en su tronco tomé aire, tragué saliva, y me di ánimos para proseguir la investigación. Y por dónde entraría en al casa?, me pregunté. Las ventanas de la planta baja estaban cerradas y echadas las contras y no parecía fácil quebrantar sus pestillos. Y, por supuesto, las puertas tendrían que estar bien atrancadas también. Sólo parecía posible acceder al interior desde un gran balcón que se abría al jardín en el centro de la fachada principal, que daba la impresión de tener mal cerrada la puerta. Pero tenía que escalar por una vieja buganvilia de florecillas moradas. Se veía fuerte y los troncos de esa planta eran suficientemente robustos para trepar por ellos sin que partieran. Y por ahí me disponía a subir cuando a mi espalda escuché una voz que me espetaba: “Qué haces aquí?”. Y casi me cago de miedo en ese instante.
Me entraron ganas de mear y un sudor recorrió mi espalda y mis sobacos se empaparon. Me giré con la rapidez de un relámpago para ver cual de los fantasmas de la casa me había cazado intentando profanar su santuario de recuerdos. Y lo que vi me indignó más que asustarme, pero no supe o no pude reaccionar ante la imagen de otro mocoso como yo, de pelo alterado en rizos oscuros y unos ojos pardos y grandes que me miraban como si yo fuese un mal bicho. Y tras unos segundos, que eran largos como años, sólo se me ocurrió preguntarle: “Y tú quien eres?”. Y él respondió todavía más encasillado en su aparente enfado y derecho a proteger no sabía qué, pero algo sería si adoptaba ese aire de fiel cancerbero.
“Esto es mío!”, casi me gritó. Y añadió “Así que ya te estás largando por donde viniste!”. Vaya!. Mira que ufano dijo aquello el chaval!. Que la casa grande era suya y yo tenía que irme sin más y sin llegar a ver que guardaban sus paredes y qué flotaba en el aire de esa casa. Miré a ese majadero, que media dos centímetros menos que yo y tampoco deba la impresión que fuese más fuerte, y le dije: “Esta casa no tiene dueños y quiero verla. Así que esfúmate si no quieres que te arree un mamporro y te salte los dientes”. Ahora me asombro de ese alarde de valentía que tuve entonces, cuando nunca fui agresivo y mucho menos pendenciero. Pero posiblemente el temor a que él me agrediera y el entorno que me rodeaba, que minaba mis fuerzas logrando que me temblasen hasta las pestañas, provocaron en mí esa reacción casi heroica de amenazar con atacar como defensa ante una segura agresión del contrario.
Y debió hacer efecto mi baladronada o quizá, al menso ese creo ahora, que el otro chico no estaba muy seguro de vencerme y poder echarme a la fuerza si oponía resistencia, pero lo cierto es que cambió el gesto y su mirada hosca se tornó más humana y eso me dio ventaja para sacar mis redaños maltrechos y aparentar una calma y una determinación que en absoluto tenía. Y ya con más aplomo dije: “Si tu eres el dueño, tendrás las llaves de la puerta. O es que vas de farol, chaval?”. Y el otro coloreó sus mejillas de un tono más rosado y con cierto incomodo me contestó que no las llevaba encima, pero que el único dueño de la casa era él. Cuanto había allí le pertenecía y no permitía que nadie más pudiese creer que tenía algún derecho a estar en su finca. Pero a mi ya no me amilanaba el puto mocoso y le di la espalda y me dirigí muy seguro de mí mismo hacia la buganvilia resuelto a trepar hasta el balcón. 
Y él me sujetó por un brazo y me interceptó el camino. Eso ya era demasiado y sin pensarlo más lo empujé hacia atrás. Se revolvió contra mí y me agarró con todas sus fuerzas, pero le largué un manotazo y le estampé una sonora bofetada en la cara. Y eso fue bastante para enzarzarnos en una pelea y rodar por tierra amagando golpes y algún intento de mordisco, hasta que cansados de tales esfuerzos totalmente vanos, pues no parecía que en realidad tuviésemos ganas de herirnos seriamente, quedamos uno encima de otro más sucios que lastimados y resoplando como dos tontos sin saber como finalizar lo que no debimos empezar nunca.
Nos miramos a los ojos directamente y de repente él me preguntó: “Cómo te llamas?”. “Pedro”, contesté. Y pregunté yo: “Y tú ?”, “Alfredo”, respondió él. “Eres de aquí?”, quise indagar yo. “Sí”, me dijo. “Y tú no eres de aquí”, afirmó él . “No, pero mis abuelos son de este pueblo. Yo sólo vengo durante el verano”, contesté yo con un tono que pretendía entablar la paz entre los dos. Y en ese momento me fijé en su cara y los rasgos tan bien dibujados que tenía, incluso a pesar del enrojecimiento provocado en una de sus mejillas por mi tortazo. Y le pregunté a modo de excusa: “Te hice daño?”. “No. Soy más fuerte de lo que crees. Que seas un pelo más alto no quiere decir que me ganes en nada. Ya casi tengo quince años”. “Yo también”, afirmé como si estar a punto de alcanzar esa edad fuese un mérito digno de medalla y con ello mereciésemos un respeto especial dada la indudable experiencia de la vida que creíamos tener entonces.
Seguíamos sin levantarnos y él estaba bajo mi cuerpo sin rechistar ni quejarse del peso o la incomodidad de tenerme encima y no apartaba la vista de mi cara como si la estuviese memorizando. Y por un momento me sentí observado y eso me produjo una rara sensación como si fuese un conejo de indias en un laboratorio. Y me levanté como un rayo y desde lo alto le tendí la mano para ayudarlo a ponerse en pie también. Nos volvimos a mirar y remirar como dos cachorros que pretenden reconocerse por el olfato y él dijo: “Te atreves a entrar?”. “Sí. A eso vine”, afirmé con rotundidad. “Pues ven”, me dijo agarrándome de la mano. Y me dejé llevar como el ciego se fía del lazarillo para no tropezar y caerse al suelo.      

