lunes, 25 de julio de 2011

La casa grande III

Dudé volví atrás, lo pensé de nuevo. Y mis piernas obedecieron a mis íntimas obsesiones en lugar de seguir los dictados de la prudencia. Tomé por el atajo y sin querer admitir mi equivocación, por otra parte voluntariamente asumida e íntimamente deseada, me vi frente a las verjas oxidadas y mohosas de la casa grande. 
Vi hacia las puntas todavía afiladas y desafiantes, que terminadas en lancetas pretendían herir el cielo, y sopesé las posibilidades que tenía de subir por esos hierros y traspasar la gran cancela. Demasiado alta y cualquier resbalón o error me costaría quedar ensartado en la punta de sus lanzas. Miré y comprobé si era más sencillo trepar por el muro, aprovechándome del resalido de algunas piedras, pero tampoco estaba fácil la cosa y aún aquello era arriesgado y podría dar con mis atrevidos huesos en tierra desde una altura considerable. De lo que no cabía duda era que don Amadeo o alguno de sus antepasados había procurado defender su propiedad de intrusos rodeándola de un sólido cierre, alto y macizo como si se tratase de una fortaleza.
Casi estaba a punto de desistir, pero mi ansiedad por conocer mejor aquella casona me obligó a bordear la tapia por si encontraba algún resquicio por el que colarme dentro de la finca. Y anduve algún rato sin despegarme de tal bastión, hasta que medio oculto por las zarzas parecía que en ese punto las piedras se habían caído mostrando un flanco más débil en la estructura de la rotunda valla. Cómo pinchaban las espinas del zarzal y que moras tan negras y gordas me ofrecía el puñetero arbusto que me araño piernas y brazos. Pero a ese si lo vencí y además le arranqué algunas de sus sabrosas y maduras frutas, que siempre me encantaron recién cogidas de la zarza, aunque siempre me decían que era malo comerlas calientes y sin lavar. 
Las mismas piedras derrumbadas del muro me sirvieron de escalones para trepar y alcanzar la cima. Una vez arriba me senté como si hubiese hecho la mayor hazaña de mi vida y en lugar de estar sobre una tapia estuviese en a cumbre del Veleta o del Mulhacén. Y henchido de un inexplicable orgullo, miré los árboles centenarios de un parque abandonado y lleno de hierbajos y maleza. También miré hacia la casa y vi sus ventanas sucias y con más de un cristal roto o estallado y daba la impresión que en todo aquel escenario polvoriento y mugriento solo podían vivir ratas y arañas, porque incluso las más viles criaturas huirían de allí ante tanta desolación y tristeza. 
Mas, si ya estaba en lo alto del muro, no podía ahora rajarme y no saltar al interior de la finca y así lo hice. Mi aventura había comenzado y ahora todo aquel mundo se mostraba ante mis ojos que se abrían más por miedo que por la curiosidad de ver y procesar los datos que se almacenaban en mi cabeza. Los primeros pasos que di fueron cautelosos y más que hojas secas y ramas parecía que pisaba huevos y temía romperlos. Con cada crujido que oía al partir un palo o aplastar la hojarasca, mis carnes se abrían y daba un respingo que denotaba que mi valor iba mermando al adentrarme en aquel lugar en dirección a la gran mansión.
Llegué a los camelios blancos que  adornaran en su día los aledaños de la casa y a sus pies se extendía un mar de pétalos y flores marchitas desprendidas meses atrás de sus ramas. Me fijé en el brillante color verde de las hojas y me pareció mentira que sin cuidados de nadie todavía estuviesen tan lozanos como cuando seguramente los cuidaba doña Adela. Bueno, aunque quizás fuese mucho suponer que ella personalmente se encargase de podarlos en lugar de hacerlo algún jardinero o un mozo del pueblo a cambio de un módico jornal. La verdad es que no sé por qué me llamó la atención el estado de esos arbustos, pues también había grandes magnolios todavía con flores blancas y grandes como coles, que lucían unas hojazas de un fuerte verde oscuro y lustrosas. 
Y me paré al pie de una palmera, que destacaba de sus vecinos arbóreos  por su altura, y apoyado en su tronco tomé aire, tragué saliva, y me di ánimos para proseguir la investigación. Y por dónde entraría en al casa?, me pregunté. Las ventanas de la planta baja estaban cerradas y echadas las contras y no parecía fácil quebrantar sus pestillos. Y, por supuesto, las puertas tendrían que estar bien atrancadas también. Sólo parecía posible acceder al interior desde un gran balcón que se abría al jardín en el centro de la fachada principal, que daba la impresión de tener mal cerrada la puerta. Pero tenía que escalar por una vieja buganvilia de florecillas moradas. Se veía fuerte y los troncos de esa planta eran suficientemente robustos para trepar por ellos sin que partieran. Y por ahí me disponía a subir cuando a mi espalda escuché una voz que me espetaba: “Qué haces aquí?”. Y casi me cago de miedo en ese instante.
Me entraron ganas de mear y un sudor recorrió mi espalda y mis sobacos se empaparon. Me giré con la rapidez de un relámpago para ver cual de los fantasmas de la casa me había cazado intentando profanar su santuario de recuerdos. Y lo que vi me indignó más que asustarme, pero no supe o no pude reaccionar ante la imagen de otro mocoso como yo, de pelo alterado en rizos oscuros y unos ojos pardos y grandes que me miraban como si yo fuese un mal bicho. Y tras unos segundos, que eran largos como años, sólo se me ocurrió preguntarle: “Y tú quien eres?”. Y él respondió todavía más encasillado en su aparente enfado y derecho a proteger no sabía qué, pero algo sería si adoptaba ese aire de fiel cancerbero.
“Esto es mío!”, casi me gritó. Y añadió “Así que ya te estás largando por donde viniste!”. Vaya!. Mira que ufano dijo aquello el chaval!. Que la casa grande era suya y yo tenía que irme sin más y sin llegar a ver que guardaban sus paredes y qué flotaba en el aire de esa casa. Miré a ese majadero, que media dos centímetros menos que yo y tampoco deba la impresión que fuese más fuerte, y le dije: “Esta casa no tiene dueños y quiero verla. Así que esfúmate si no quieres que te arree un mamporro y te salte los dientes”. Ahora me asombro de ese alarde de valentía que tuve entonces, cuando nunca fui agresivo y mucho menos pendenciero. Pero posiblemente el temor a que él me agrediera y el entorno que me rodeaba, que minaba mis fuerzas logrando que me temblasen hasta las pestañas, provocaron en mí esa reacción casi heroica de amenazar con atacar como defensa ante una segura agresión del contrario.
Y debió hacer efecto mi baladronada o quizá, al menso ese creo ahora, que el otro chico no estaba muy seguro de vencerme y poder echarme a la fuerza si oponía resistencia, pero lo cierto es que cambió el gesto y su mirada hosca se tornó más humana y eso me dio ventaja para sacar mis redaños maltrechos y aparentar una calma y una determinación que en absoluto tenía. Y ya con más aplomo dije: “Si tu eres el dueño, tendrás las llaves de la puerta. O es que vas de farol, chaval?”. Y el otro coloreó sus mejillas de un tono más rosado y con cierto incomodo me contestó que no las llevaba encima, pero que el único dueño de la casa era él. Cuanto había allí le pertenecía y no permitía que nadie más pudiese creer que tenía algún derecho a estar en su finca. Pero a mi ya no me amilanaba el puto mocoso y le di la espalda y me dirigí muy seguro de mí mismo hacia la buganvilia resuelto a trepar hasta el balcón. 
Y él me sujetó por un brazo y me interceptó el camino. Eso ya era demasiado y sin pensarlo más lo empujé hacia atrás. Se revolvió contra mí y me agarró con todas sus fuerzas, pero le largué un manotazo y le estampé una sonora bofetada en la cara. Y eso fue bastante para enzarzarnos en una pelea y rodar por tierra amagando golpes y algún intento de mordisco, hasta que cansados de tales esfuerzos totalmente vanos, pues no parecía que en realidad tuviésemos ganas de herirnos seriamente, quedamos uno encima de otro más sucios que lastimados y resoplando como dos tontos sin saber como finalizar lo que no debimos empezar nunca.
Nos miramos a los ojos directamente y de repente él me preguntó: “Cómo te llamas?”. “Pedro”, contesté. Y pregunté yo: “Y tú ?”, “Alfredo”, respondió él. “Eres de aquí?”, quise indagar yo. “Sí”, me dijo. “Y tú no eres de aquí”, afirmó él . “No, pero mis abuelos son de este pueblo. Yo sólo vengo durante el verano”, contesté yo con un tono que pretendía entablar la paz entre los dos. Y en ese momento me fijé en su cara y los rasgos tan bien dibujados que tenía, incluso a pesar del enrojecimiento provocado en una de sus mejillas por mi tortazo. Y le pregunté a modo de excusa: “Te hice daño?”. “No. Soy más fuerte de lo que crees. Que seas un pelo más alto no quiere decir que me ganes en nada. Ya casi tengo quince años”. “Yo también”, afirmé como si estar a punto de alcanzar esa edad fuese un mérito digno de medalla y con ello mereciésemos un respeto especial dada la indudable experiencia de la vida que creíamos tener entonces.
Seguíamos sin levantarnos y él estaba bajo mi cuerpo sin rechistar ni quejarse del peso o la incomodidad de tenerme encima y no apartaba la vista de mi cara como si la estuviese memorizando. Y por un momento me sentí observado y eso me produjo una rara sensación como si fuese un conejo de indias en un laboratorio. Y me levanté como un rayo y desde lo alto le tendí la mano para ayudarlo a ponerse en pie también. Nos volvimos a mirar y remirar como dos cachorros que pretenden reconocerse por el olfato y él dijo: “Te atreves a entrar?”. “Sí. A eso vine”, afirmé con rotundidad. “Pues ven”, me dijo agarrándome de la mano. Y me dejé llevar como el ciego se fía del lazarillo para no tropezar y caerse al suelo.      

5 comentarios:

  1. Intriga, intriga!!! queremos mas corea la tribuna jeje :D!!!
    Aqui lo aguardo para la continuacion Maestro!
    Besotesssss
    Eli

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  2. Esto se pone cada vez más interesante!
    Besos

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  3. le deje un premio en mi rincón, Sr Andreas....


    besos y mis respetos

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  4. Muchas gracias, amiga mía . Besos

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