martes, 16 de agosto de 2011

La casa grande X


Como si un enjambre de abejas se hubiera instalado en mi cerebro, o mejor sería decir de avispas rabiosas que me aguijoneaban inmisericordes anulando mi capacidad de razonar con claridad, sólo aturdía mis ideas una palabra que repetía sin parar y no era más que un nombre propio, Alfredo. Alfredo se convertía en mi obsesión, incluso mayor que la casa grande. El amor de amalia con sus ojos grises y una sonrisa que hipnotizaba se llamaba Alfredo y muriera en ese mismo puente que el otro, el Alfredo que me acompañaba al río por las tardes y luego hasta ese mismo puente que no quería cruzar. Ese también era Alfredo y sus ojos grises me miraban cautivando mi alma y su sonrisa me prendía a él como si fuese la más dulce miel que llama a las moscas para atraparlas y dejarlas morir pegadas en el panal. Así era mi Alfredo y se parecía demasiado al otro, al de Amalia, para no admitir que tenían mucho en común los dos.
Pero yo no quería ver más allá de lo que mi deseo esperaba para seguir viviendo una aventura inimaginable junto a ese chico. Aunque al cerrar tras de mí la puerta de la casa de Amalia eché a correr escapando de mis propias elucubraciones y sin querer ver hacia atrás para no darme cuata de que pudiera haber otra verdad que no me gustase tanto como la posible ficción que yo mismo creara. Corrí alocadamente, pero no recorrí a penas un par de metros cuando a mi espalda oí su voz otra vez. “Pedro!. Por qué te escapas?..... Es que ya no te acuerdas que estoy aquí?”, me gritó Alfredo. Y este era el mío y no el de Amalia. Me detuve y no me atrevía a mirarlo, pero él me adelantó y se paró frente a mí con esa sonrisa y esa mirada que me desarmaban y me rendían sin poner la más mínima resistencia. Entonces llegué a tener claro que para ese crío no significaban nada ni los segundos, ni los minutos, ni las horas. Y mucho menos tendrían que tener significado para él los días o los años. Me figuré que su existencia no estaba sometida a medida ni dimensión alguna como la del resto de los seres. Su existencia sólo era un destello que por el momento solamente me iluminaba a mí; y eso no sé por qué me hizo sentirme orgulloso y distinto a los demás.
Y ese era mi Alfredo y no el de Amalia y entendí por fin que no debía ni tenía por que compartirlo con nadie más. Era mío y solamente mío y nada importaba ni el antes ni mucho menos el después. Y le pregunté a mi amigo: “Te cansaste de esperar?..... Creo que estuve demasiado tiempo con Amalia....... Me ofreció arroz con leche y como me gusta tanto y ella lo hace tan bien, pues me puse a comerlo y se me pasó el tiempo sin darme cuenta....... Pero ya estoy aquí contigo otra vez”. “Ni me di cuanta del tiempo que pasó...... Hasta puedo decirte que no me separé de ti”, respondió Alfredo, convenciéndome de que efectivamente apenas nos separáramos unos minutos. Y seguimos hacia el puente despacio, retardando a propósito el momento de separarnos otra vez. 
Y yo me atreví a preguntarle: “Cual es el motivo por el que no quieres cruzar el puente?”. “Ya te dije que no se me perdió nada del otro lado y no quiero ir a esa orilla del río. Mi casa está de este lado y yo me siento más seguro aquí”, contestó Alfredo. Estaba tan resulto a no cruzar ese puente que desistí de intentar convencerlo de lo contrario. Pero antes de llegar nos sentamos en una cerca de piedras, bastante baja para impedir a nadie entrar en la finca que pretendía guardar, y nos miramos de frente y sin parpadear ninguno de los dos y yo tomé la iniciativa: “Alfredo, qué harás cuando me vaya?”. “A dónde?”, preguntó él. “A mi casa”, le dije yo. “Ya vas todas las tardes y vuelves otra vez a buscarme“, alegó él como si yo quisiera enredarlo en un sin sentido. “Me refiero a irme del pueblo y volver a mi casa de la ciudad..... Volver a estudiar y a salir con mis amigos....... A eso me refiero”, agregué yo. “Pero volverás otra vez para estar conmigo”, dio por sentado él. Y yo le dije: “Sí....... Claro que volveré, pero será el próximo verano....... Y hasta entonces que harás tú?”. “Esperarte”, me dijo él dando por zanjado el asunto. 
Pero yo no me quedé contento y le pregunté: “Y dónde está tu familia?..... Dónde vives el resto del año?”. “Aquí. En el pueblo........ Ahora vivimos en la casa grande, donde vivieron los abuelos......... No tenemos otro sitio mejor donde ir”, me dijo Alfredo con tanta naturalidad que quise creerle.  E insistí: “Y por qué nunca están ni tu madre ni tu padre en esa casa cuando voy a buscarte?”. El apartó la mirada por un instante y al mirarme otra vez le vi los ojos húmedos y me aclaró: “No tengo padre y mi madre me dejó hace tiempo......... Estaba cansada de arrastrar un vida muy amarga para ella........ Ahora yo soy toda mi familia a no ser que tú quieras serlo y así seremos dos y no estaré solo”. Me desarmó de tal modo que lo abracé y sin darme cuenta busqué sus labios y los besé. No se apartó ni rechazó mi beso y volví a besarle la boca consciente de que eso era lo que deseaba hacer.
