domingo, 17 de julio de 2011

la casa grande I


Algo trajo a mi memoria los veranos que pasaba siendo todavía niño en una aldea de mi tierra, de donde era oriunda mi familia. Y entre esos recuerdos de infancia, me quedé con el de una mujer, Amalia, que por su carácter afable y cariñoso hacia honor a su nombre y aún tengo presentes como si acabaran de ocurrir los momentos felices y entretenidos que pasé en la casa de esa buena mujer. 
Tenía una casa típica de aquel pueblo, construida con lajas de pizarra, de una sola planta sobre las cuadras y la bodega y abriendo al frente un corredor también techado y cerrado con una baranda de madera vieja, pero lustrada con esmero por Amalia. En ese corredor había macetas con geranios rojos como de terciopelo y también otras plantas sin flor, pero de hojas muy verdes y hasta moteadas en color morado, tan hermosas y lozanas que daba envidia ver que gozaban de tan buena salud por los cuidados de aquella señora. 
Porque Amalia era una verdadera señora a pesar de su aspecto pueblerino y sus ropas oscuras y sencillas. En sus facciones todavía se veían los rasgos de su juventud, que debieron ser bellos y muy atractivos para los hombres; y aún ahora lo eran teniendo ya algunas arrugas que estiraba el moño tipo castaña con el que recogía sus cabellos oscuros entreverados de canas. Se movía con dignidad y en todos sus gestos era cautivadora y daba confianza nada más verla. Me encantaba ir a su casa y aprovechaba mis idas y venidas hasta el río con el fin de darme un baño para detenerme delante de su puerta y esperar a que ella me invitase a pasar y a comer alguna fruta de su huerto.
Una gran higuera daba unas brevas riquísimas, tan maduras y rojas por dentro que no podías resistirte a comerlas. Y no digamos los ciruelos de los que colgaban esas jugosas frutas amarillas que parecen rezumar al mirarlas. Pero quizás lo que yo prefería y Amalia lo sabía, eran las claudias de un verde oscuro y con menor diámetro que las ciruelas doradas para comerlas enteras de un solo bocado. Notaba como se me deshacían en la boca y se tornaban en pura agua dulce y apetitosa. 
Amalia, a veces, si tenía tiempo y ganas, me hablaba de sus cosas y hasta de los recuerdos de su juventud, pero matizaba algunos aspectos dejándome con la intriga de conocer la historia completa. Seguramente me veía muy niño para contar ciertas cosas y aspectos de sus experiencias pasadas, y lo cierto es  que ya no lo era tanto como para no saber lo secretos de la vida y asustarme tan fácilmente escuchando lo que los mayores llamaban temas escabrosos. En ese año en que ella me contaba cosas más interesantes e incluso algo atrevidas sin subir en exceso el tono, yo ya tenía catorce años cumplidos e iba tan rápido como crecía hacia los quince. Podía decirse que ya era casi un hombrecito y desde luego yo me sentía más adulto de como me veía mi familia.
Sin embargo, ahora pienso que para Amalia ya no era tan niño como decía su boca, pero no deseaba que supiese tan pronto ciertos detalles de su vida que todavía tenía tiempo de saber y hacerme mi propia composición de lugar sobre ellos. Y las evasivas más rápidas que me daba era cuando yo mencionaba la que todos en el pueblo llamaban la casa grande y le preguntaba por sus antiguos moradores. Eso si era un tabú para Amalia y no soltaba prenda al respecto. Pero yo sospechaba con fundamento cada vez más firme que ella tenía algo que ver con esas gentes y también con la propia mansión abandonada y desconchadas sus fachadas en medio de una finca descuidada y cubierta de hierbas en el más absoluto desorden. 
Y a mí esa gran casa, deslucida y triste, me atraía como el imán al hierro y no sabía decir ni el motivo ni que fuerza extraña ejercía sobre mí. Pero el caso es que me obsesionaba la idea de saltar sus muros y ver de primera mano lo que se encerraba en ella. Algunas gentes decían que se oían ruidos en su interior y también entre los árboles de lo que fuera un frondoso parque que sombreaba el entorno de la casa. Quizá solamente fuese el viento o el crujido de las maderas por falta de cera, sin embargo a muchos les imponía la visión de la casona y no se atrevían a pasar demasiado cerca de su portalón enrejado. 
O también fuera el eco de voces del pasado prendidas en el aire enrarecido por el polvo y las telarañas que debían colgar en todos los rincones lo que se escuchase salir de sus piedras. Y eso era lo que decía el boticario del pueblo, don Severo, que lo único que pretendía era meter miedo a los niños para que no entrasen en esa finca y se lastimasen al caer desde las tapias o tropezar al correr de miedo intentando abandonarla a toda prisa. Seguramente el hombre ya estaba harto de hacer curas en piernas, codos y rodillas, y había optado por crear una leyenda de voces fantasmales y demás zarandajas de espíritus presos entre las paredes de la arruinada mansión.
Todo podía ser, pero yo no me lo creía y seguía interesado en saber todo lo posible sobre la casa y quienes la ocuparon antes de caer en aquel lamentable estado en que se encontraba entonces. Y algo me daba en la nariz que Amalia sabía mucho más que el resto de sus paisanos, pero se hacía la tonta conmigo y no soltaba ni una palabra que paliase mi curiosidad. Ella se reía cuando yo le insistía y me decía que era un puñetero cotilla al interesarme por vidas ajenas que en nada tenían que ver conmigo. Mas no lo era ni pretendía conocer la vida de nadie del pueblo, sino solamente saber algo sobre los habitantes de esa casa y por que motivo la habían abandonado. Me provocaba más interés la casa que las personas que anduvieran por sus pasillos y salas. Y eso a mi entender no era ser un cotilla sino como mucho un puto curioso y nada más. Pero Amalia no se rendía con facilidad y era difícil hacerla ceder de sus planteamientos e ideas. No es que fuese testaruda y mucho menso intransigente, pero sobre la casa grande no quería decirme nada de nada; y a mi me recomía el ansia por soltarle la lengua a esa mujer que tan buen recuerdo conservo a pesar del tiempo transcurrido desde entonces.

4 comentarios:

  1. Qué lindos recuerdos, y qué forma tan linda de contarlo...Maestro me ha contagiado la intriga por conocer el misterio de esa casa abandonada.
    Besos

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  2. Pues seguiré contándotelo. Espero que la historia te guste. Besos

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  3. Y? q paso??? cuente, cuente, por favor Maestro!!!
    Ay quien pudiera escribir como usted!
    Besotesssss
    Eli

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  4. Con lectores tan entusiastas como vosotros no me queda otra alternativa que seguir contando la historia. Besos

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