martes, 28 de diciembre de 2010

Errante

Cuando abandonaron Monforte, Ariel y Jerónimo no se separaban ni para mear. Y en cualquier parada que hacían por el camino, el mozo aprovechaba la primera ocasión para levantarle el hábito al joven fraile y darse una alegría a costa del agujero que protegían sus nalgas. Y Jerónimo lo agradecía riendo como un loco y separando bien los glúteos con las manos para que le entrase mejor el órgano viril del otro chaval. Hasta los otros dos frailes se dieron cuenta de lo que pasaba entre los dos jóvenes, pero miraban hacia otro lado murmurando que la carne es débil y más siendo tan jóvenes todavía.

Y llegaron a Tordesillas en un día de feria y la villa estaba muy animada y llena de gentes que acudieran a comprar cuanto se vendía en el mercado o vender lo que traían desde otros pueblos para ganar unas monedas que les ayudasen a pasar mejor el invierno. Los tres frailes y el mozo se dieron una vuelta por la plaza que servía de escenario a la feria y los franciscanos comentaban la calidad de los productos del campo que se exponía para su venta y, sobre todo, degustaron alguno de ellos para probarlos y bebieron vino de esas tierras y también de otras más alejadas, famosas por lo buenos caldos que se cosechaban en ellas. Al chico le llamaban más la atención otras cosas y artículos no comestibles, como armas o ropas vistosas y botas de cuero con las que estaba seguro que podría recorrer medio mundo para encontrar la felicidad.

Fray Nicolás se dirigió con el otro monje al convento de Santa Clara, de la orden de las clarisas, para saber si ya había llegado a la villa el cardenal y el otro fraile se fue a recorrer las calles de Tordesillas acompañando a Ariel, que iba más contento que unas pascuas agarrando el brazo de Jerónimo para arrastrarlo donde le daba la gana. Y no se le ocurrió mejor cosa al mozo que entrar con el frailecillo en una taberna. Y al ver al jovenzuelo con el sayal de la orden terciaria de San Francisco, se armó un tremendo revuelo entre las mujeres de vida fácil, aunque de eso no tenga nada esa vida. Todas querían tocarle la entrepierna al pobre Jerónimo y algún borracho dijo algo bastante grosero referente al cardenal primado, que también pertenecía a la misma orden religiosa. Ariel se puso farruco y le echó pecho para enfrentarse con el beodo y proteger al monje, pero éste cabrón no estaba solo y sus compinches saltaron decididos a darle una lección al mocito que iba con el joven fraile. Jerónimo no sabía donde esconderse para que no le cayeran unas hostias y no precisamente de oblea, pues en un lugar de esos si se reparten no te las meten en la boca solamente, sino que se reciben en al cara y por todas partes.

Su eminencia, fray Francisco Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo y cardenal primado, había llegado un día antes a Tordesillas y recibió de inmediato a los frailes enviados por su colega de Tui. Ya sabía que seguramente ese obispo pretendía que él, como gobernador del reino, le devolviese a su diócesis alguna cosa o tierras expoliadas a sus antecesores por el conde de Camiña y de Sotomayor, el terrible Pedro Madruga, enemigo visceral del que fuera arzobispo de Santiago Don Alfonso II de Fonseca, que para librarse de unas reclamaciones económicas del obispo tudense Don Diego de Muros, lo tuvo encerrado en una lúgubre mazmorra de su castillo, que consistía en un sótano de piedra, parecido a un pozo, con un agujero en la parte superior por donde descolgaron al preso y le tiraban, a compartir con las ratas, unos mendrugos duros para que no muriese de hambre y soportase más tiempo el suplicio.

Y mientras en la taberna la situación de Ariel y Jerónimo no era muy brillante ni mucho menos segura. El malandrín borracho y los follones que lo secundaban, tenían al mozo acorralado y sin escapatoria posible. Y el fraile a penas asomaba la nariz entre las piernas de dos rameras sentadas en un banco de madera. Y de pronto, como de la nada, apareció un soldado espada en mano y gritando con voz de trueno: “Quietos hijos de perra!. Paso al capitán de la guardia del cardenal!. Al que de un paso o intente algo, lo rebano de un sólo tajo!”. Hostias!, exclamó Ariel al ver al aguerrido oficial dispuesto a salvarles el pellejo. Y Jerónimo se atrevió a sacar la cabeza fuera del banco, apartando los remos de las prostitutas para verlo mejor.

Los bravucones se arrugaron ante el arrojo del capitán y salieron del antro por pies. Y el oficial, riéndose con risa de macho triunfante, le espetó al mozo: “Cómo se te ocurre traer a un lugar como este a un frailecillo que es más delicado y hasta atractivo que cualquiera de estas putas. Por esta vez os habéis librado por los pelos y a ver si en adelante tienes más sentido, muchacho”. Ariel quiso agradecer al soldado su defensa, pero se adelantó el fraile, que mucho más espabilado que el otro para ciertas cosas, se dio cuenta de lo varonil y fuerte que era el capitán, que solamente contaba algunos años más que ellos. Eso le hizo alegrar el ojo al monje y no dudó en besar la mejilla de su salvador dándole las gracias y poniéndose a su disposición para lo que gustase mandar. Y el soldado claro que mandó y pronto sabrían lo que deseaba hacer con el frailecillo y su acompañante. Sin más palabras les ordenó que lo siguiesen y ellos fueron tras el militar como dos perrillos falderos.

