domingo, 7 de agosto de 2011

La casa grande VII

Estaba tan decepcionado por no continuar Amalia con la historia de la casa grande y en cierto modo la suya, que al ver de nuevo a Alfredo a mi lado como si nada hubiese ocurrido y no se apartase ni un solo instante de mí, casi le doy una hostia bien dada, pero me contuve y solamente le pregunté por que coño no quería que lo viese Amalia. Y él, con la mayor naturalidad de este mundo, me contestó que no era el mejor momento para dejarse ver por nadie que no fuese yo. Y eso sí colmó mi paciencia y le dije que era el tipo más raro que había conocido en mi incipiente vida de casi adulto. Pero él se rió y me dio una fuerte palmada en la espalda que me hizo trastabillar sin llegar a caerme porque el propio Alfredo me sujetó por un brazo.
Y llegamos al puente y ese muchacho que me tenía cada vez más desconcertado me advirtió que no pasaba de ese punto. Me dijo adiós y que me esperaba en la casa grande al día siguiente; y con la misma se dio media vuelta y echó a correr como un conejo perseguido por el zorro. Me que dé mirando como se alejaba y se iba haciendo cada vez más pequeño en la distancia y me alegré que al menos por esta vez no se hubiese volatilizado como ocurriera en la casa de Amalia. Pero no dejaba de ser muy raro el proceder del muchacho y seguí camino hacia mi casa, temiendo la bronca que me echaría mi madre por tardar tanto en volver del río. No se oponía a que me divirtiese y lo pasase lo mejor posible fuera de mi ambiente en la ciudad y sin tener cerca a mis amigos de costumbre, pero no le gustaba nada que llegase a casa demasiado tarde, o más allá de la hora considerada por ella como prudente, que normalmente nunca coincidía con mi criterio sobre esa cuestión. 
Mas esa tarde, ya a punto de oscurecer, mi madre sólo me preguntó que tal lo había pasado; y yo le conté a medias lo referente a Alfredo, pasando por alto sus apariciones y desapariciones repentinas y callándome también que Amalia me estaba contando vivencias de sus años mozos. Y a punto estuve de preguntarle a mi madre si ella recordaba algo sobre los dueños de la casa grande, puesto que de ese pueblo eran sus padres y ella naciera y viviera allí hasta que se casó con mi padre. Pero no me atreví y dándole un beso en la mejilla le dije que tenía hambre. Lo cual no era del todo cierto, pero sabía que a ella siempre le gustaba oír que tenía apetito. Decía que eso era un inequívoco signo de salud; y estando en el crecimiento debía comer mucho. Pero ya en la cama, a solas con mis pensamientos y aspiraciones, que nada más comenzar a realizarse se quedaran pospuestas para el día siguiente, me costó coger el sueño y anduve dándole vueltas a la cabeza con todo lo que me había pasado en esa tarde desde que conocí a Alfredo. 
Tenía más de irreal que de ser verdadero tanto el personaje como cuanto sucediera junto a él, pero yo no podía dudar ni negarme a mí mismo que ese chico tan extraño estuviera conmigo todo ese tiempo, incluso mientras se escondía de Amalia, pues en cuanto ella me dejaba solo él me llamaba y podía ver de nuevo su media sonrisa como si todo ese juego que se traía fuese de lo más natural. Y hasta pudiera ser que lo fuese y el raro sería yo y no él. E hice balance de esa experiencia con Alfredo y de lo que ya me contara Amalia sobre sus años mozos más que respecto de los personajes que habitaran la casa grande. Y me centré en cuanto me dijo acerca de la atracción que surgiera entre ella y el hermano de su amiga Clara, que me hizo gracia, pues nos cuesta imaginar que las personas que conocemos de mayores, fueran jóvenes como nosotros alguna vez y sintieran los mismos deseos y sentimientos que podamos tener nosotros a su misa edad. Quise verla con tan sólo quince o dieciséis años, en pleno florecimiento de su sexualidad, cautivada y repentinamente aducida a otra dimensión desconocida hasta entonces, y transfigurándose ella misma a los ojos del muchacho, tal y como él cambiaba de niño a hombre a los ojos de Amalia.
Y me sorprendí yo mismo al darme cuenta que, como a ella le ocurriera con aquel otro muchacho, Alfredo mudara su aspecto inicial a mis ojos y ya no sólo era un mocoso impertinente con el que me había peleado, sino que lo consideraba un amigo muy especial. Y al mirarlo desnudo en el río, no me percaté bien que este chaval me gustaba demasiado no sólo en plan de camarada, sino también como persona. Es decir, me agradaba su manera de ser y de ver las cosas. Pero, en la forzada vigilia insomne y al tibio calor de la noche, las sombras de mi entorno me hicieron ver más allá y caí en la cuenta que además de su personalidad también me atraían otras cualidades del chico; y no pocas eran solamente físicas.
