lunes, 27 de diciembre de 2010

Errante

Pasaban los días y Ariel se fue acomodando en la casucha de Bruno y su hija, porque encontró allí el calor del hogar que nunca tuvo y el afecto de esas dos personas entrañables y buenas que daban cuanto tenían sis pedir ni esperar nada a cambio. Ayudaba a Bruno en las labores con las cabras y lo acompañaba al monte a por leña o castañas y atendía también las colmenas o limpiaba los alrededores de la vivienda de maleza. Y en cuanto le quedaba un tiempo libre, primero arrancaba las zarzas que pretendían salir al pie de lo muros y las cercas y luego buscaba la compañía de Rosaura para besuquearla y sobarle las tetas. Levaban una vida sencilla, pero grata, y no le faltaba cada noche el calor de los pechos de Rosaura en las mejillas, ni tampoco un cobijo para su miembro entre las piernas de la mujer.

Quizás Bruno ya veía en Ariel un futuro yerno y el padre de sus nietos, demás de un valioso colaborador para sobrellevar la miseria y el peso de la familia. Pero el chico sabía que todo eso no era lo que pretendía ni mucho menos podía confundirlo con la felicidad. Ese estado tenía que ser otra cosa más intensa y emocionante. Llegó a apreciar a Rosaura y a su padre, mas sólo era estima y un cierto cariño por quienes se portaban tan bien con él. Hasta hizo buenas migas con el mastín, que lo seguía algunas veces al ir al monte, Y Ariel nunca llegó a discernir si el perro lo hacía por amistad o por guardarlo de los lobos como a una cabra más del reducido rebaño de Bruno. Porque por las noches, con luna o sin ella, escuchaban aullidos que rasgaban la negrura del cielo y erizaban el pelo tan sólo con imaginar las feroces fauces de esas bestias. Y cuando eso ocurría, Ariel se arrebujaba más contra las tetas de Rosaura como si protegido por los pitones de esas mamas no pudiese ser pasto de tales alimañas.

Ya no podía precisar el tiempo que llevaba con esa gente tan amigable, pero una mañana sintió que el aire le faltaba y su naturaleza le pedía movimiento. Y, no sin dolor y pena, les dijo a Bruno y su hija que debía proseguir el viaje en busca de la felicidad. El buen hombre no ocultó su desilusión ni la tristeza por perder al amigo más que al posible yerno y la hija lloró en silencio y se tapó el rostro con las manos cuando Ariel se alejaba de ellos. Y el mastín no rugió, sino que ladró primero y luego aulló con lástima al ver que Ariel se iba sin mirar atrás. Y pronto los árboles taparon la silueta del viajero, que se desdibujó en los ojos de esas dos personas al dejarlas para seguir su destino.

Anduvo muchas leguas y millas y volvió a tener hambre de días y polvo acumulado en su cuerpo y las ropas del difunto hermano de Rosaura que ésta le dio. Y ya muy cansado y sin ánimo para nada, al bordear un río se topó con tres frailes de la orden franciscana. El de más edad le dijo que iban hacia las tierras del conde de Lemos, para hacer noche en el convento benedictino de San Vicente del Pino. Pero que su misión era llegar a Tordesillas para entregar una carta del obispo de Tui al cardenal primado. Ariel no tenía especial predilección por la religión ni esas cosas relativas a la iglesia, pero en la compañía de esos monjes vio una buena oportunidad para tirar adelante en busca de su objetivo.

Pronto hizo amistad con el más joven de ellos, casi de su edad, y este muchacho, tímido y con poca fuerza en sus músculos, le hablaba de cosas que él nunca escuchara, pero que al oírlas en boca de aquel joven, cuya cara barbilampìña parecía la de una mujer, le resultaban interesantes y entretenida la charla del joven fraile. Este le contó que el cardenal Cisneros, que también era franciscano, iba a esa villa a visitar a la reina loca. Y ellos se entrevistarían con ese poderoso arzobispo, que gobernaba el reino de Castilla desde la muerte del rey Don Fernando, padre de la reina, y le darían la misiva de su obispo, para regresar luego a Tui con la respuesta del primado. Ariel tampoco sabía nada de las cosas del mundo de los poderosos, ni mucho menos de la política de estado que ocupaba la vida de los grandes señores, y quiso saber por qué motivo gobernaba el reino otra persona en lugar de la reina Juana. Porque si alcanzaban sus conocimientos a saber el nombre de la soberana, pero él no sabía que ella estaba encerrada desde hacia años en un palacio de ese lugar, convertido en una regia cárcel para la augusta hija por su propio padre.

Al chico le parecía monstruoso lo que Jerónimo le decía, pues ese era el nombre del dulce religioso, pero el otro fraile de más edad le explicó someramente cual era la situación de la reina y los motivos que llevaron al rey Fernando a encerrarla al quedar viuda. Fray Nicolás, que así se llamaba ese franciscano, le contó que Doña Juana no quería separarse del cadáver de su difunto esposo, el rey Felipe. Y con el motivo de llevarlo desde Burgos a Granada para ser enterrado en la catedral, como el mismo Don Felipe había dispuesto, excepto su corazón que debía ser enviado a Bruselas, lo que cumplió su esposa tras sacarlo de la tumba y ordenar el traslado de los restos a la ciudad de la Alhambra, la reina, embarazada de un hijo póstumo del marido, emprendió un viaje que duró ocho meses por tierras castellanas, soportando el frío nocturno, ya que solamente viajaban por la noche y descansaban durante el día, y se hizo acompañar por una procesión de religiosos y nobles y un nutrido séquito de damas, sirvientes y soldados.

