domingo, 28 de febrero de 2010

Capítulo VIII

Pero retomemos nuevamente los viajes en este capítulo, ya que el tema se presta para hablar, mejor dicho escribir, largo y tendido.
A este respecto, sinceramente he de decir que mis mejores viajes han sido los realizados durante estos diez años con Paco y Gonzalo. Al placer de conocer mundo se ha unido el placer mucho mayor de estar y viajar con ellos, aunque la presencia de Paco modere nuestra liviandad e impida los fútiles escarceos en que solemos caer Gonzalo y yo cuando él no está cerca de nosotros.
Y hubo uno en que Gonzalo y yo casi nos la jugamos por ser demasiado pendones y tener el seso de un mosquito.

Fue el que realizamos hace seis años en un precioso trasatlántico, parecido a un gran yate de lujo, bordeando parte de la costa mediterránea. En principio pensamos en un crucero con toda la panda, pero en ese momento no hubo quórum suficiente para ello y hubo de ser aplazado para mejor ocasión.
Iniciamos el viaje saliendo de Madrid hacia Valencia, donde debíamos embarcar rumbo a la costa azul, y puede decirse que en las orillas del Turia comenzó nuestro periplo por el mar Mediterráneo.

No voy a detenerme en todo lo que nos sucedió en cada puerto que tocamos durante el viaje ni tampoco a bordo del buque, sino que me limitaré solamente a referir aquello que resulte más significativo al objeto de este relato de aventuras erótico amorosas.

Y el primer episodio ocurrió en la misma Valencia, donde fuimos a cenar con un compañero de carrera y amigo de Gonzalo, llamado Jorge, ni guapo ni feo, normal diría yo, que trabajaba y vivía en dicha ciudad desde hacía dos años. Quedamos con él a las nueve de la noche en un café emplazado en el mismo centro de la urbe; pero nosotros llegamos un par de minutos antes y nos sentamos en una mesa cerca de la puerta del local. El chico no se hizo esperar ni un minuto y a la hora fijada entró acompañado por otro tío con gafas y algo calvo, más alto y delgado que él, bastante atractivo y con menos años, que nos lo presentó como un amigo suyo de Valencia, llamado Paúl. Se sentaron con nosotros, y, después de los saludos y presentaciones de rigor, Jorge y Gonzalo hicieron un repaso de sus años de estudios, pasando revista también a varios de sus compañeros de carrera, como es normal cuando vuelves a ver después de unos años a un viejo compañero de juventud.

Paúl fue quien eligió el restaurante y sobre las diez y media, poco más o menos, estábamos sentados a la mesa preparados para dar cuenta de una apetitosa paella. Todo iba transcurriendo con normalidad, hasta que percibí por parte de Paúl un marcado interés hacia Gonzalo. Al principio lo hacía con bastante disimulo, pero a mitad de la cena comenzó a perder la compostura y sus insinuaciones alcanzaron tal descaro que sólo cabía tomárselo a pitorreo o partirle definitivamente la cara. Jorge también se percató de la tensión que flotaba en el aire, y se violentaba con la aptitud de su amigo Paúl, que evidenciaba una total falta de educación y delicadeza. Era impensable que el valenciano no estuviese al corriente de los entresijos de nuestra relación, ya que Jorge estaba perfectamente enterado de ella. Y, por otra parte, no encajaban del todo los hechos, puesto que éste último nos lo había presentado más como amante que como simple amigo. Podía ser, desde luego, que fuesen lo suficientemente liberales como para montárselo con otros, ya fuese juntos o por separado, como Gonzalo y yo; o de lo contrario, sólo cabría suponer que algo raro sucedía entre ellos y Paúl pretendía utilizar como objeto de su venganza a Gonzalo, que, por su parte, estaba encantado de ser la estrella principal de la velada y le seguía el juego. Yo, que soy paciente por naturaleza sobre todo en cuestiones de amor y sexo, notaba que perdía los estribos por momentos y hacía verdaderos esfuerzos para controlarme sin propinarle una buena hostia. Pero Paco lo llevaba peor y repentinamente se levantó de la mesa y le atizó un bofetón a Gonzalo, que se divertía cantidad levantando tan encendidas pasiones y se reía de la ridícula situación que en escasos minutos se había creado entre nosotros cinco. Tanto los camareros como el resto de los clientes que había en el local presenciaron la escena, y no nos quitaban de encima sus miradas entre sorprendidas e incrédulas por si se trataba de algún programa de televisión cuyo objetivo es causar impacto al sufrido televidente.
Jorge se quedó de una pieza ante la reacción de Paco, y Paúl aprovechó la coyuntura para mostrar aún más interés por el pobre agredido; al tiempo que yo, procurando dar alcance al sulfurado agresor que ya se disponía a salir por la puerta del restaurante supuestamente sin rumbo fijo, me levantaba de la mesa, no sin que antes recriminase a Gonzalo su falta de tacto:

"¿Ya estás contento?"
"¿Pero yo que hice?". Exclamó Gonzalo.
"Lo de siempre. Joder la marrana y cabrearlo. ¿Te parece poco?"
"¡Joder!. ¡Pero si yo no he hecho nada!". Añadió Gonzalo.
"¡Haz el favor de levantarte de ahí y cállate, o llevas otra leche!". Le increpé yo con ojos furibundos y mordiéndome las ganas de darle una manada de hostias a Paúl y otra a Jorge por asociación.
"¡Habrá que pagar!. ¿Digo yo?". Dijo Gonzalo sacándome de mis casillas.
"¡Qué paguen tus amigos o la madre que los parió a los dos!. ¡He dicho que salgas!. ¡Coño!".

Grité, perdiendo ligeramente la compostura que la buena educación exige en tales casos, y que normalmente nos la solemos pasar por el forro de los cojones precisamente en ocasiones como esta.

Y Gonzalo se puso en marcha y precediéndome desfiló en dirección a la calle. Pero en esta ocasión no tuvimos que ir muy lejos en busca de Paco. El chico, muy cabizbajo, estaba apoyado en el muro del edificio de enfrente y daba patadas de tacón, es decir, coces, contra la pared. Nos acercamos juntos por si había tortas sin repartir, pero los malos humos de Paco se estaban disipando y sus ojos, más que incendiados por la ira, suplicaban el perdón de Gonzalo.

"¿No te parece que tienes la manita un poco larga, rico?". Le dijo Gonzalo con tono enfadado.
"¿Y tú no crees que tienes la inteligencia un poco corta, memo?". Le espetó Paco con rabia.
"Bueno. Se acabó la discusión". Dije yo, procurando zanjar el asunto."¿Pero no te diste cuenta de lo que buscaban esos dos, majadero?". Preguntó Paco a Gonzalo. "¿Y tú tampoco?". Y esta vez se dirigía a mí.
"Y ya que sabes tanto, dinos, ¿qué pretendían?". Dijo Gonzalo todavía con tono de mucho enfado.
"¡Pues es bien fácil, gilipollas!. ¡Follarte!. ¿O es que no has visto que a tu amigo Jorge se le cae la baba por ti?". Contestó Paco.
"¿A Jorge?". Exclamó Gonzalo.
"Sí... A Jorge". Le dijo Paco degradando la voz.
"¡Tú no estas bien del coco!. Jorge y yo somos compañeros desde hace tiempo. ¡Y además debe estar liado con ese otro, joder!"
"Y el otro era el gancho para llevarte al catre, so mamón.... Puede que estén liados, pero lo que intentan es darte por el culo los dos". Le aclaró Paco.
"¡Tú deliras macho!. ¿Fumaste, o fue efecto de la comida?. ¡Yo alucino contigo, tío!... Bueno. ¿Y de todas formas qué culpa tengo yo?. Pregunto". Dijo Gonzalo mostrando tremenda confusión.
"¿Qué culpa tienes tú?. Que te encanta dejarte querer como las putas. ¿Qué te apuestas a que si vuelves con ellos te proponen ir a la cama?. O te emborrachan, y te joden sin que te enteres de la fiesta". Le contestó Paco.
"¡Pero no ves que estaba de cachondeo!. ¡Joder tío!. Con Jorgito no me lo montaba yo ni drogado. Y con el calvo menos". Dijo Gonzalo intentando excusarse.
"La cuestión no está en que te lo montes o dejes de montártelo con ellos. El problema, que al parecer no llegas a captar y éste tampoco (éste era yo), es que consientas el menosprecio que nos han hecho a éste (ese era yo) y a mí, y la ridícula situación que hemos soportado los tres. Tú incluido. ¡So berzas!". Le aclaró Paco.
"Ya está bien Paco. ¡Gonzalo es como es!. Para ciertas cosas es peor que un niño". Dije yo mediando entre los dos.
"¡Pues ya va siendo hora que crezca!. ¿No te parece?. Papá. ¿O acaso hemos de cumplirle toda la vida sus caprichos?. Aunque también es verdad, que como para ciertas cosas sois iguales, poco pueden importarte este tipo de frivolidades del niño"
"¡Paco no empieces, por favor!. Tengamos el viaje en paz. ¿Quieres?". Dije yo en actitud suplicante y semblante contrito; porque cuando uno quiere también tiene dotes de actor.
"¡Venga Paco!. No jodamos el invento ahora. ¿Quieres que nos vayamos al hotel?". Dijo Gonzalo cogiéndole la mano al soliviantado muchacho, que cuando se le cruza el cable nos las hace pasar canutas el muy jodido.
"¡Nada de ir al hotel!. Tú vuelves con tus amigos y comprueba si yo tenía razón. Dentro de una hora te esperamos tomando una copa en el bar que nos dijo Pedro. ¡Y ay de ti como hagas algo con esos porque te la corto!. Y ya sabes que siempre me entero de todo lo que me interesa".