Nunca me había fijado en el cuerpo de otro muchacho, fuese de mi edad o mayor que yo, y, sin embargo, al ver desnudo a Alfredo mis ojos se detuvieron en sus formas y me parecieron más que agradables a la vista. Y hasta si me apurasen en esos instantes, tal y como ahora lo recuerdo, hubiera admitido lleno de vergüenza y con los mofletes encendidos de rubor, que me excitó sexualmente al tocarlo y sentir su respiración y los latidos de su corazón cerca de mí. Me pareció distinto al chaval del jardín con el que me peleara y su pecho, sus brazos, y las piernas ya con vello, produjeron una reacción especial en mi entrepierna. Ya no era un niño, sino un joven guapo y bien hecho; y a pesar de no ser más alto que yo y quizás menos musculoso, su cuerpo resultaba muy armónico y se le notaba tan ágil y con una atrayente elasticidad en todos sus movimientos. Y sin darme cuenta, al imaginarlo en la oscuridad, me excité otra vez. Mas rechacé esa idea y me corté yo solo al ser consciente de que otro joven me estaba turbando la paz y el sueño. Mi miembro se desinfló despacio y me debí quedar dormido temiendo que volviese a mi mente la imagen de la deliciosa desnudez de Alfredo. 
Cuando me desperté por la mañana, bastante temprano para mi costumbre durante el verano, lo primero que me asaltó fue la idea de ver otra vez a ese chico imprevisible y se me hizo muy larga esa mañana en espera de poder ir al río y tener esa excusa para pasar por la casa grande y estar con mi nuevo amigo, que se me estaba haciendo imprescindible a tan sólo unas horas de pasarla juntos. Estuve nervioso y muy inquieto, tanto que mi madre me lo notó y me preguntó cual era el motivo de esa desazón que me tenía en vilo. Y nada más tomar el postre al mediodía me inventé algo que justificase que me fuera antes de casa y no esperar a que bajase algo más el sol. Corrí como un loco en cuanto ya no podían verme desde mi casa. Y crucé el puente lleno de ansias renovadas por oír a Amalia, pero quizás mucho más por encontrarme con Alfredo e ir juntos al río a bañarnos desnudos. 
Y hasta desee que Amalia no me viese pasar y dejar la charla con ella para la vuelta, pero me salió al paso, saliendo de su huerta, y me saludó con una sonrisa tan amplia como sincera. Yo no pude eludir hablarle y ella me ofreció como siempre una fruta recién arrancada del árbol, una pera de agua esta vez, y me ofreció una silla de mimbre para poder charlar con tranquilidad. Yo no podía reprimir mis nervios y mis ganas de irme, pero ella, sin darme tiempo a decir nada, empezó su relato en el punto que lo dejara el día anterior. Y me dijo: “Desde aquel día ya no pude pensar en otra cosa que en volver a ver al hermano de Clara. Y no sólo desnudo, sino de cualquier manera que se presentara ante mis ojos. Por las noches soñaba con él y mi piel sentía sus imaginarias caricias con tanta realidad como mis labios sus besos. Me enamoré como una tonta de aquel muchacho y cuanto más tiempo pasaba más deseaba ser suya y estar en sus brazos...... Teníamos que vernos por fuerza, pues yo estaba a diario con su hermana; y él también hacía lo imposible por venir con nosotras al río o acompañarnos a cualquier parte tan sólo por estar conmigo y poder cogerme una mano o darme un beso medio furtivo cuando no miraba Clara; o hacía que no veía, pero se daba perfecta cuenta de lo que pasaba entre su hermano y yo”.
Amalia quedó en silencio y yo esta vez no estaba dispuesto a quedarme a medias como la tarde anterior. Y le insistí que prosiguiera el relato de sus recuerdos de moza. Y ella, mirándome de frente a los ojos, me dijo: “Pedro, no sé si debo contarte ciertas cosas.... A veces te veo todavía muy niño para saber algunos detalles de la vida de los adultos y otras ya creo que eres todo un hombre suficientemente maduro como para saber los misterios que albergamos en el corazón los humanos...... El caso es que aquel chico y yo nos fuimos enamorando sin reparar en las consecuencias. Y cuando quisimos analizar la situación ya era tarde para entender que lo correcto en opinión de los mayores, no coincidía con lo que nosotros queríamos, ni tampoco se compaginaba con la idea que nos forjamos lentamente sobre nuestro futuro juntos. Clara nos secundaba, pero estaba su familia y fundamentalmente don Amadeo, que no transigiría de buen grado con la situación que pudiéramos plantearle su hijo y yo...... Y día tras día fuimos creando un mundo a nuestra medida sin contar con la opinión de nadie más, ni siquiera de Clara, aunque ella no veía mal esa relación ni por supuesto le desagradaba que yo me convirtiese en su cuñada.”
