Ni el rayo quemaría tanto, ni el trueno retumbaría con tal estruendo como la voz del despechado ante la jugada de un amigo o del engaño de quien creyó que lo amaba. Ni la paz de un convento le daría calma ni podría acallar el grito y su llanto por esa traición. Sólo la venganza, quizás. Pero el desquite sólo satisface un momento y después queda un dolor mayor. Y si vengarse no conduce a nada, lo mejor es olvidar y silenciar el alma
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