Seguimos hasta el puente y al llegar a ese punto Alfredo se despidió hasta el día siguiente y yo le contesté y moví la mano en un adiós incompleto. Mas antes de que él se diese la vuelta y echase a correr como había hecho el día anterior, le pregunté de sopetón: “Como se llama tu madre?”. “Clara........ Se llama Clara”, me gritó Alfredo al alejarse. “Clara!”, exclamé rebobinando la información que me diera Amalia. Si su madre era Clara, Alfredo no era el Alfredo de Amalia. Era otro Alfredo. El mío. El hijo de la hermana de su Alfredo. Y eso ponía muchas cosas en su sitio. Ahora estaba resultas muchas cuestiones y entre ellas también estaba resuelto el hecho de si el chaval era o no el dueño de la casa grande. Lo era, porque era el heredero de don Amadeo y doña Adela. Era su nieto. Sin embargo el dijera que su abuela era la señora del retrato y esa no era doña Adela. Esa señora era la madre de don Amadeo y por tanto su bisabuela. Bueno, tan poco tenía importancia un grado más o menos en eso del parentesco. Y hasta podría ser que él no supiese quien era la buena señora del cuadro y la tomara por su abuela, o se refiriese a las dos señoras llamándolas abuela. La madre le hablaría de todos, pero seguramente no pudo enseñarle la casa antes de morir. Alfredo sabía que esa mansión era de su familia y ahora le pertenecía por ser el único miembro que quedaba.  Y eso sí se lo diría su madre. Pero ahora tenía que saber que fuera de Clara después de morir su hermano. Lo que podía intuir, sin temor a equivocarme, era que el nombre del chaval era en recuerdo de su tío. Y ese dato tenía que conocerlo Amalia sin lugar a dudas.
Volé hasta mi casa, nervioso y loco de contento al tener algo a que agarrarme para dar consistencia a esa realidad que ya no era tan imaginaria como le pareciera a mi amiga Amalia. Alfredo, mi Alfredo existía y su nombre era el de ese otro Alfredo que fuera y seguía siendo su amor eterno, porque el mío era sobrino del suyo e hijo de su gran amiga Clara. Todo encajaba como en un puzle al que hasta ese momento no le encontraba la pieza clave que uniese el resto del rompecabezas. Y corría y gritaba lleno de euforia: “Alfredo existe y es mi amigo!”.
Mi madre se asustó al verme tan excitado y riendo de una manera tan rara; y me preguntó si me pasaba algo. Yo le respondí que tenía un amigo en el pueblo. Un chaval de mi edad muy majo con el que iba al río y lo pasábamos en grande los dos. Ella quiso indagar de quien se trataba y si era de una familia conocida. Y yo, en mi incontenible euforia, le contesté: “Sí, muy conocida!. Es nieto de los señores de la casa grande”. “Pero que cosas dices!”, exclamó mi madre. Y yo recalqué lo dicho: “Sí, mamá. Es el hijo de Clara...... La hija de esos señores y seguro que tú te acuerdas de ella...... O no se llamaba así la hija de don amadeo y doña Adela?”. 
Mi madre me miró como si en lugar de ver a su hijo mirase fantasmas y me dijo algo conmovida: “Hijo mío, quién te ha contado esas cosas que son parte de un pasado casi olvidado en este pueblo.......Yo casi no la conocí, porque se fue siendo muy joven y al poco del ocurrir el desgraciado accidente del hermano......... Y sé que en la capital tuvo relaciones con un sinvergüenza que la dejó preñada, pero no volvió al pueblo nunca más, que yo sepa...... Si llegó a tener un hijo tampoco lo sé, ni creo que nadie en el pueblo pueda atestiguarlo........ Por eso no creo que ese chico que dices sea su hijo....... Serán cosas que se le han ocurrido al pobre y vete tú a saber de que familia será ese infeliz!........ Ya sabes que ni a tu padre ni a mí nos gusta que te mezcles con gente que no sea de fiar ni sepamos quien son sus padres...... Hay que tener mucho cuidado con quien se junta uno en esta vida!...... Anda ve a lavarte las manos y a cenar que ya es tarde. Ultimamente te retrasas mucho en el río y no me gusta. Ya lo sabes”. No quise contradecirla ni perder tiempo en algo que ya vi de todo punto inútil. Pero sólo añadí para justificar la tardanza que me había entretenido merendando arroz con leche en casa de Amalia y tenía poca hambre. Y eso zanjó la cuestión sin más derivaciones ni consecuencias que tragar unos cuantos bocados de una jugosa tortilla de patatas con pimientos verdes y rojos.