jueves, 21 de julio de 2011

La casa grande II

Hace calor. Me resulta sofocante este calor que se te pega al cuerpo antes de la media tarde en estos día del verano en que al sol se le da por hacerse notar y lograr que nos enteremos de lo bien que se está después de comer, durante la hora de la siesta, sintiendo un aire fresco que invita a taparnos con una ligera sábana. Hoy noto el mismo calor que aquella otra tarde y siento también la misma comezón por no quedarme en casa y salir corriendo al río. Pero aquí no tengo ningún río cerca para refrescarme en sus aguas de fondo fangoso.
Y acaso aquel día realmente tenía tantas ganas de remojarme en el agua fría del remanso al que solía ir en esos veranos pasados en el pueblo?. Nunca me lo planteé seriamente entonces y no quiero hacerlo ahora. Pero aquel día, tras la comida en familia, con toda la pesadez del calor exterior y el familiar también, sólo tenía en mi cabeza la idea de irme con mi bañador y una toalla, a pesar que bien sabía que la prudencia aconsejaba no exponerse gratuitamente a esa solanera asfixiante que nos caía encima y esperar un par de horas al menos para salir con la fresca.
Pero yo no estaba para frescas esa tarde y algo en mi me decía que pusiese alguna excusa aceptable para convencer a mi madre y me dejase ir sin más tardanza al río. Y no me fue fácil convencerla, pero ser el único hijo varón tiene algunas ventajas, sobre todo con mamá. Y ni miré para atrás por si ya se había arrepentido mi madre y me llamaba otra vez para que descansase un rato y no fuese a pasar tanto calor por esos caminos, como solía decir ella.
Mi cabeza no paraba de darle vueltas a mis obsesiones y con ellas lidiando llegué frente a la casa de Amalia. Las contras estaban cerradas y el silencio  indicaba que estaría sesteando, pues era improbable que a esas horas una persona cuerda como ella se aventurase a andar fuera de su casa con un sol de justicia sobre su cabeza. Dudé si llamarla y pensando mejor las cosas empecé a alejarme en una dirección posiblemente equivocada. Equivocada, porque no sería el que eligiese el camino más directo para ir al río, sino que tomaría por ese otro sendero que daba un rodeo más largo. Pero lo significativo de esa otra ruta era que pasaba muy cerca de la casa grande. 
Y ya había dado varios pasos y oí la voz de Amalia a mi espalda llamándome. Volví la cabeza y allí estaba plantada en la puerta de su casa, mirándome con una sonrisa y los brazos en jarras. La salude y ella exclamó con esa voz tan dulce que todavía tengo en mis oídos como si la oyese ahora: “Dónde irás con lo que está cayendo, alma de cántaro!. Anda, ven y siéntate un rato conmigo que vas a coger una insolación”. Y como el niño que cogen en falta, di media vuelta y fui hasta ella sin saber que decirle ni como explicar una salida sin esperar la fresca, como era costumbre en el pueblo y aconsejaban los viejos que todo lo saben y normalmente suelen acertar en sus pronósticos y aseveraciones.
Aquella mujer no sólo sabía cosas que yo deseaba conocer respecto de la dichosa casona, sino que también podía leer mi pensamiento y saber cuales eran mis intenciones, aún sin estar muy seguro de ellas yo mismo. Pero no dijo nada ni me reveló sus sospechas sino que se limitó a hacerme pasar y decirme que me sentara en una de los dos mecedoras que tenía en la sala. Y me preguntó: “Te apetece una fruta bien fresca?”. Cómo sabía ella cuales eran mis gustos y de que modo conocía los mejores métodos para sujetar a un hombre, aunque tan solo fuese un chaval, y hacer que retrases sus planes inmediatos; si es que yo en verdad tenía un plan concreto esa tarde. Cosa de lo que entonces no estaba muy seguro y mucho menos decidido a dar el gran paso que giraba por las noches en mi mente antes de quedarme dormido.
