sábado, 20 de agosto de 2011

La casa grande XII

En medio del puente me paré en seco y miré atrás sin saber bien si quería ver si Alfredo venía en mi busca, o si era para cerciorarme de que no me seguía ni volvería a verlo si no me acercaba a la casa grande. Dudé si dar la vuelta y e ir a buscarlo o pasar al otro lado del río donde él no pasaría jamás. Y me decidí por lo segundo y eché a correr otra vez. Pero ya en la otra orilla y a salvo, me detuve y un coraje que me salía del fondo de mis testículos me hizo recapacitar y pensar que debería regresar al otro lado e ir a la casa grande y prenderle fuego para quemar con ella mis fantasmas y que con el humo se disipasen los recuerdos de esos días en que creí haber encontrado al mejor amigo que podía tener en mi vida. Además, sería una agradable venganza hacerle eso al muy cabrón que me estuviera tomando el pelo haciéndome creer quien no era. Y si esa era su casa, según decía el mismo, yo lo dejaría sin ella y tendría que irse por donde había venido al pueblo. Así aprendería ese imbécil por reírse de mí y jugar con mis sentimientos.
Y retrocedí unos pasos dispuesto a entrar en el puente, pero me paré porque me faltaron redaños y un miedo cerval se apoderó de mí. Creo que sentí verdadero miedo por primera vez en mi existencia y salí como alma que lleva el diablo tropezando contra todo y sin mirar lo que iba dejando a mi espalda. Iba tan rápido que daba la impresión que me pusieran alas para ir más ligero o se me estuviese quemando el trasero; y, sin embargo, a pesar de las prisas o precisamente por ellas, mi carrera era atropellada y mis movimientos incluso descompasados del pánico que llevaba en el cuerpo. Nunca olvidaré aquella sensación de huida de nada concreto y sí de algo que siendo impreciso, para mí era más real que todo el resto que veía en mi alocada carrera. Tenía la sensación que el aliento de Alfredo me daba en la nuca; y eso me hacía sudar por todos mis poros. O, en realidad, el sudor me brotaba por el esfuerzo del ejercicio y los últimos calores de la tarde, o simplemente por ir cagado de miedo ante la posibilidad de que mi mente admitiese la presencia de un ser incorpóreo que yo tomara por un cuerpo real. 
Fuese como fuere yo llegué a mi casa extenuado y empapado como si me cayera al agua del río. Mi madre se alarmó al verme y me obligó a sacarme la humedad del cuerpo quitando la ropa mojada e ir a darme un baño caliente para ponerme el pijama y tranquilizarme el ánimo antes de cenar. Obedecí sin rechistar y al terminar la cena dije que estaba muy cansado y quería dormir. Pero las horas pasaron una tras otra y mis ojos se negaron a cerrarse, ni el sueño quiso venir a mí para aliviar la tensión que se acumulaba por minutos en mi cabeza. Al amanecer debí quedarme traspuesto por el cansancio y la agotadora vigilia. Y ese día estuve como ido y sin vida consciente que me animase a desear divertirme o volver por la tarde al río para bañarme. Y no a la otra orilla, sino a esta en al que estaba mi casa y en la que también había bellos remansos donde poder nadar sin necesidad de cruzar el puente ni arriesgarme a encontrarme con Alfredo, o como quiera que se llamase el puto chaval.
Al día siguiente el tiempo cambió de improviso y se nubló el cielo amenazando tormenta. Nubes negras y densas como panzas de vacas preñadas nos sofocaban con un calor húmedo y pegajoso que se hacía irrespirable. Y los árboles comenzaron a agitarse y se curvaban los más delgados y flexibles como a punto de romperse por el tronco. Y un tallo todavía joven de la huerta de mi casa, partió y una rama ya crecida de un arbusto se desgajó y vino a parar cerca de mis pies. Más tarde tronó y los relámpagos que de tan azule se tornaban blancos y refulgentes, nos amedrentaron a todos rasgando un cielo atiborrado de malos presagios según yo me aventuraba a suponer. Mis padres decidieron volver a la ciudad y dar por terminado aquel verano que marcó el resto de mis días. 
Prosiguió mi vida con mis estudios y los amigos de siempre; y cada año, al aproximarse el verano, me buscaba un motivo, que no era más que una excusa para no volver al pueblo de vacaciones. Y si no era un curso en el extranjero para perfeccionar un idioma, era otro para relacionarme con gente joven de otros países consiguiendo una beca universitaria. El caso era no volver donde podía encontrar de nuevo a Alfredo y sentir en mi mente el misterioso influjo de la casa grande. Y pasaron los años y también terminaron mis estudios y más de un máster, que suelen ser caros y creo que enseñan lo justo, pero justifican más tarde los currículum para superar a otros contrincantes que opten al mismo futuro, sea en un empleo o ejerciendo una profesión de las consideradas libres y que están más sometidas al dinero que cualquier otra por cuanta ajena; como es el caso de la que yo hice y me ha dado de comer y para otros caprichos y lujos. Y mi intención seguía siendo no pisar el pueblo de mis antepasados donde pasara tantos veranos de niño y de adolescente, hasta que en uno, cuando cumplía los dieciséis años, se me ocurrió saltar la tapia de la casa grande y me encontré allí con Alfredo.
Mis primeros años de trabajo fueron duros y muy laboriosos, pero puedo decir que triunfé y mi situación económica empezó a prosperar sin necesidad de recurrir al dinero y patrimonio familiar. Era todavía joven y mi futuro lo veían en mi casa como muy prometedor. Y esa misma posición holgada y cada vez más afianzada en el mundo donde me movía profesionalmente, hizo que a mi madre le empezase a preocupar mi soltería.  Y se propuso hacer lo indecible por buscarme una novia, no para pasar con ella ratos de sexo desenfrenado y solazarnos juntos dándonos mutuos revolcones, que eso ya me lo procuraba yo solo y sin su ayuda, sino para contraer matrimonio por los sagrados cánones. Y la pesadez y empeño de mi madre con el casorio era un coñazo verbenero y me busqué una salida para librarme de tal acoso. Me fui una temporada al extranjero amparándome en una expansión comercial de altos vuelos en al que eran imprescindibles los servicios de un buen profesional en mi campo.
Y allí, en otro país y en otra ciudad, hablando un idioma que conocía, pero que no era el mío, una noche en una fiesta conocí a Marga, que por ese nombre la llamaba yo castellanizando el que usaban los otros para nombrarla. Me cayó simpática y yo no le fui indiferente. Nos vimos más veces y salimos de copas con amigos al principio y al mes íbamos los dos solos sin necesidad de nadie que nos animase a divertirnos. Lo pasaba muy bien con Marga y nos gustamos lo suficiente como para plantearnos vivir juntos y follar como descosidos en cuanto teníamos oportunidad y un rato para dedicarlo a esos menesteres, que son la sal de la vida y la causa de la existencia y el mejor motivo para continuar con ganas de seguir con los pies sobre la tierra. Creímos estar enamorados y nos casamos sin pompa ni el boato que le gustaría a mis padres para la boda de su querido hijo. A mi madre tampoco le hizo mucha gracia que ella fuese extranjera, pero la aceptó como nuera aunque el matrimonio sólo fuera laico y sin demasiados invitados, ni un vestido blanco con cola y un velo largo para arrastrar por el suelo de una iglesia. 
Teníamos una vida acomodada y pasamos muy unidos unos años que nos parecieron felices compartiendo una relación interesante. Nunca nos planteamos tener descendencia, pues tanto ella como yo andábamos muy ocupados en nuestros respectivos trabajos, y preferíamos salir a cenar e ir a teatros y cines y actos de cultura, sin dejar de viajar por mero placer cuando las ocupaciones nos lo permitían a los dos. Nunca sospechamos que tan pronto comenzase a hacer aguas todo aquello y el frío entró sin darnos cuenta en nuestra casa y nuestras vidas y se fue apagando el fogoso empujón que nos ayudaba a buscarnos para aparearnos sin procurar contribuir a aumentar la prole en este mundo; ya demasiado poblado a nuestro entender en aquellos tiempos. Nuestros encuentros eróticos disminuyeron y también las palabras entre los dos. Y un día no tuvimos nada que decirnos y nos vimos como dos extraños. 
Una tarde al volver de mi oficina me encontré en casa con Marga, muy serena y con un vaso de ginebra con soda y dos cubos e hielo en la mano. Y sin darme ni un beso de cumplido me dijo: “Pedro, creo que esto ya no tiene sentido. Somos adultos y civilizados y podemos entender que lo mejor es dejarlo y seguir nuestras vidas por separado. Me voy a casa de mi amiga Carla y espero que prepares cuanto antes los papeles del divorcio...... Esa responsabilidad te la dejo a ti que sabes más sobre cuestiones legales..... Fuimos felices durante un tiempo, pero todo se acaba”. Y con la misma agarró un par de maletas y se largó de casa sin discusión ni darme algo más que un beso de refilón en una mejilla.
Mis padres tomaron mi divorcio con resignación y en la expresión de mi madre pudo leer sin decírmelo que eso ya lo preveía ella por elegir a una extranjera y no querer a una joven de mi país, o mejor aún de mi tierra y de buena familia conocida y aceptada por toda la sociedad local. Mas la cosa ya estaba hecha, resuelta y liquidada, sin problemas ni resquemores por ninguna de las partes implicadas, es decir, Marga y yo. Y eso era lo principal y a pesar de la frialdad al despedirnos, quedamos como amigos para los restos. Ahora sólo me quedaba plantearme de nuevo mi vida y preferí volver a mi país y alejarme de todo lo que me recordase a esa vida con mi ex mujer.
Al verme solo reflexioné sobre mi relación con Marga e hice balance tan sólo de los ratos buenos y sobre todo de los besos y caricias que nos dimos mientras nos creímos uno. Y me convencí de que el saldo era muy positivo. Aunque una noche dando vueltas en mi cama medio vacía, me puse a comparar esos besos con los que nos diéramos Alfredo y yo hacía ya algunos años y me di cuenta que desde luego eran distintos y sin mucho que ver unos y otros. Pero los de antaño con aquel extraño chaval los recordaba quizás menos intensos pero mucho más sinceros que los apasionados morreos con Marga. Y eso me dejó tan mal cuerpo que necesité levantarme para tomar algo para el dolor de cabeza; aunque la verdad era que si algo me dolía era el alma. Y repasé mi vida de cabo a rabo sin poder dormirme, que era lo que procedía para estar despejado por la mañana y poder rendir en mi trabajo. Y esa mirada de Alfredo se me hacía tan nítida y real que me asustó tanto como cuando cruzara el puente por última vez. 
Rechacé toda idea que me llevase una vez más a la casa grande y sus misterios, sin tener otra consideración en mi cabeza que la de atender a mis ocupaciones, que eran muchas, mas tuvo que llagar una carta que solamente contribuiría a echar leña al fuego de mis pensamientos y recuerdos y me cayó mal en ese momento. Su contenido se refería a Marga y tuve que leerla dos veces y despacio para asimilar aquello sin perder mi autocontrol ni sentirme como un idiota. Carla me escribía para contarme que, al mes de dejarme, su amiga ya estaba viviendo con otro. Y no niego que me dolió un poco, más en mi orgullo que en otra parte de mi cuerpo. Y en cualquier caso quedé algo cabreado con mi propia sombra, pues aunque no fuese lógico enfadarme si ella rehacía su vida, más después de un divorcio tan civilizado, no podía evitar sentirme agraviado en mi orgullo de macho y vanidad personal al irse tan pronto con otro hombre. Y lo que más me llegó al alma era que, en opinión de la buena amiga de mi ex mujer, que me escribía tales noticias, ese tipo estaba mejor que yo físicamente y parecía mucho más joven. Ahora iba a resultar que Marga me había dejado para liarse con un niñato de esos que cultivan su cuerpo y no desarrollan ni un gramo de cerebro.