En principio, el capitán los llevó hacia el convento donde se alojaba el primado. Pero ese recinto era una clausura de monjas y como mucho solamente podría entrar en ella el joven fraile. Así que los tres esperaron a la entrada del claustro hasta que una monja le dijo al soldado que su eminencia deseaba verlo. El capitán, de nombre Juan, siguió a su guía y se internó tras una gruesa puerta de castaño. Y los otros dos muchachos aguardaron sin decir palabra a que volviese el oficial. Ariel miraba por el rabillo del ojo a Jerónimo y su pene mostraba signos evidentes de estar cachondo. Pero cogerlo y trajinárselo en el claustro de una clausura de monjas era demasiado fuerte para arriesgarse, aunque desde hacia rato no pasaba ni un alma por aquel lugar. Y Jerónimo, siempre atento a cuanto lo rodeaba, se fijó que en un extremo y bastante oculto entre las arcadas, había un túmulo de piedra que no llegaba a estar adosado al muro, quedando un hueco entre el sarcófago y la piedra de la pared. Y el monje, sin pensarlo dos veces, agarró de la mano a Ariel y lo llevó hasta allí escurriéndose ambos detrás de la tumba. Y sin más, Jerónimo levantó las faldas y el otro se la endiñó como si fuesen dos perros callejeros montándoselo al pie de una tapia.

Y que aliviados quedaron con eso, ya que después del estrés provocado por los acontecimientos en la taberna, los chavales necesitaban relajarse como fuese. Y qué mejor manera de hacerlo que aligerando la presión de sus pelotas. Y después de un rato se dejó ver de nuevo el capitán, que terminaba de abrocharse el cinturón del que pendía la espada. Miró con suficiencia a los dos muchachos y les dijo que lo acompañasen. Ellos se pusieron en pie y el fraile se alisó el sayal algo manchado por delante y fueron con el soldado hacia la entrada del convento. Y, ya en la calle, el capitán le dijo al fraile que no volvería a su convento porque iba a arreglar con el cardenal para que lo acogiese en su corte como uno más de sus fámulos. El lo hablaría con los otros monjes y no debía preocuparse de otra cosa que no fuera obedecerle a él. Jerónimo miró a Ariel, pero no fue ni con sorpresa ni menos con miedo, sino con una alegría mal disimulada , puesto que ya sospechaba el motivo real por el que Juan quería que pasase a servir al primado, Mejor dicho, sabía de sobra que al que serviría era al capitán de su guardia y no como fámulo sino como puta.

No había más que ver como miraba el soldado al joven monje y de que manera se fijaba en la redondez que le formaba el hábito en el trasero para imaginar lo que pensaba el oficial y que intenciones tenía hacia Jerónimo. Ariel también se percató de la situación, pero no le importaba en absoluto quedarse sin la compañía de su amigo el fraile, puesto que estaba seguro que con él tampoco encontraría la felicidad. Mas no abandonó la compañía de Juan y Jerónimo y se fue con ellos a la posada donde se albergaba el soldado. Y al llegar al cuarto, Juan comenzó a desnudarse y les dijo: “Vamos a descansar un rato porque en el convento tuve que cumplir con una monja que ya me tirara los tejos nada más entrar en ese recinto religioso acompañando al cardenal. Algunas están allí no por vocación sino por decisión de su padre o tutor y eso las hace vulnerables a las pasiones de la carne. Más, si en lugar de ver al capellán o a un monje achacoso se encuentra de pronto con un hombre erguido y todavía vigoroso, sobre todo en la entrepierna. Así que dejadme que me recupere y luego nos lo montamos los tres sin necesidad de ir de putas. Que además al frailecillo le vendría muy grande una moza armada con un par de tetas. Sin duda prefiere un buen par de cojones que sepan empujar una buena tranca en su trasero”.

Jerónimo rió con algo de histeria y Ariel no entendió bien que se proponía el soldado respecto a él. Pero tampoco se alarmó demasiado por ello y sin preocuparse de lo que pasaría más tarde, se quedó dormido en un rincón al lado de su amigo el franciscano. Sin embargo el joven monje no pegó ojo imaginando las delicias que le depararía servir al cardenal estando cerca el fornido e impetuoso capitán de su guardia con su espada en ristre.

continuará

2 comentarios:

  1. Que pillo el frailecito jajajja me has provocado muchas sonrisas... a ver como continua?
    Besossssss
    Eli

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  2. Los frailecillos son terribles a veces. Besos

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