Yo le respondí con la cabeza aceptando su oferta y ella fue a la cocina sin dejar de hablarme del calor y otras cosas que yo apenas le puse atención. Y al volver me alargó una de sus manzanas secretas. Y eso era un placer en si mismo. Eran de color verde claro. Ese que se suele calificar y definir como verde manzana. Lisas, brillantes y perfectas y redondas como esferas. Unas manzanas de anuncio!. Lo que más me llamaba la atención de esos frutos de Amalia era que naciendo en un árbol enano, escondido bajo una cepa, las manzanas eran grandes. Aunque también es cierto que cada manzano debía dar una sola por falta de más espacio. Eso no lo sé seguro, pero ahora que lo pienso intuyo que sería así. Ella decía que eran japoneses tales manzanos. Yo ignoro ese extremo todavía hoy, porque nunca más les he vuelto a ver y comer; y entonces me importaba un bledo la nacionalidad de las manzanas, todo hay que decirlo.
Eran tan ricas!. Al morderlas crujían como si fuesen de cristal y te salpicaba la boca su abundante jugo de un sabor exquisito. Al ver la manzana en al mano de Amalia casi se me fue el santo al cielo y con él las tentaciones que rondaban por mi alocada cabeza. Ella me miraba y yo mordía con unas ganas locas la manzana; y sin más preámbulos me dijo: “Adela..... Doña Adela para los del pueblo..... Así se llamaba la última señora de la casa grande”. 
Quedé paralizado y a medio masticar un bocado de manzana. Lo tragué como pude y casi sin paladearlo, pregunté: “Y quien era esa señora?”. “La mujer de don Amadeo. El amo de la casa grande”. Yo ni respiraba ni abrí la boca para comer otro cacho de manzana ni para decir nada. Y Amalia añadió: “Ella era una buena mujer, encantadora y muy agradable tanto en el trato como por su aspecto.... No es que fuese una mujer hermosa, pero compensaba eso con una elegancia y un saber estar que cautivaba a cuantos la trataban.... Y lo más importante era que se portaba bien con todo el mundo...... Doña Adela se hacia querer y al morir todos dijeron que su marido sentía por ella tal adoración que no soportó su muerte. Lo cierto es que tres meses más tarde también él se fue al otro mundo”.
“Y de que murió ella?”, pregunté. “De un mal en el alma fundamentalmente. Aunque los médicos dijeron que eran fiebres o una mala gripe que derivó en neumonía. Eso ya no importa y además da igual una cosa que otra. Pero yo sé que la mató la pena. Y él se fue apagando al faltarle ella o a causa de no tenerla cerca por culpa suya en gran parte. Los médicos también se sacaron de la manga un diagnóstico y afirmaron que fue el corazón quien se lo llevó. Y en eso acertaron más que con ella, porque es verdad que murió al faltarle su mujer y podría pensarse que era por no soportar la nostalgia de su pérdida...... Eso sería algo muy romántico. Sin embargo, no creas que fue por amor simplemente. Nostalgia puede que sí, pero para mis entendederas y conociendo la causa del sufrimiento de Adela, te aseguro que a él lo mató más el remordimiento que el amor. Y al verse solo y sabiéndose responsable en alguna medida del dolor de su mujer, todo eso derivó en una profunda tristeza que le paró el corazón tras secarle el alma”.
La escuchaba embobado y la carne de la manzana empezó a colorearse de oxido alrededor de mis mordiscos. Pero no quería ni mover un dedo para que Amalia siguiese contando esa historia que me fascinaba aún sin conocerla al detalle. Y ella me recordó mi manzana, bueno la suya, pero que ya era mía porque la tenía demasiado mordida para dejarla y no terminar de comerla. Y yo, que quería saber más y no me pregunten si esa curiosidad era sana o insana, porque me daba lo mismo entonces y me sigue importando un comino ahora lo que pueda pensarse en ese sentido, pregunté cual era esa pena que matara a doña Adela. Y en ese punto Amalia me cambió de conversación y me dejó con la miel en los oídos y muy fastidiado al no contarme más sobre esa pareja que fueran los señores de la casa grande.
Y con muy buenas palabras me despidió diciéndome que si me retrasaba más se me pasaría la hora de bañarme en el río. Y cogí otra vez mi toalla y con la mente más caliente que antes de hablar con ella, me fui caminando hasta llegar a la bifurcación del camino que llevaba al río dando un rodeo para pasar por la que fuera mansión de don Amadeo y doña Adela. Dependía de mí solamente seguir recto y llegar al río sin complicarme las cosas, o torcer a la izquierda y arriesgarme al influjo de la dichosa casona que parecía llamarme con sus ruidos y su misterioso aire de un pasado medio sepultado y un incierto futuro para su conservación. 

domingo, 17 de julio de 2011

la casa grande I


Algo trajo a mi memoria los veranos que pasaba siendo todavía niño en una aldea de mi tierra, de donde era oriunda mi familia. Y entre esos recuerdos de infancia, me quedé con el de una mujer, Amalia, que por su carácter afable y cariñoso hacia honor a su nombre y aún tengo presentes como si acabaran de ocurrir los momentos felices y entretenidos que pasé en la casa de esa buena mujer. 
Tenía una casa típica de aquel pueblo, construida con lajas de pizarra, de una sola planta sobre las cuadras y la bodega y abriendo al frente un corredor también techado y cerrado con una baranda de madera vieja, pero lustrada con esmero por Amalia. En ese corredor había macetas con geranios rojos como de terciopelo y también otras plantas sin flor, pero de hojas muy verdes y hasta moteadas en color morado, tan hermosas y lozanas que daba envidia ver que gozaban de tan buena salud por los cuidados de aquella señora. 
Porque Amalia era una verdadera señora a pesar de su aspecto pueblerino y sus ropas oscuras y sencillas. En sus facciones todavía se veían los rasgos de su juventud, que debieron ser bellos y muy atractivos para los hombres; y aún ahora lo eran teniendo ya algunas arrugas que estiraba el moño tipo castaña con el que recogía sus cabellos oscuros entreverados de canas. Se movía con dignidad y en todos sus gestos era cautivadora y daba confianza nada más verla. Me encantaba ir a su casa y aprovechaba mis idas y venidas hasta el río con el fin de darme un baño para detenerme delante de su puerta y esperar a que ella me invitase a pasar y a comer alguna fruta de su huerto.
Una gran higuera daba unas brevas riquísimas, tan maduras y rojas por dentro que no podías resistirte a comerlas. Y no digamos los ciruelos de los que colgaban esas jugosas frutas amarillas que parecen rezumar al mirarlas. Pero quizás lo que yo prefería y Amalia lo sabía, eran las claudias de un verde oscuro y con menor diámetro que las ciruelas doradas para comerlas enteras de un solo bocado. Notaba como se me deshacían en la boca y se tornaban en pura agua dulce y apetitosa. 
Amalia, a veces, si tenía tiempo y ganas, me hablaba de sus cosas y hasta de los recuerdos de su juventud, pero matizaba algunos aspectos dejándome con la intriga de conocer la historia completa. Seguramente me veía muy niño para contar ciertas cosas y aspectos de sus experiencias pasadas, y lo cierto es  que ya no lo era tanto como para no saber lo secretos de la vida y asustarme tan fácilmente escuchando lo que los mayores llamaban temas escabrosos. En ese año en que ella me contaba cosas más interesantes e incluso algo atrevidas sin subir en exceso el tono, yo ya tenía catorce años cumplidos e iba tan rápido como crecía hacia los quince. Podía decirse que ya era casi un hombrecito y desde luego yo me sentía más adulto de como me veía mi familia.
Sin embargo, ahora pienso que para Amalia ya no era tan niño como decía su boca, pero no deseaba que supiese tan pronto ciertos detalles de su vida que todavía tenía tiempo de saber y hacerme mi propia composición de lugar sobre ellos. Y las evasivas más rápidas que me daba era cuando yo mencionaba la que todos en el pueblo llamaban la casa grande y le preguntaba por sus antiguos moradores. Eso si era un tabú para Amalia y no soltaba prenda al respecto. Pero yo sospechaba con fundamento cada vez más firme que ella tenía algo que ver con esas gentes y también con la propia mansión abandonada y desconchadas sus fachadas en medio de una finca descuidada y cubierta de hierbas en el más absoluto desorden. 
Y a mí esa gran casa, deslucida y triste, me atraía como el imán al hierro y no sabía decir ni el motivo ni que fuerza extraña ejercía sobre mí. Pero el caso es que me obsesionaba la idea de saltar sus muros y ver de primera mano lo que se encerraba en ella. Algunas gentes decían que se oían ruidos en su interior y también entre los árboles de lo que fuera un frondoso parque que sombreaba el entorno de la casa. Quizá solamente fuese el viento o el crujido de las maderas por falta de cera, sin embargo a muchos les imponía la visión de la casona y no se atrevían a pasar demasiado cerca de su portalón enrejado. 
O también fuera el eco de voces del pasado prendidas en el aire enrarecido por el polvo y las telarañas que debían colgar en todos los rincones lo que se escuchase salir de sus piedras. Y eso era lo que decía el boticario del pueblo, don Severo, que lo único que pretendía era meter miedo a los niños para que no entrasen en esa finca y se lastimasen al caer desde las tapias o tropezar al correr de miedo intentando abandonarla a toda prisa. Seguramente el hombre ya estaba harto de hacer curas en piernas, codos y rodillas, y había optado por crear una leyenda de voces fantasmales y demás zarandajas de espíritus presos entre las paredes de la arruinada mansión.
Todo podía ser, pero yo no me lo creía y seguía interesado en saber todo lo posible sobre la casa y quienes la ocuparon antes de caer en aquel lamentable estado en que se encontraba entonces. Y algo me daba en la nariz que Amalia sabía mucho más que el resto de sus paisanos, pero se hacía la tonta conmigo y no soltaba ni una palabra que paliase mi curiosidad. Ella se reía cuando yo le insistía y me decía que era un puñetero cotilla al interesarme por vidas ajenas que en nada tenían que ver conmigo. Mas no lo era ni pretendía conocer la vida de nadie del pueblo, sino solamente saber algo sobre los habitantes de esa casa y por que motivo la habían abandonado. Me provocaba más interés la casa que las personas que anduvieran por sus pasillos y salas. Y eso a mi entender no era ser un cotilla sino como mucho un puto curioso y nada más. Pero Amalia no se rendía con facilidad y era difícil hacerla ceder de sus planteamientos e ideas. No es que fuese testaruda y mucho menso intransigente, pero sobre la casa grande no quería decirme nada de nada; y a mi me recomía el ansia por soltarle la lengua a esa mujer que tan buen recuerdo conservo a pesar del tiempo transcurrido desde entonces.

domingo, 10 de julio de 2011

Reflexiones del barón

Algunos piensan que no es frecuente que un hombre se enamore perdidamente de una mujer mayor que él; y en algunos casos la sociedad los mira con recelo y piensan que otros motivos menos puros que el amor mueven al joven a yacer con esa mujer que le supera en edad y posiblemente también en experiencia. Parece como que el macho tenga que dejar clara su posición dominante y prepotente sobre la hembra, siendo ella no sólo más frágil sino más joven e inocente también. Por supuesto es habitual dar por hecho que ella ha de ser hermosa, al menos a los ojos de ese hombre que la desea; pero esa es una cuestión que está dentro de los gustos personales y las fantasías eróticas de cada cual. 

Y una lectura que ahora me entretiene me hizo reflexionar en esto y quiero comentar uno de estos casos, sobre el que versa este libro, en que un hombre pone su lasciva mirada y brota su lujuria ante el cuerpo de una mujer que le lleva unos años más. Se trata de un adolescente que conviviendo casi a diario con una bella joven, siete años mayor que él, ésta despierta en su tierna carne el fuego de la pasión y le atrae por encima de cualquier otro ser. 

La historia podría ser una mera anécdota sin importancia si no fuese porque el joven era un príncipe adolescente y la joven, una gentil muchacha que fuera dama de su madre la reina y emperatriz, cuando surge ese abrasador deseo hacia la chica en el corazón del muchacho era dama de la infanta María, hermana del tierno galán. 

El ardor del príncipe, con tan sólo dieciséis años, lo consumía al verla y soñarla. Y esas prietas carnes y el recio cuerpo bien proporcionado y esbelto del muchacho, cautivaron a la dama que a sus veintitrés años aún no conociera varón. Los dos eran atractivos, con la piel muy blanca y los cabellos rubios; y las brillantes y punzantes miradas de sus ojos claros les atravesaban el alma dejándolos indefensos la una frente al otro. 

Se amaron y se agotaron en besos y caricias durante noches enteras hasta que el alba les obligaba a separarse para atender las respectivas obligaciones, que con el paso del tiempo los separaba irremediablemente. Ella se debía a su señora la infanta, que descubrió los amoríos de su hermano y su dama y no los vio con agrado, pues aquel joven se debía a los reinos que un día heredaría de su augusto y poderoso padre el rey emperador. Y él, tenía que cumplir su alto cometido como sucesor de un trono que lo colocaba ante responsabilidades posiblemente impropias para un mozalbete medio imberbe aún. 

Y pronto el chico tuvo que contraer un matrimonio de interés antes de cumplir los dieciocho años con una prima carnal de su misma edad, gorda y poco agraciada, a la que nunca quiso y no soportaba su contacto. Y siguió amando a su enamorada en contra de la cordura y los consejos de quienes lo rodeaban. 

Ella lo adoraba y se moría por el muchacho y penaba ante las separaciones forzadas a las que se veían obligados a causa de la posición del joven príncipe y su reciente matrimonio con la princesa María Manuela de Avis. 

Y la tragedia liberó al príncipe de su no deseada esposa al morir ésta de parto de su primer y único hijo. Un varón mal formado y débil que bautizaron con el nombre de Carlos como su abuelo paterno el gran emperador del Sacro Imperio y rey asociado a las coronas de su madre doña Juana, la llamada reina loca. 

Y volvieron a consumirse en vigilias de amor pegados por el sudor que brotaba del delirio de una inagotable calentura que los trasportaba fuera de ese mundo en el que no les permitían ser felices juntos. Y ella cambió de señora y pasó a servir como dama a la hermana menor del príncipe, la infanta Juana. Y ésta tampoco vio con buenos ojos los amoríos de su dama con su apreciado y atractivo hermano el príncipe Felipe. 

Y pasados unos años, la razón de estado jugó otra mala pasada a la pareja; y él, que ya tenía veintisiete años, tuvo que contraer nuevo matrimonio con otra mujer, también mayor que él y quizás prematuramente envejecida por la difícil vida que llevó hasta suceder a su padre en su corona, que no le gustaba nada al muchacho. Pero esa nueva esposa, prima hermana de su padre, doce años mayor que el príncipe, era la reina de Inglaterra y eso bastaba para justificar el sacrificio a que se veía abocado el apuesto heredero de un imperio. 

Y qué importaba que tal boda volviese a mortificar una vez más a su adorada amante la hermosa dama, cuyo nombre era el de la difunta madre del príncipe, Isabel. 

Y no era la mayor edad de su futura esposa lo que desagradaba al príncipe en principio, como tampoco fuera motivo para gustar de su primera mujer que tuviese los mismos años que él. 

Sencillamente no las amaba ni soportaba su compañía. Y sus cuerpos no le atraían para nada ni ellas despertaban la menor lujuria en el vigoroso mozo que con la otra, su amada Isabel, era un fogoso amante incansable e insaciable para libar con ella el elixir del placer carnal, porque su tersa piel de nácar y sus redondos senos lo dejaban sin respiración y se creía morir solamente con rozarla. 

Simplemente entre ellos dos había amor sin reparar en la condición y la distancia abismal que los separaba dado el papel que les tocara desempeñar en este mundo, que con frecuencia parece estar medio loco para no ver los verdaderos sentimientos que unen a dos personas que se necesitan y se buscan con un deseo infinito de gozar en plenitud lo mejor de ellos mismos.