Añadía el monje, que no tardaron en surgir rumores sobre la demencia de la reina entre los habitantes de los pueblos por donde pasaba el cortejo, dado que ella no se separaba ni un instante del féretro y mandaba abrirlo para ver al esposo muerto y ya en estado de putrefacción. Los nobles empezaron a quejarse por considerar que siguiendo a la soberana descuidaban sus haciendas, hasta que tuvieron que detenerse en la ciudad de Torquemada, donde la reina dio a luz una niña que se llamó Catalina. Y de allí, su siguiente destino fue su encierro en Tordesillas por orden del padre, donde llevó con ella a la recién nacida. Qué lejos estaban entonces aquellos hombres de saber que esa criatura, después de sufrir el cautiverio de su madre, saldría de la prisión para contraer matrimonio con el rey de Portugal Juan III el piadoso y satisfacer de ese modo los intereses de estado de su hermano el emperador, que también tomaría por esposa a la hermana de dicho monarca, la hermosa Isabel de Portugal.

Ariel pensó entonces que tampoco el poder y la riqueza te libraba de ser desgraciado como esa pobre reina, que siendo en teoría la mujer más poderosa de la Europa de su tiempo y ostentar gran numero de títulos y honores, sólo era una cautiva a la que sus carceleros trataban con dureza y hasta desprecio. Y reflexionó sobre ello, llegando a la conclusión que en todos esos oropeles de la grandeza tampoco estaba la felicidad. Y Ariel le preguntó a Jerónimo, lleno de estupor, para que hicieran reina a una mujer que sólo quiso el amor de su esposo y que sin querer otro privilegio que el de ser amada por ese hombre, hasta eso tan aparentemente sencillo le negaron. Realmente el amor desmesurado, tal y como lo cantan los poetas, puede parecer locura, se dijo para sus adentros el mozo. Y el tercer fraile le aclaró que el afán de poder de otros puede trastocarlo todo y hacer parecer malo y perjudicial cualquier sentimiento por muy sincero e inofensivo que sea. Y en parte eso era lo que ocurrió y ese desvarío de Doña Juana sirvió para que su sagaz padre recuperase el control sobre los reinos de la hija, que también eran suyos desde que se casara con la reina Isabel, madre de la ninguneada reina loca. Y a la muerte de Don Fernando, lo que sumaba más coronas sobre las sienes de Doña Juana, y mientras no se aclaraba la situación del estado e incluso la posible sucesión en el trono por su hijo primogénito Don Carlos, criado en Flandes, el cardenal primado se había convertido en el gobernador de Castilla, así como Don Alonso, hijo natural del difunto rey Don Fernando y arzobispo de Zaragoza, se encargaría de lo asuntos concernientes a la corona de Aragón.

Jerónimo dijo entonces que más parecía una cuestión de estado y de ambición que un problema de verdadera locura de una mujer que no debió jamás heredar tanto poder, ya que ni lo quería ni buscó ostentarlo y ejercerlo nunca. Fray Antonio añadió que la reina ya en vida de su marido fue infeliz y él abusó de la situación que le daba ser su consorte, hasta lograr ser proclamado rey por las cortes de Castilla y apartarla a ella del gobierno. El monje concluyó diciendo que ser tan poderoso puede ser la mayor desgracia si tienes demasiados escrúpulos y encima amas demasiado a quienes sólo procuran y quieren su propio beneficio, como es el caso de esa pobre desgraciada que ahora tildan de loca, pero no dejan que sus súbditos la vean por si descubren la verdad y se amotinan contra los usurpadores de su poder.

Ariel quedó triste al conocer toda esa historia, pero el camino hasta Monforte se le hizo corto y los frailes le invitaron a albergarse con ellos en el convento. No lo vistieron con un sayal, pero también compartió la cena en el refectorio de los monjes benedictinos y, tras la última oración, compartió un humilde catre con Jerónimo. Y a media noche notó el calor del cuerpo del otro joven en su vientre y su pene se puso en condiciones de actuar. Instintivamente echó un brazo sobre la cadera del joven fraile y creyó que estaba dormido profundamente, ya que no se movió ni hizo el menor además por librarse de ese peso. Ariel no quiso moverse tampoco y hasta respiraba quedamente para hacer el menor ruido posible. Y pasados unos minutos, que al chico le parecieron eternos, apreció que Jerónimo se subía las sayas del hábito y dejaba al aire los muslos y el culo. Eso excitó más al mozo y no tuvo reparos en apoyar el pene, ya muy duro, en la carne del fraile. Y el resto fue como coser y cantar. No le hizo falta presionar mucho y el instrumento entró solo y sin esfuerzo por el ano de Jerónimo. Y Ariel templó y acarició las cuerdas eróticas de su compañero de jergón y lo hizo vibrar como un arpa bien afinada. Nunca había catado carne de su mismo sexo, pero no le disgustó nada su primera experiencia sexual con otro hombre. En realidad lo usó y trató como si fuese una mujer y no un machito con pene. Pero le gustaron especialmente sus besos y el tacto tan suave y delicado de su piel. Le pareció mejor que estar con Rosaura, a pesar que el chico no tenía tetas donde recostar la cabeza y juguetear con los pezones y mordisquearlos. Sin embargo, las nalgas eran más duras y su redondez lo puso muy cachondo durante toda la noche, obligándole a repetir la penetración más de una vez.

continuará




2 comentarios: