sábado, 30 de julio de 2011

La casa grande V

Con cada crujido de las maderas al pisar los escalones para subir al primer piso de la casa, mi confianza crecía, tanto en el éxito de la empresa, como en mi inopinado compañero que poco antes encontrara en el desaliñado jardín. Notaba mi respiración con esa agitación característica que provoca la emoción de la aventura y me oía a mi mismo aspirar y exhalar el aire, notando la lengua seca, pero mi colega apenas hacía ruido y solamente sonreía cada vez que miraba su cara para interrogarle con los ojos a que cuarto nos dirigíamos. Y así de una en una recorrimos las habitaciones de la mansión; y al llegar a otra situada al fondo de un pasillo, me dijo: “Esta es la mía....... Quieres verla?”. Y cómo no iba a querer ver donde dormía ese muchacho que ya había ganado mi voluntad al conducirme por el escenario que, sin lugar a duda, era el decorado de un gran misterio.  
Empujó la puerta y me hizo pasar a esa habitación en la que solamente había una cama estrecha con una mesilla de noche en madera clara y una silla de enea con el típico asiento de cuerda, pero ya muy gastado y algo roto. Y un armario pequeño sin luna en su única puerta, ni ningún otro espejo donde pudiese mirarse Alfredo para verse una vez vestido. Pero no dije nada ni tampoco quise averiguar que clase de ropa guardaba en el armario. Simplemente me limité a pasar un dedo por la mesilla y comprobar que estaba llena de polvo y de una esquina a la pared había una telaraña que parecía estar allí desde bastante tiempo atrás. No podía decirse que ese cuarto brillase por su limpieza, ni tampoco se podía ver con nitidez a través de los cristales de la ventana, partida en cuatro cuarterones y que daba a la parte trasera del jardín.
Pero Alfredo irradiaba una alegría contagiosa al mostrarme su habitación y puedo jurar que entonces ni me di cuenta que hasta la colcha que cubría la cama estaba sucia a rabiar. Me encontraba a gusto con ese chico y debo reconocer que tanto su figura esbelta como el tono pálido de su piel y sus gestos y, sobre todo, la sonrisa que dejaba ver unos bien alineados dientes muy blancos, empezaban a atraerme de un modo raro que hasta entonces jamás había sentido por ninguna otra persona. Era como si no quisiese volver a separarme de él y hasta me hubiera gustado compartir su cama y su extraño mundo de polvo y abandono de años. Y por un momento me pregunté para mis adentros: “Cómo puede vivir este tío en una casa tan dejada de la mano de todos?”. Pero sólo fue por un momento que tuve esa reflexión más que hacerme una pregunta. 
En todo ese tiempo y en ninguna de las habitaciones visitadas, mencionó Alfredo a su abuelo ni a otra persona que perteneciese a su familia. Yo le pregunté por sus padres, pero no respondió. Y al insistir si estaban con él o viniera solo al pueblo, tampoco me dijo nada. Eso ya me mordía la curiosidad y le conté cosas sobre el colegio y los amigos que tenía en la ciudad, para ver si él soltaba también la lengua y me contaba algo sobre su vida, pero, si bien se interesó por mis asuntos y mis amistades, no me contó nada sobre si mismo, alegando con un gesto de desgana que no tenía nada interesante para contar ni menos para recordar de tiempos ya pasados, dando a entender que transcurrieran sin pena ni gloria para él.
Y de inmediato Alfredo me sugirió que saliésemos de nuevo al jardín para ver el palomar. Y allá fuimos los dos bajando a saltos la escalera y saliendo de la casa como dos potros a los que les abren la cerca para salir en libertad al campo a correr y saltar. Y corrimos alocados hasta la ruina de un palomar vacío de palomas. y nos metimos dentro y vimos que todavía quedaban cagadas blanquecinas y hechas piedra, pero ninguna pluma ni plumón que denotase la presencia reciente de aves en aquel albergue de escombros resecos. Entonces yo le propuse ir al río y él apoyó la moción con un salto y alborotando el aire con las manos, gritando: “Me encanta el río y el frío del agua en mis huevos!”. Yo secundé su jolgorio y también grité y lancé patadas y manotazos al viento diciendo que se nos encogerían los cojones al meternos en el río. 
Y nos fuimos de la casa a toda prisa y sin darnos cuenta llegamos al remanso solitario donde yo solía nadar y tomar el sol en pelotas. Y no tuve reparo alguno en decírselo a Alfredo; y él, sin darme tiempo a adelantarme quitándome mi ropa, se quedó en bolas y me enseñó su cuerpo desnudo con la mayor naturalidad del mundo. Yo lo imité, pero reconozco que sentí algo de vergüenza al principio. Mas en cuanto vi con que desparpajo se lucia Alfredo y me decía que mirase sus músculos, ya no sentí nada que no fuese el tibio calor del sol en mi piel y la satisfacción de ver que, mal que le pesase a Alfredo, mi cuerpo estaba más desarrollado que el suyo y tenía unos brazos mucho más fuertes. Para eso había hecho mucha gimnasia en el colegio y jugaba a casi todo, además de nadar y correr y andar en bici los fines de semana. Y no disponer de una bicicleta en el pueblo era algo que llevaba bastante mal, por cierto. Me habría ahorrado muchas caminatas al río o a otros muchos lugares de aquella aldea donde solía ir.
Volvimos a enredarnos en una pugna por ver quien tumbaba a quien, pero ya no era pelea como al conocernos, sino juego amistoso que dio con los dos rodando por la hierba mojada que crecía a la orilla del agua. Y nos quedamos uno sobre otro mirándonos a los ojos y sin pestañear. Y él, entonces, me dijo: “Me alegro de haberte encontrado al fin”. En ese momento de tensión contenida no llegué a entender todo el significado de aquella frase, ni me hubiera planteado escudriñarla para sacar de ella algo más que lo aparente. Y yo le contesté: “Yo también me alegro de estar aquí contigo”. Pero esa vez fui yo el que se atrevió a más y añadí. “Quieres que seamos amigos?”. Alfredo dejó que sus ojos se humedeciesen casi imperceptiblemente y sin decir palabra me dio un beso en la mejilla. Y con eso sobraban las palabras y acepté aquel beso como toda una declaración formal de perpetua amistad entre los dos.

Y con la agilidad de un corzo que brinca ante un obstáculo que se interpone en su camino, Alfredo se levantó y dándome la mano tiró de mí para incorporarme también. Y corrió para lanzarse al agua gritándome: “Marica el último”. Y yo salí como una centella tras él y lo alcance sin reparar en la frialdad del agua ni en otra cosa que no fuese darle una aguadilla por llamarme así. Y se la di y él me la dio a mí y nadamos en una loca carrera sin meta ni punto de salida. salpicábamos y chapoteábamos a nuestras anchas y al alzar los brazos formábamos abanicos de gotas de mil colores que irisaba la luz del sol. La piel nos relucía y se acentuaba la suavidad adolescente que todavía mostraba por la escasez de un vello más oscuro y frondoso, pues en algunas partes solamente teníamos pelusilla. Y donde ya creciera el pelo proclamando nuestra plenitud sexual, más que estorbar o romper la perfección de esa piel de primera juventud, le daba una mayor arrogancia para hacerla aún más sugestiva y atrayente para cualquier persona que supiese apreciar la belleza de dos vigorosos mozos.
Nos cansamos de jugar en el agua y salimos a secarnos tumbados al sol sobre la hierba. Y Alfredo no dejaba de mirarme como si quisiese aprenderse de memoria todo el contorno de mi cuerpo para recordarlo cuando ya no me tuviese delante. Y eso me hacía gracia y al mismo tiempo me entró una repentina timidez al notar que mi pene se ponía duro y comenzaba a crecer. Alfredo se dio cuenta de eso y se rió revolcándose por la hierba gritándome que estaba empalmado. Me puse boca a bajo con los mofletes colorados como tomates, para ocultar la evidencia de mi flaqueza, y el muy cochino me metió mano por debajo del vientre y me la agarró apretándomela con fuerza. Me revolví y lo insulté con cara de cabreo, pero yo también pude ver que su polla tampoco seguía flácida y su excitación era mayor que la mía.
Y volvimos a tumbarnos boca arriba mirando al cielo y con nuestros miembros viriles estirados a lo largo de la barriga. Y él fue quien empezó a cascarse la paja primero. Y yo también me desahogué al ver que él lo hacía; y no tardamos mucho en terminar mirándonos a la cara para comprobar quien se iba antes de los dos. Luego quedamos como agotados y sin poder pronunciar palabra ni volver a mirarnos a los ojos. Yo sólo deseaba que aquello no hubiese sucedido y él parecía tranquilo y relajado sin darle más importancia al asunto que habernos hecho un pajote en compañía en lugar de ser en solitario. Estábamos pringados de semen, en el que casi podíamos ver atrapadas las vitaminas desperdiciadas, y él me propuso tirarnos al agua otra vez para limpiarnos. Y lo hicimos y volvimos a darnos ahogadillas para liberar el exceso de testosterona que aún nos quedaba en los testículos.
Ahora me sería difícil decir cuanto tiempo pasamos en el río, pero si recuerdo que sin darnos cuenta, caminando y alternando carreras, nos vimos cerca ya de la casa de Amalia y él me dijo que no podía acompañarme hasta el viejo puente romano. Le pregunté por qué y le pedí que viniese a mi casa, porque mi madre se alegraría de conocerlo. Pero Alfredo me dijo que nunca cruzaba ese puente ni quería conocer la otra orilla. De todas modos le insistí y además le aclaré que la casa de Amalia estaba de este lado del río y no era necesario pasar el puente para llegar a ella. Seguimos un poco más y llegamos a casa de Amalia y no la vi en el corredor que daba al camino; y sin pensarlo dos veces ni mirar para Alfredo, dije: “Debe estar en la huerta regando los tomates. A estas horas suele hacerlo. Vamos. Por esta cancela se va al huerto que está detrás de la casa”. Y pasé delante de mi compañero y fui derecho hacia el fondo donde estaban los tomates y pimientos; y allí vi doblada hacia delante a Amalia que se afanaba con un sacho en abrirle el riego a su modesta plantación de hortalizas y verduras. Y sin esperar a que se pusiese derecha ni volviese la cabeza, le dije lleno de razón: “Este es Alfredo. Lo conocí en la casa grande”. 
Amalia ladeo la cara y sin mirarme del todo me soltó: “Ya eres algo mayorcito para andar con amigos imaginarios. No crees?”. Yo me quedé cortado por esa salida de Amalia y mucho más al volverse con los brazos en jarras mirándome de frente y decirme: “O es que ahora tú también crees en fantasmas?”. Miré hacia atrás y cual no sería mi asombro al no ver a mi lado al chaval. Y lo llamé casi con desespero, pero no contestó. Y le dije a Amalia: “Estaba aquí conmigo y estuvimos toda la tarde juntos. Me enseñó la casa grande por dentro y me dijo que era el nieto de una señora que está en un retrato sobre la chimenea del salón grande......... Te estoy diciendo la verdad, Amalia...... Por qué iba a mentirte e inventarme tal cosa?”. 
Ella no hablaba y yo añadí: “Además, luego fuimos al río y nadamos y jugamos hasta ahora que vinimos a saludarte antes de irme a casa..... Bueno, él ya me advirtió que sólo venía hasta el puente, pero que no lo cruzaba...... No me mires así, ni te rías!”. “No me río y te creo”, dijo amalia. Y añadió: “Lo que pasa es que tu amigo debe ser tímido y se habrá escondido detrás de aquella mata de judías..... Ves allí está...... Llámalo y dile que se acerque que no le haré nada malo. Al contrario. Pues tengo en la fresquera unas brevas que cogí para ti y que están diciendo comerme. Ve y tráelo!”. 
Y fui ligero hasta las judías y las aparté con la mano para dejar a la vista a Alfredo, pero allí no había nadie. Si Amalia lo había visto él se volatilizó más rápido de lo que yo fui a su encuentro. Pero sospeché de inmediato que ella no viera nada y sólo trataba de seguirme la corriente como si estuviese loco. Y para dejarlo claro me dijo: “Anda, chiquillo. Ven adentro y descansa un rato que mucho sol en la cabeza no es bueno...... Reblandece el seso y se pueden ver visiones”. Y yo ya no supe que decir, porque estaba anonadado y completamente confuso. Y grité otra vez el nombre de ese amigo que ya no estaba, pero no hubo respuesta ni salió de cualquier otro escondite en el que se pudiera haber metido para no dejarse ver por Amalia.
Y sin entender nada, seguí a la mujer y me senté a su lado sin ganas de brevas ni de otra cosa que no fuese aclarar la repentina desaparición de Alfredo. Y quizá sólo para contentarme, Amalia me dijo: “Será mejor que te cuente alguna cosa sobre la gente que vivió en esa casa y que creo que debes saber. Pero come alguna breva que están muy frescas y las cogí para ti esta mañana. Menuda obsesión tienes tú con la casa grande, hijo mío!. Hasta te hace ver lo que no es posible”.

4 comentarios:

  1. ¡Que placer me da leerlo!
    Gracias Maestro.
    Besos (también de stephan)

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  2. Gracias y besos a los dos y un abrazo para mi gran amigo el Sr. Germán

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  3. Esto se pone mas que bueno! a ver donde nos lleva Maestro!
    Besos y gracias por este maravilloso relato!
    Besos
    Eli

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  4. Donde os llevo yo, no. Di mejor dónde nos llevan esos dos mozos y la buena de Amalia.es su historia y yo sólo la redacto. Pero son ellos quien la cuentan. Te lo aseguro. Besos

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