Le contestó Paco decidido a zanjar el tema.

"El primero en decir lo que hago soy yo. Osea que no tienes por que enterarte de nada en otro lado". Dijo Gonzalo. Y añadió: "Está bien. Dentro de una hora en el sitio de marras, y veremos si tenías razón"

Y Paco tuvo razón. Ni siquiera hizo falta que Paúl le insinuase nada a Gonzalo, porque fue el mismo Jorge quien le propuso que se acostase con los dos. Le confesó que siempre le había gustado y que nunca pudo explicarse que había visto en mí, teniendo en cuenta que yo le llevaba casi diez años. Llegó a decirle que entonces, cuando yo era más joven, incluso podría tener algo de sentido; pero en ese momento estaba convencido de que a Gonzalo tendrían que atraerle personas de su misma edad como mucho. Y de ahí que le pusiera de cebo a su joven y complaciente amante, calvo y con gafas, para que Gonzalito el adonis entrara al trapo y mordiera el sutil anzuelo preparado por su admirador y antiguo compañero de estudios. En realidad el anzuelo tenía poco de sutil, y más bien era la burda imitación de una pésima cabaretera del oeste.
De cualquier forma, como la cosa no pasó a mayores, ya que Gonzalo no arriesgó su integridad meando fuera de tiesto ajeno, el resto de la noche transcurrió sin más gloria que la de retirarnos a un ahora prudencial, dado que a la mañana siguiente debíamos levantarnos temprano para embarcar rumbo a otros puertos del Mediterráneo.

El buque era magnífico, y nos alojaron en una suite compuesta por una cámara que daba acceso a dos camarotes con baño, suficientemente confortable como para poder resistir un montón de días sin más desahogo que los suntuosos salones y cubiertas de aquel trasatlántico destinado a cruceros de gran lujo, que, para proporcionar un mejor servicio, contaba con más tripulantes que pasajeros. ¡Cosas que pasan en este mundo hecho a medida de los ricos!.

Comenzamos el crucero con el mejor humor que se podía esperar por parte de los tres, y las primeras horas en el barco nos parecieron maravillosas. Recorrimos la nave de popa a proa y de estribor a babor, y curioseamos todas las dependencias destinadas al solaz del pasaje, no sin intentar también colarnos en otras de uso exclusivo para la tripulación por eso del morbo por lo prohibido y meter las narices donde nadie nos llama; que es otro de los deportes que solemos practicar las maricas audaces y atrevidas a lo Indiana Jones.
Nuestro primer almuerzo fue simplemente aceptable y después de una breve charla al aroma del puro y a filo del café, como insufriblemente decía uno de los carcamales que acudía a las tertulias de mi difunto abuelo en el pazo de Alero, nos fuimos a sobar un rato (entiéndase en ambos sentidos) para recuperar fuerzas y un talante apropiado que nos permitiese relacionarnos con el resto del pasaje durante la cena y la subsiguiente fiesta de bienvenida con baile y todo. Lo del baile no es que me molestase, pero al no tratarse de un crucero gay debía considerar inadecuado bailar el vals con Paco o Gonzalo; que, por otra parte, he de decir que los dos lo bailan divinamente después de las clases que pacientemente les dio mi madre. Sobre todo a Gonzalo que resultó el más torpe para danzar.

Y el primer polvo flotante coincidió con los prolegómenos de esa siesta, aunque no fue todo lo brillante y espectacular que esperábamos, ya que Gonzalo comenzó a notar las típicas nauseas que normalmente suele producirse en los primeros días de navegación hasta acostumbrarse al continuo balanceo del navío sobre el agua. El chico empezó a pasarlo mal y le administramos una píldora contra el mareo, dejándolo tranquilo en el otro camarote hasta que despejase aquella tranca no etílica y volviese a la vida apto para desarrollar cualquier actividad normal del ser humano. Por nuestra parte (Paco y yo), más acostumbrados al mar que Gonzalo, descansamos a pierna suelta y antes de reincorporarnos a la vida social del barco volvimos a ponernos cachondos y los dos nos largamos otro casquete de mil pares de cojones (que fue la leche y nos sentó de la hostia aunque el culo de Paco casi se parte en dos con las brutales embestidas que le metí) seguido de una reconstituyente ducha que nos dejó relajados, tersos y frescos como dos rosas cultivadas por la mano del más experto de los jardineros. ¿A que queda bien eso de anteponer a la frase más cursi el léxico más burdo?.