Bueno, eso eran simples conjeturas mías, porque a Carla le había bastado con insinuar que el tío ese tenía un buen tipo, pero no decía nada sobre sus actividades ni deportivas ni culturales. sin embargo, a mi me consolaba mucho y paliaba el escozor en mi ego herido que el joven fuese algo bruto y hasta inculto y únicamente supiese mostrar sus bíceps para deslumbrar a una mujer desesperada al verse abandonada por su marido. Y ese tampoco era realmente el caso de Marga, pues no sólo era guapa y atractiva como para que no le faltase un tío que la desease, sino que fuera ella la que me dejó a mí y no probablemente para irse con un puto cachas de los cojones que la conquistase a base de músculos. Y nunca quise imaginar el motivo verdadero por el que ella lo prefirió a él y se cansó de mí, porque no fuese a resultar que el miembro que más le gustara de ese otro fuera el viril. Y ser consciente de eso ya supondría un durísimo castigo para un macho despreciado. Y tampoco creo que fuera mi caso, porque no me cabe duda de haber cumplido con ella sin queja, al menos durante el tiempo en que nuestra relación iba como las rosas y nunca nos pinchábamos con las espinas que suele tener el tallo que las sustenta.
Yo me quedé solo y eso es lo que importa en esta historia. Y una mañana me desperté sin ganas de levantarme de la cama y tuve que hacer un esfuerzo grande para ponerme en pie y empujar mi cuerpo hasta le baño. Abrí el grifo del agua fría del lavabo y ni me miré en el espejo por no ver el rostro de ese hombre que me miraría sin pudor, como todos  los días, y que ya no se parecía a mi cara, ni conservaba los finos rasgos que yo recordaba cuando, entonces, al tener menos años, me miraba en otro espejo y probaba de que manera me veía más guapo al peinarme de una u otra forma el pelo. La cara que tenía cuando conocí a Alfredo y que seguramente le gustara tanto que me eligió por amigo. Su único amigo y la única persona que lo viera en aquellos días de mi último verano en el pueblo. 
Pero tenía que afeitarme; y sin verme no podría hacerlo, al menos sin cortarme o rebanarme una oreja. Y levanté la mirada hacia el espejo y se me nubló la vista y un mareo me dejó en el suelo sin conocimiento. No se si solamente fueron segundos o minutos, pero al volver en mí me dolía la cabeza, probablemente por algún porrazo contra el suelo, pues no estaba desnucado, ni había restos de sangre en el borde de la bañera. Y casi de soslayo miré y no volví a ver la imagen que había visto antes. Quizás fuese algo fugaz, fruto de mis pesadillas de la noche pasada casi en un puro delirio, del que eran testigos las sábanas sudadas y retorcidas como si en lugar de taparme hubieran servido de lona para una pelea. En el espejo estaba ahora mi cara, la que tenía en ese momento, desmejorada y ojerosa, pero no la otra que me saludó al ir a poner la hoja de la maquinilla sobre la piel. Esa otra no era la mía sino la de Alfredo. Y sus ojos grises, más brillante que nunca, y su eterna sonrisa encantadora, revivieron en mi corazón lo que ya creía superado. Su cara era más atractiva que entonces y por su aspecto seguía siendo un muchacho. Y eso era de todo punto imposible.

5 comentarios:

  1. ¡Aplausos!
    y también besos, por qué no?

    ResponderEliminar
  2. Maestro, cuantos años han pasado?
    Besos

    ResponderEliminar
  3. Gracias Dama. Mi querido stephan los años que hubieran pasado no es lo importante, pero calcula que por lo menos tuvo que darle tiempo a estudiar una carrera, de la menos 5 años, trabajar, situarse y hacer bastante dinero, conocer a una mujer, casarse y divorciarse. Pedro en esa época debe andar por los treinta y bastantes, ya cerca de los 40. Pero repito que eso no es importante. Aún es joven. Besos a los dos

    ResponderEliminar
  4. que vueltas q tiene la vida! pero todo vuelve :D veremos q depara esta vuelta a nuestros protagonistas despues de tanto tiempo pero de emociones q siguen vigentes...
    besossssss
    eli
    pd: porq mi ex marido no tiene la actitud de marga?? :( bechosss

    ResponderEliminar
  5. Pues porque cada cual, como cada relación, es un universo en si mismo. Y no siempre es fácil o posible volver a algo ya pasado y recuperar lo no vivido aún en ese momento. Besos

    ResponderEliminar