miércoles, 29 de diciembre de 2010

Errante

Ariel se despertó muy caliente y hubiese jurado que la siesta durara años. Por la excitación que presentaba se diría que había soñado con placeres paradisíacos, pero lo mismo le pasaba al fraile, lo cual ya daba a entender que el calor y el roce de sus cuerpos los habían puesto cachondos a los dos. Sin embargo, aunque el capitán estaba solo en la cama, los dos chavales se pasmaron al ver su espadón apuntándoles a al cara y a dos palmos de sus narices. El soldado, en puros cueros, y de pie frente a ellos les decía que se había acabado el descanso y ahora tocaba la fiesta. Y menuda fiesta les aguardaba a los chicos.

Jerónimo no esperó a recibir otra orden más y se arrodilló ante Juan y agarrándole bien el instrumento se dispuso a tocar una melodía para flauta. Y sacó notas muy meritorias de aquel tubo de carne caliente, porque el oficial no pudo por menos de aplaudir su interpretación. Pero antes de agotar la energía del instrumento en una sola pieza, el capitán le dijo: “Ahora sopla tú un rato, chaval. Y a ver como se le da a tu boca templar gaitas”. Y Ariel en principio pretendía resistirse, pero antes de poder decir nada, ya tenía dentro de la boca el pífano de Juan. Al principio le dio cierto reparo el sabor, aunque ya estaba muy amainado por la saliva del monje, pero el soldado no esperó a que él se decidiese a sacar notas acompasadas y comenzó a mover las caderas metiendo y sacando un tramo de pene, sin dejarlo del todo fuera de los labios del chico. Y Ariel le cogió gusto aquel juego y casi rompe la rigidez del pito por una descarga incontrolada de los cojones del oficial.

Juan le dio una palmada en la espalda y le aseguró que podía complacer a cualquier macho con esa lengua y esos labios tan jugosos. Pero que le iba a enseñar algunos trucos para hacerlo mejor. Y, sin más, Juan se agachó y se metió el órgano viril del chaval en la boca para mostrarle como se podía hacer que sonase mucho mejor. Y vaya si sonó el pitorro de Ariel. Tanto que no pudo evitar lo irremediable. Pero al capitán no le importó y se sentó en la cama agarrando a Jerónimo para sentarlo encima del pene. Y lo ensartó como un cordero en un espeto. Y cómo gozaron el fraile y el soldado!. A veces, con tanto impulso, daba la impresión que le saldría el rabo por los ojos a Jerónimo. Mas no había cuidado y el chico lo admitía enterito dentro de su cuerpo.

Quedaron muy extenuados Juan y el fraile y el primero encargó al mesonero que les sirviese unas viandas y buen vino para reponer fuerzas y volver a hacer ganas de seguir con la fiesta. Y los tres se recuperaron antes de lo imaginable, seguramente por el hecho de permanecer desnudos y sobándose a cada rato. Pero lo cierto es que ya querían jarana otra vez y el capitán le ordenó al monje que le lamiese por detrás al otro joven. Ariel notó unas cosquillas enormes, pero al minuto se le nublaron los ojos de gusto. Y lo que menos imaginaba el mozo era que cuando mejor se lo estaba pasando con la húmedas caricias de la lengua de Jerónimo, sintió algo duro que presionaba su esfínter y cuando quiso decir que no, ya se la había endiñado por detrás el puto soldado. Qué dolor tuvo en el agujero por unos instantes!. Mejor dicho notó como una aguda punzada dentro del vientre, pero Juan le ordenó que respirase hondo y se relajase porque iba a disfrutar de lo lindo. Y aunque le costó obedecerle, lo hizo y terminó sintiendo hasta placer. Al menos supo por que le gustaba tanto eso al joven monje. Sin embargo, no terminó ahí la juerga y más tarde se beneficiaron por turnos al otro, que si por él fuera no saldría nunca más de ese cuarto, siempre que también se quedaran los otros dos. Pues no lo pasaba bien el frailecillo con esos amigos suyos que tanto le daban!.

A Jerónimo se le había olvidado que existían sus compañeros de hábito y el capitán se lo recordó obligándolo a ponerse el sayal y adecentarse para ir de nuevo al convento de las clarisas. Ariel también se lavó y se puso la única ropa que llevaba, pero no acompañó a los otros, sino que se fue a zanganear por la villa y quedaron de encontrarse más tarde en la fonda. El chico notaba todavía algún escozor en los bajos, pero no quedara descontento con la experiencia. Aunque para ser sincero tampoco en eso veía un signo de felicidad como para desear quedarse junto al capitán y el fraile. Le faltaba algo más y todavía no sabía que podía ser eso que tanto anhelaba. Y ya le urgía encontrarlo o tendría que admitir que no existía tal cosa por mucho que los trovadores y poetas cantasen al amor y lo equiparasen con la felicidad. Y desde luego el sexo por si solo no era ni amor ni felicidad. Simplemente daba gusto y llegaba un momento en que era necesario para no terminar con un fuerte dolor de huevos.
Por su parte, Fray Nicolás y el otro monje sólo habían conseguido del arzobispo de Toledo buenas palabras, pero nada en concreto respecto a las pretensiones que les encomendara su obispo, puesto que los enredos y demás tropelías del temible Don Pedro, ya se habían resuelto en su día por la intervención de su esposa Doña Teresa de Távora ante la difunta reina Isabel, salvando de la ruina a la casa de Sotomayor con la pérdida de las posesiones familiares en favor de su hijo Don Alvaro. Y no iba el purpurado a enmendarle la plana a la gran reina de Castilla por mucho que ahora estuviese muerta y él gobernase sus reinos en nombre de su egregia y presuntamente desequilibrada hija. Mas el capitán si logró su propósito y el primado aceptó a Jerónimo entre sus fámulos, quizás para que el jefe de su guardia no le rompiese la cabeza y lo dejase tranquilo, que bastantes problemas tenía con los asuntos de estado como para ocupar su tiempo en tales tonterías. Y además tenia que resolver con urgencia algunos asuntos relacionados con la gran universidad fundada por el prelado en Alcalá de Henares.

Y antes de abandonar el convento de Santa Clara, el capitán le ordenó a Jerónimo que esperase un rato en el claustro, a la puerta del cuarto de puertas de grueso castaño, ya que debía darle a sor Camila un remedio para aliviar el picor pertinaz que la desazonaba entre las piernas. Y el frailecillo aguardó sumiso y paciente a que el oficial terminase de aplicar con tranquilidad el bálsamo a la joven monja. Aunque no desesperaba que más tarde, ya en la fonda, también le diese a él algo de la misma medicina, pues también le ardían los bajos, pero por detrás y no por delante como a la clarisa. Y en otro lugar de la villa, justo en la plaza mayor, Ariel andaba sin rumbo ni nada concreto que hacer, cuando se encontró a una moza muy lozana y peripuesta que, por casualidad o a posta, tropezó con él y los dos cayeron al suelo, manchándose las ropas de tierra y con algún que otro desperdicio tirado durante la feria.

La bella muchacha le dijo que era sirvienta de la reina y ocupaba un cuarto en el mismo palacio donde estaba Doña Juana. Y que no había inconveniente en que la acompañase hasta allí y ella misma le limpiaría las manchas de los humildes calzones y la pobre camisa que vestía el mozo. Ariel dudó sobre si seguirla, pero enseguida pensó que dónde iba a conseguir que mejores manos limpiasen su atuendo y se fue con ella al palacio de la reina. La chica no tuvo problemas para que la guardia le franquease la entrada al chaval y subiendo unas empinadas escaleras llegaron a la alcoba de la moza sin resuello, pero con prisa por quitarse de encima aquellas prendas sucias. La joven se sorprendió de la belleza del cuerpo de Ariel y también de sus atributos y él quedó embelesado con los pechos de la chica, tan bien rematados por unos pezones tostados y pequeños que apuntaban al frente como desafiando al mundo. Y ella no sólo le limpió la ropa, sino que lo lavó entero, primero con agua y jabón y después con la lengua besándolo por todas partes. Y Ariel también se lo hizo a ella y terminaron apareándose como dos retoños que ven la primavera por primera vez. Era hermosa la estampa de eso dos jóvenes entrelazados comiéndose con el deseo. Y Ariel gozó tanto como Ana, que ese era el nombre de la sirvienta de la reina.

Pero la chica también le habló de su señora y le aseguró que no estaba loca, sino lo suficientemente cuerda como para no ceder su trono ni sus títulos a nadie, ni siquiera a su hijo. Y eso traía de cabeza al ilustre príncipe de la iglesia, no sólo preocupado por los asuntos relacionados con el gobierno de los estados de Doña Juana, la archidiócesis primada y la Universidad Complutense, sino también y sobre todo, con las reclamaciones formuladas desde Flandes por el príncipe Carlos, que camino de cumplir los diecisiete años y desde la muerte de su abuelo materno comenzó a pensar en tomar el título de rey, aconsejado por sus consejeros flamencos. Tal decisión no era bien vista en los reinos y el Consejo de Castilla le pidió que respetase los títulos y derechos de su madre, ya que «aquello sería quitar el hijo al padre en vida el honor». Pero a pesar de ello, el príncipe enviara una carta a Castilla en la que informaba de su decisión de titularse rey. Y eso intranquilizaba mucho al cardenal. No por cederle al príncipe los poderes como regente, sino por las consecuencias que pudiera traer destronar a la reina en vida.

Y mientras escuchaba a la moza, Ariel pensaba que a lo mejor esa preciosa muchacha, que era tan espabilada y sabía tantas cosas sobre el mundo de los grandes señores, le ayudaría a encontrar la felicidad. Y se durmió a su lado contento, olvidándose del capitán y el fraile, y con una sonrisa en los labios como si ya pudiese descansar y hacer un alto en su camino hacia esa dicha que esperaba lograr en la vida.

continuará


2 comentarios:

  1. Genial Maestro como siempre! Lo de la flauta me ha matado de risa y tambien gracias por seguir ilustrandome sobre historia.
    Besos
    Eli

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  2. Aunque algunos crean lo contrario no es tan fácil tocar la flauta como es debido. Besos

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