Una vez normalizada la salud de Gonzalo, no parábamos ni un instante en ocupar nuestro tiempo en alguna diversión, ya fuese eminentemente intelectual o que conllevase la realización de un poco de esfuerzo físico, para lo cual nos apuntábamos a todas las competiciones que se organizasen, fuesen de lo que fuesen, y nos mazábamos también (moderadamente) en el estupendo gimnasio del buque, muy bien instalado con toda clase de aparatos, sauna, vapor, masaje hidráulico, rayos bronceadores cual tostadora de pan, musculosos monitores bien depilados y, naturalmente, personal especializado en masaje corporal. Por supuesto, pasábamos gran parte del tiempo en la piscina y jugando al tenis, ya que los deportes bajo techo nos resultan agobiantes a los tres y preferimos en todo caso respirar el aire libre que es lo más sano para los pulmones.

Fuimos recorriendo los sucesivos puertos del itinerario, visitando el de Palma y Barcelona en España, y continuamos por el litoral francés hasta la costa azul, San Tropez, Cannes, Niza, etc., pasando anteriormente por Marsella. A esas alturas del viaje ya habíamos hecho amistad con algunos pasajeros, con pocos, la verdad, puesto que la edad media del pasaje rondaba la mediana edad tirando hacia arriba, en contraste con el grueso de la tripulación cuya juventud era notoria e incluso insultante para la mayoría de los ricachones que disfrutaban el crucero de marras. Descontada la escogida tripulación, jóvenes, lo que se dice jóvenes, éramos pocos; algo más de una docena contándonos a nosotros tres. Y luego ya había que pasar a la sección juvenil e infantil, que suponían más o menos un cinco por ciento de los pasajeros y viajaban unos con sus papas y otros con los abuelos. Bueno, también había varias parejas de recién casados, pero con esos, en circunstancias tan empalagosas, en principio no se podía contar con ellos para nada. Estaba claro que las probabilidades de que nos surgiesen problemas relacionados con la carne eran escasas, aunque nunca imposibles, desde luego; y en ningún caso había que dejar a un lado ni a la oficialidad ni a la marinería.

Y el primer chispazo se produjo en el gimnasio entre Gonzalo y uno de los masajistas. ¡Pero por qué será que siempre tiene que ser el primero en dar la nota!. ¡Juro que cómo no cambie le hago un nudo en la punta del pito!. ¡Será cabrón este follador de mierda!.

Esta tarde estuve esperando que me llamara para confirmar si venía de Pamplona y no sólo tuvo los santos huevos de no telefonear, sino que dejó desconectado el móvil toda la tarde. ¿Qué carayo estará haciendo ese jodido mamón en Navarra?, me pregunté durante todas esas horas interminables.
Y volviendo al crucero, a media tarde, hallándonos en plena costa azul, Gonzalo reservó hora con el masajista, y mira tú por donde le tocó en suerte un chico aceitunado, con pelo lacio brillante y oscuro como una noche estrellada y una cara de facciones finas y piel muy suave y cuidada, que parecía sacado de un cuento de las mil y una noches. Esta fue, poco más o menos, la descripción de Gonzalo; y la realidad es que era bastante mono pero no para tanto. A veces las circunstancias nos distorsionan las imágenes y nuestros sentidos se engañan traidoramente. El hecho fue que Gonzalito el picha tiesa se tendió en la camilla boca abajo y el hábil masajista inició su tarea, espalda arriba, espalda abajo, y para cuando quiso darle la vuelta al cliente, a éste le salía la polla por la toalla y a él se le formaba una tienda de campaña con la tela del pantalón. Los resortes secretos de la mente de Gonzalo lanzaron sus brazos rodeando el cuello del moreno mozalbete y lo atrajo hacia sí como si cayese entre los tentáculos de un pulpo. Sus bocas se pegaron y las lenguas pronto comenzaron su trabajo de calentamiento y paulatina excitación. La brega se fue animando a medida que caía al suelo en piezas el uniforme del masajista, ya que la toalla del amasado se había ido a tomar por el culo a la primera de cambio, y precisamente, dejándose las uñas en la camilla sobre la que realizaba su trabajo, por el culo de aceituna es por donde tomó el ambidiestro joven del pelo lacio y espeso como las noches sin luna. Allí mismo, la contundente tranca de Gonzalo se lo despachó a gusto y lo ensartó como un pincho moruno de lomo, pimiento y langostinos. Y como música de fondo sonaba una romántica canción en la voz de Julio Iglesias;.que no en vano es uno de nuestros más internacionales cantantes. Cuando derramaron su lujuria, la mancha de su locura obligó al masajista a ocultar la sábana que cubría la camilla, escondiendo así la prueba de cargo de lo que acababa de ocurrir en aquel pequeño recinto. Pero la escena ya había quedado plasmada en el lienzo hiriendo su inmaculada blancura.

Cuando Gonzalo nos relató los hechos a mí me dio la risa, pero Paco le propinó dos capones en el coco, llamándole cerdo y otras muchas cosas nada dignas, y dejó de hablarle hasta después de la cena. Y por esta vez la historia no tuvo más consecuencias.

En Montecarlo jugamos en el casino, sin pérdidas ni ganancias, y al otro día zarpamos rumbo a Italia para darnos una vuelta por San Remo y Génova, en una primera etapa, y más tarde, después de Córcega, por el puerto de Ostia Antica, Nápoles, Sorrento, y la isla de Capri. Pero durante ese trayecto hubo más líos. Más de los que la razón debiera haber aconsejado a unas mentes lúcidas como se supone que son las nuestras. ¡Pero qué se le va a hacer!. Las cosas sucedieron de otro forma y a lo hecho pecho.

Por lo que a mí concierne, primero, entre Génova y Córcega, me la chupó uno de los jóvenes recién casados en el baño de vapor, nada feo por cierto y con un culo muy potable, que se puso cachondo viéndome en pelotas y a mí se me levantaron los ánimos en sentido vertical. Y el chico, aprovechándose que a esas horas estábamos solos, se lanzó en picado y me la engulló con el mismo afán con que un bebé se mete el chupete cuando tiene hambre. Y hambre de hombre debía tener a montones, porque no se dio respiro hasta que me exprimió la última gota. Y cuando se la saqué, sus ojos parecían los de un niño cuando le cae al suelo el polo de fresa que estaba lamiendo regodeándose de gusto. Desde luego no parecía muy normal que estando en su luna de miel buscase otras mieles distintas a las del chocho de su esposa; pero que le iba a hacer si ella no tenía apéndice vaginal y a él le gustaba sentir en contacto con su lengua un buen cipote. Lógicamente, mamársela discretamente al primero que se le pusiese a tiro y le diese el mínimo pie para ello.

En segundo lugar, justo el mismo día que abandonamos Ostia, me trajiné a un pasajero de diecinueve años, Rudi para los amigos, que viajaba con su mamá, mientras Paco jugaba un partido de tenis con Julio. Otro muchacho de diecisiete años muy simpático que no entendía nada de nada y por tanto sólo se podía contar con él para jugar o reírse a carcajadas. Gonzalo no recuerdo donde andaba a esas horas del día; pero no debió hacer ninguna cochinada rica, puesto que no comentó nada cuando yo le puse al corriente de la mía.

La tarde en cuestión, estaba yo paseando por una de las cubiertas del barco cuando apareció a sotavento el lindo muchacho vestido de lino blanco y con su largo pelo rubio agitándose en el aire. Se acercó a mí, mostrándome en sus celestes ojos el fuego interior que le abrasaba desde la minga hasta el culo, y comenzamos a tontear con eso de que te doy y que te quito, que te quito y que te doy. Ahora un soplido, luego un pellizco, después un beso. Y tonteando, tonteando, nos fuimos enredando con palabras mayores y terminamos en su camarote follando a destajo. Su madre tenía para largo entre la esteticista y el peluquero, y nosotros podíamos tomarnos la jodienda con toda la calma que nos diese la gana. Lo que más me incitó a seguirle el rollo, fue la trasparencia de su ligero pantalón que insinuaba a la vista un pequeño calzoncillo, también inmaculadamente blanco, bajo el que se adivinaba la perfección de dos nalgas que aún conservaban toda su frescura y la esfericidad infantil. A pesar de que el tiempo no apremiaba, nada más cerrar la puerta nos despojamos de trapos superfluos y lo que vi al desnudo me convenció de que las insinuaciones del lino no eran mentira. Le rogué que permaneciese de pie, sin moverse, y observé su cuerpo como para recordarlo en mis sueños. El chico me sonreía y su mirada traspasaba mi sexo de parte a parte como el espeto atraviesa un chorizo criollo para torrarlo en el fuego. Y quemarme en su desbordada pasión, contenida desde sabe Dios cuando, es lo que logró el joven muchacho. No creo que fuese virgen, pero tampoco hizo la menor insinuación al respecto; y desde luego no parecía un principiante. Simplemente, cuando la calentura alcanzó su límite, se dio la vuelta el solito esperando con toda su alma que se la clavase hasta el hígado. De la música ambiental se encargaba Madonna cantando no llores por mí Argentina, y el chaval no tuvo que llorar por no cumplirle su deseo. Se la fui metiendo despacio, sondeando la profundidad del recto, y al tope mismo llegue con la cabeza del capullo. ¡Hasta la médula!. Si tuviese tal cosa el culo, claro. Quedó más follado que el coño de una puta enriquecida por veinticinco años de profesión ininterrumpida. Después nos despedimos cariñosamente y me pidió que nos volviésemos a ver. En privado, lógicamente, puesto que por muy grande que fuese el barco sería imposible no vernos otra vez durante el resto del crucero, digo yo.
Y mi tercera correría sucedió entre Sorrento y Capri. Pero también hay que decir, que a estas alturas Gonzalo ya se lo había hecho con Rudi, mientras estuvimos en Nápoles, con un éxito equivalente al mío. Y antes de alcanzar Sorrento se tiraba a un musculoso monitor del gimnasio, sin un puto pelo en el cuerpo y muchos en la cabeza, aunque rapados al cero, y, por si había quedado insatisfecho, al otro día se lo montó con un oficial griego más lustrado y engominado que un bailarín de tango. A los dos los puso mirando al norte a la caída de la tarde; y, dejándose llevar por el vaivén del mar, les calcó el rabo dejándolos prendados con la inercia de aquel bamboleo dentro del ano. ¡Este chiquillo es todo un tipo!.

Como dice Paco, lleva mi escuela el jodido. También hay que darse cuenta que fueron muchas horas a bordo de un barco; y llega un momento que ya no sabes que hacer para matar el tiempo. Mucho más si la sangre es nueva aún y corre enloquecida buscando placeres. Los jóvenes necesitan gastar energías quemando las muchas calorías que le sobran. Sus cuerpos tienen que estar esbeltos y elásticos, pero fuertes. ¡Y qué mejor para ello que el ejercicio físico en cualquiera de sus facetas!. ¡Nada como la gimnasia para estar en forma!. ¡Y que mejor tabla puede haber que la práctica del coito!. Ninguna. Sin duda follar es uno de los ejercicios más completos.

Volviendo a mis asuntos. Decía que mi tercera conquista sucedió de camino a la isla de Capri, lugar favorito para los emperadores de la antigua Roma; y quien cayó esta vez fue un marinero que bruñía la cubierta próxima a nuestros camarotes. A éste me lo ligué por la mañana y me lo follé por la noche cuando quedó libre de servicio. Bruno era un mozo italiano, curtido por la brisa marina, macizote y con pinta de regalar salud, recortado de formas y fornido a base de trabajar con sus manos, y que hablaba más con ellas que con la boca como buen napolitano. Recuerdo también que tenía un hermoso pelo negro lleno de rizos que le caían sobre sus ojos profundos y grandes como verdades eternas. ¡Qué guapo era el mozo!. Y desde luego gracioso por naturaleza. Antes que con la boca ya se reía con sus ojos pardos llenos de chispas de luminosos colores. Francamente me gustó aquel niñazo, que aunque grande todavía era algo mimoso.

No podíamos hacerlo en mi camarote por si aparecía Paco, y Bruno me llevó por mil escalerillas y pasarelas, atravesando puertas y escotillas, hasta un recóndito lugar cerca de las bodegas; que yo creo que ni el capitán sabía que existía tal camareta allá abajo. El problema de que pudiera aparecer Paco no estaba en el hecho de que pudiese enterarse de lo mío con Bruno, puesto que luego ya se lo contaría como a Gonzalo, pero sin detalles, sino en que, aunque desee saber, no está dispuesto a tener que presenciarlo. Esa es la cuestión con Paco. Si quieres hacerlo, hazlo, y después dímelo. Pero no me lo enseñes porque no deseo verlo. Y, sin embargo, creo que Bruno le hubiese hecho gracia a Paco. Y a Gonzalo, por descontado, puesto que le encantó la idea de poder beneficiárselo.

Fue Bruno quien empezó a meterme mano, llevando él la iniciativa y mostrando una actitud previsiblemente activa a la hora de afrontar el coito. Me gustaba tanto aquel muchacho, que me entregué sin reservas dejándole hacer lo que en cada momento le iba apeteciendo. Me comió la boca, el cuello, las tetas, el vientre, la polla y los huevos. Y después siguió por las piernas hasta los pies, subiendo luego al culo. Creí que a partir de ahí pretendería montarme, pero continuó lamiéndome la espalda con tal delicadeza, que me daba la impresión de estar en una casa de té japonesa en manos de una dulce criatura vestida con kimono de flores y cubierta de polvos de arroz. Terminado el recorrido, se tumbó a mi lado, intentando cobijarse en mis brazos, y me susurró que lo amase como un hombre ama a una mujer. Juro que aquello me sorprendió en principio, pero inmediatamente adopté el papel de macho activo, asumiendo el hecho de que al atractivo italiano también tenía que sodomizarlo si quería que gozase al máximo de nuestra clandestina cita. Y gozó. ¡Vaya que si gozó!. Primero le devolví con creces el amoroso tratamiento bucal que me había administrado él a mí, y una vez puesto a punto de caramelo, derritiéndose casi de tan caliente que estaba, le volqué mis conocimientos en el mismo centro del culo; y, diciéndole "así amo yo a los hombres, no a las mujeres", ataqué con ímpetu, suministrándole una virtuosa follada a cuatro patas que le hizo correrse sin necesidad alguna de tocársela con la mano. Si no llegó a apagar sus aullidos tapándole la boca, hubieran asistido al último acto media tripulación incluido el capitán. Aún hoy no me explico como nadie oyó nuestros placenteros suspiros. ¡Y qué regusto me dejó aquel polvazo!. Tanto, que repetí con el chico tres veces más en lo que quedó del crucero.
El buque continuó navegando hacia Sicilia, concretamente a Palermo, y, rumbo a Grecia, nos dirigimos a Creta y después al Pireo, punto final de la travesía, saltando a tierra con ganas de visitar Atenas, verdadera cuna de nuestra cultura clásica.

Y en esta última etapa surgieron más novedades. Pero lo más significativo fue que, por primera vez en el viaje y creo que en mucho tiempo atrás, a Paco le salió un novio. Se trataba del segundo oficial del barco. Un clásico galán de novela rosa, italiano y guaperas, empeñado en cortejarlo con el fin de pasárselo por la quilla, y no precisamente de la nave, que en cuanto sus ocupaciones se lo permitían ya estaba disponible para acompañar a Paquito e invitarle a conocer los lugares más interesantes del buque. Paco, aunque mantenía las distancias, se dejaba querer por el replanchado oficial, y admitía sin miramientos ni recato que su compañía y su charla le agradaban, y hasta que el tío le resultaba muy ameno y divertido. ¡Ja!. ¡Todos sabemos donde quería el fulano aquel proporcionarle la amenidad y la diversión a nuestro Paco!. A mi me estaba jodiendo, desde luego; pero a Gonzalo lo traía frito. ¡Nos daba cien patadas en los cojones ver al jodido marino pelando la pava con nuestro amante!. Pero claro, siendo tan putas como somos, ¿qué derecho teníamos a incomodarnos, o tan sólo molestarnos, con el pasatiempo que había encontrado Paco para no aburrirse en las muchas horas muertas de la travesía?. Ninguno. Solamente podíamos callar y sufrir en silencio como si tuviésemos almorranas. ¡Qué situación!. Me disgusta hasta recordarla. Porque Gonzalo y un servidor seremos lo que sea, pero Paco es sólo nuestro. ¡Qué no haya dudas!. Reconozco que no es nada equitativo y que tal afirmación decae por su propio peso; pero nos tiene acostumbrados a ser tan bueno y comedido fuera de casa, que ahora nos creemos con derecho exclusivo para acceder carnalmente a él. ¡Qué valor tenemos a veces los que debíamos estar más calladitos!. Y no digamos lo machista que resulta tal postura por nuestra parte.
Pero siguiendo con el cuento, la tarde anterior a nuestra llegada a Creta, el oficial en cuestión, que atendía al nombre de Doménico, se presentó en la suite y le abrió la puerta Gonzalo, que acababa de ducharse y sólo se cubría con una escueta toalla. Al tal se le encendió la cara viendo aquella estructura corporal que tenía delante casi al desnudo, y se le quebró la voz al preguntar por Paco. Gonzalo capto onda y le invitó a entrar, pidiéndole disculpas por su escaso atuendo, e inmediatamente le dijo que Paco estaba jugando al tenis con Julio, y le ofreció una copa y asiento en la cámara de acceso a los camarotes. Los partidos entre Paco y el crío eran largos, y Gonzalo tuvo tiempo suficiente para desplegar todas sus artes y hacer caer al uniformado pardillo. Y esta vez no fue necesario que Gonzalo me contase toda la historia, porque fui testigo de la parte más interesante de la misma. Yo me había hartado de hacer el chorra en el gimnasio, y regresé al camarote con el fin de descansar un poco antes de ir al bar a tomar una copa. Abrí la puerta de la antesala, y procedentes de uno de los camarotes, cuya puerta estaba entreabierta, oí elocuentes gemidos indicadores de fuerte jodienda. Asomé las napias con el fin de oler lo que se estaba cociendo allí adentro, y los caché con las manos en la masa.

Y lo digo en su sentido más literal, puesto que Gonzalo amasaba con sus manazas la potente masa muscular del trasero de Doménico, que gozaba como una perra mientras el otro le ponía el culo más alegre que una verbena de pueblo en el día del santo patrono. El italiano estaba fornido y se le veía compacto. Como hecho para soportar todo tipo de terreno. ¡Realmente el gachó estaba la tira de bueno!. Y aunque era peludo en sus extremidades y en el torso, no tenía apenas vello en las posaderas, y en conjunto merecía un notable alto. Permanecí al loro sin respirar, evitando hacer ruido, y la puesta en escena me causó un morbo terrible al ver como Gonzalo, con una gorra de plato en su cabeza, se pasaba por la piedra al puto macharrán que nos estaba jorobando con tanto asediar a nuestro Paco.

