
Uno que quiso ser un rey poderoso dijo que bien valía una misa. Y quizás le valió la pena ser el dueño de Francia y ocupar un fastuoso y enorme palacio real.
Otros, más tarde, dijeron que cuando ella se acatarraba Europa estornudaba. Y al menos durante bastante tiempo eso fue verdad, pues llegó a considerarse la capital del mundo, o al menos de este viejo continente que ahora parece que le pueden los achaques y su poder y posición hace agua por esas grietas que le va abriendo la economía y la política en general.
Se diga lo que se diga y bajo que punto de vista se mire, yo estimo que es bella. Tanto que no sólo te asombra y te deslumbra con su monumental presencia, sino que te invita a vivirla y soñar y aprender incluso a saborear mejor y con más tino la belleza y, por que no decirlo, sentir que tu piel desea y busca el placer de una caricia como los labios se humedecen queriendo besar.
Las calles, los barrios, sus plazas que parecen jardines compitiendo con avenidas que confundes con parques; y sin querer miras al cielo pretendiendo llegar a una punta de hierro que se cree tan grande que podría alcanzarlo.
Y para qué decir su nombre si todos sabemos que se llama París