Y solo en mi cuarto volvieron a mi cabeza ese quebradero que me tenía ofuscado sin dejar que me serenase ni pudiese conciliar el sueño. Le daba vueltas a todo lo que había oído por boca de Amalia y también lo que me dijera mi madre al regresar a casa. Pero sobre las palabras de ellas flotaba en mi cerebro la voz de Alfredo, mi Alfredo, que me daba esa explicación racional a su aparición en la casa grande y la relación que unía al chico con la familia de don Amadeo. Pero todavía quedaban flecos sueltos para que todo cuadrase sin fisuras y pudiese demostrarle a mi madre, a la buena de Amalia y al resto del pueblo que ese amigo mío era quien decía ser y por tanto el heredero y dueño de la que en otro tiempo fuera la gran casa de los más potentados de aquellos contornos. La de esa poderosa familia que todos respetaban y envidiaban por iguales partes; y que muchos, por envidia y despecho mal sano encastrado en el fondo de sus almas, vieron con regocijo caer y hundirse en la miseria y el olvido de todos sus vecinos. 
Aunque en parte así ocurriera con la muerte de doña Adela y don Amadeo, la casa seguía siendo el testigo de su pasada grandeza y posición preeminente, no sólo en la comarca sino en esa zona del país. Y ahora estaba en ella un miembro de la familia, joven y con suficiente ímpetu para levantarla de nuevo. Y yo estaba a su lado y convencido de que ese joven, que era mi amigo, sabría conquistar a todos como me conquistara a mí. Porque a mí me tenía en un bolsillo, como suele decirse. Y al no poder pegar ojo con tantos pensamientos en conflicto, mi mente desvarió en sus planteamientos y me vi en el río con él, con tal realidad que hasta notaba como me salpicaba Alfredo al tirarse de golpe al agua. Le gustaba hacerlo así y sobre todo salpicarme sin que yo pudiese evitarlo y oírme chillar al contacto frío del agua. Yo le devolvía ese remojón, pero él ya se había mojado entero y la sensación repentina de frialdad quedaba en gran parte mitigada. Y se reía y entonces nos agarrábamos y entrelazábamos los brazos para lograr que el otro cediese y se hundiese más, por el sólo hecho de verlo salir después con cara de susto o tosiendo por haber tragado agua del río.
Por mucho tiempo que pase, nunca podré olvidar esas tardes con Alfredo, ni tampoco el fuerte atractivo que ejerció en mí desde el primer momento en que me miró con sus ojos grises. En eso los dos Alfredos debían parecerse mucho. Y, como el otro dejó impresa en el alma de Amalia su sonrisa y esa mirada que la penetró sin remedio, a mí también este Alfredo me hirió con ese precioso acero al mirarme antes de darme el primer beso en los labios, como premio por vencerme en una carrera que no tubo meta ni línea de salida. Los dos llegamos al mismo tiempo, pero él me ganó por la mano dejándome inerte al rozarme con su aliento para darme ese beso que me neutralizó sin que él pretendiese al besarme atarme a él para siempre. O al menos eso quise creer entonces y di por supuesto que el chaval no tenía otra intención en su mente que  gastarme una broma con ese beso. 
Y si dudé al principio, yo mismo me convencí que solamente fuera un inocente juego entre dos leales amigos que empezaban a descubrir los misterios de la naturaleza, como solían decirnos lo mayores al referirse a esos temas que consideraban escabrosos por estar relacionados con el sexo. Y daba igual que tan sólo fuesen simples muestras de cariño entre jóvenes que no ven mal alguno en quererse como personas sin darle a la identidad de sexo más importancia que la que realmente debe tener. Es decir, en cuestión de afectos, ninguna condición conlleva tanta enjundia que pueda diferenciarse por ser entre dos seres de sexo contrario o del mismo. Pues el amor siempre es único si sale del corazón. Y debí dormirme al llegar al convencimiento de que Alfredo era tan real como yo mismo, porque al despertarme por la mañana mi madre me encontró muy risueño y tan contento como si me encontrase un inesperado regalo bajo la almohada. Y durante toda esa mañana desesperé para que llegase la tarde porque no veía el momento de ir a casa de Amalia para contarle mi descubrimiento. Estaba como loco pensando en la cara que pondría la buena mujer al saber que mi amigo Alfredo no era una fantasía sino la misma carne de su amiga Clara y su amado Alfredo. 

4 comentarios:

  1. Ayy q cara pondra Amalia!!!! y que flecos se terninaran de unir para mostrarnos la trama completa??? Veremos q nos cuentan estos entrañables personajes :D!
    Gracias Maestro por contarnos lo q Amalia, Alfredo y nuestro chavalito le han susurrado al oido!
    BEsotes
    Eli

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  2. Yo también estoy deseando que me cuenten el resto de la historia para ver a dónde nos lleva esta gente. Besos

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  3. Será así. Son los poetas los que interpretan el idioma de las musas, cuando estas le susurran palabras al oído.
    Besos

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  4. Tú, que eres un poeta, lo sabes bien. Besos

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