Y como Amalia volvió a callar y se levanto de la silla, yo le dije casi con un grito de desesperada curiosidad: “Y que paso?”. Ella se volvió hacia mí y respondió: “Simplemente lo que tenía que pasar”. Y salió de la habitación dejándome con cara de bobo y lamiendo esa intriga que me dejaba prendido en el aire. Cuando regresó junto a mí su cara era diferente y llevaba la vista perdida en el pasado. No hablé ni pregunté nada. Y noté que Amalia no deseaba seguir contando nada más. Y ella me recordó la hora que era y que seguramente tenía ganas de llegar cuanto antes al río. 
Me quedé chafado, pero no quise insistir y le dije que volvería a visitarla de vuelta  a casa, sobre la hora de la merienda. Eso era la más clara insinuación, no sólo de que me tuviese preparado algo rico, como una fruta jugosa, sino además que ya no me iría sin saber algo más sustancioso sobre su historia. Y me levanté y salí al camino con prisa por llegar cuanto antes a la casa grande donde imaginaba que ya me esperaba Alfredo. Tenía la ilusión y unas ganas enormes de verlo y tocarlo aunque sólo fuese para darle una palmada en la espalda como un gesto de sana camaradería. Porque, en mis adentros, lo quería como ese gran amigo que siempre deseamos tener a esa edad en que estamos a punto de dejar definitivamente la niñez y ya olemos y notamos los vapores de la edad adulta, pero que aún estamos a caballo de una indolencia propia de la fogosa juventud, sin darnos cuenta exacta de lo que tenemos ante las narices. Ni tampoco nos percatamos de la importancia real de las cosas, a criterio de los mayores, puesto que para nosotros los valores y la vara de medir todo y algunas cuestiones que se nos abren de nuevas, como el sexo, es diferente a lo que ellos piensan y dan por sentado. Y en muchos aspectos todavía no sé muy bien quienes están acertados y quienes errados en su estimación. 
El asunto que ahora interesa es que llegué casi volando a las verjas de la casa grande y me aferré a ellas con ambas manos esperando oír la voz de mi amigo. Miré hacia los dos lados de la puerta, pero no veía ni rastro de él. Y eso empezó a preocuparme. Y como una centella de azul incandescencia me fulminó la mente el temor a haber soñado con una imagen no real. O lo que sería mucho peor, aceptar las socarronas palabras de amalia cuando me dijo si creía en fantasmas. Y no podía ser eso!. Ningún espíritu puede tomar forma tan concreta que puedas abrazarlo y agarrarlo con fuerza y deseo de besarlo y retenerlo entre los brazos para aspirar y embotarte de su olor y el aire que mueve al agitarse contigo dentro y fuera del agua de ese río que nos esperaba impaciente a los dos, como si ya fuésemos solo uno.    

4 comentarios:

  1. Maestro usted es el mago que hace que me sienta Pedro ansioso por morder la pera y bañarme desnudo en el río con Alfredo.
    Besos

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  2. Muchacho, siempre creí que habia un poeta dentro de esa preciosa cabeza, que remata un delicioso armazón de hueso y músculos, envuelto en una dorada piel que incita a deleitarse tocándola y deseando morder la carne que ofreces a la vista y tacto de quien te mira. Además de ser guapo, eres sensible y eso ratifica la buena opinión que tengo de ti y la educación que ahora recibes. Un beso

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  3. "Y salió de la habitación dejándome con cara de bobo y lamiendo esa intriga que me dejaba prendido en el aire..." asi dejo a esta lectora jajajaja
    Besotes Maestro! aqui al aguardo de lo que nos seguiran contando estos entrañables personajes.

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  4. A ver por donde nos salen ahora estos dos muchachos y la buena mujer que le cuenta su historia al que, a su vez, nos la relata a nosotros. Besos, mi buena amiga

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