Luego me explicó que el tocado marinero se debía a que cuando se hubo terciado el momento supremo de entrar a saco en el ano del oficial, se puso su gorra y le dijo: "Prepárate que ahora me toca a mí pilotar esta nave". Y con la misma, le insertó la caña del timón para girarlo a estribor, haciéndolo escorar a barlovento ululando como si en la mar hubiese una niebla tan espesa como un puré de legumbres. ¡Gonzalo le atizó un soberano casquete!. ¡Sí señor!. Y después de esa, al segundo oficial ya no le quedaron más ganas de perder el tiempo con nuestro Paquito. Luego, buscaba carnaza; y Gonzalo y yo juntos se la volvimos a dar antes de arribar al puerto de Atenas. De todas formas, a partir de entonces centramos más nuestra atención en Paco; y si nos picaba el pito íbamos al camarote y nos lo rascábamos a gusto los tres solitos.

Los últimos días del crucero fueron como una luna de miel y pasábamos más tiempo retozando los tres en la cama que sobre las cubiertas del barco.
Al llegar a Atenas, nos instalamos en un buen hotel y permanecimos tres días en la ciudad antes de volar a la isla de Mikonos, en la que pasamos una semana de ensueño, jodiendo a destajo entre nosotros y tomando el sol como tres lagartos rodeados de multitud de homosexuales de todas las edades, razas, credos y colores. Y puedo decir con orgullo que, al menos para mí, los dos más guapos y buenorros eran mis chicos. ¿Para qué coño me iba a ir con otros?. En esos siete días, ni Gonzalo ni yo nos descarriamos hacia ningún otro pasto que no fuese la fresca y suculenta yerba que nos ofrecía el bueno de Paco con todo su ser. Fuimos muy buenos durante esos días en Mikonos. Y para que negarlo; también estuvimos la mar de a gusto y felicísimos sin necesidad de tocar otras pollas, ni andar metiéndola en bocas y culos que no conocíamos de nada y ni tan siquiera nos habían sido debidamente presentados para tomarnos tales confianzas.

Y con nuestra vuelta a Madrid, por vía aérea, terminamos el viaje sin más vicisitudes dignas de mención al hilo de este relato.

Y el puñetero Gonzalo continuaba sin dar señales de vida a punto de ser ya la hora de la cena. Y Paco, histérico, naturalmente, me volvió loca la cabeza con toda clase de suposiciones, primero de tipo frívolo y así como avanzaba el tiempo fueron tornándose un tanto alarmistas. Tan pronto veía a Gonzalo ventilándose a un mocito, como lo hacía tendido en una camilla en el servicio de urgencias de un hospital. Esta última posibilidad me sacaba de quicio y no hacía más que chillarle para que estuviese tranquilito y sobre todo callado. Lo peor de todo es que no se le ocurrió cosa mejor que llamar a mi madre y la cagamos con todo el equipo. La señora marquesa, aunque suele ser muy serena para estas cosas, se inquietó aún más que Paco; y para qué contar la tostada que nos dio llamando cada quince minutos.

Entre unas cosas y otras, mis nervios estaban a flor de piel y terminó pagándolas el pobre Román, que con la habilidad que nos tiene acostumbrados, tropezó con la alfombra, se fue contra una lámpara y, de rebote, derribó el jarrón con flores que había sobre mi mesa de trabajo, haciéndolo caer encima de mi copa de oporto y del ordenador que utilizo para escribir lo que os cuento. Román es muy buena persona pero un tanto particular en su oficio de mayordomo.

Pero, a pesar de todos sus defectos, lo prefiero así que tan remirado como Benito, el que realiza tal función en casa de mi madre, que me pone de los nervios con su voz engolada y lo ceremonioso que se pone para hacer nada. ¡Aparte de triste, es un plasta!. He dicho.

En fin, el servicio no tiene culpa de nada y menos de que a Gonzalo le fuese a cortar los cojones como no tuviera una buena excusa que darnos para justificar su retraso. Y, principalmente, por hacernos pasar semejante calvario con su falta de sentido común teniéndonos en vilo con su silencio.
Y me volví a repetir: ¿Qué diantre entretendrá a este carajo en Pamplona?. ¡Cómo sea por estar follando lo mato!. ¡Se la trinco de un mordisco y aprende de una puta vez!. No había la menor duda que ya nos tenía a todos desquiciados el simpático Gonzalo, y tuve que tomar un corto respiro para continuar escribiendo nuestras hazañas, porque la tensión no de dejaba ni tan siquiera hilar con una mínima coherencia mis pensamientos.

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