domingo, 28 de febrero de 2010

Capítulo VIII

Pero retomemos nuevamente los viajes en este capítulo, ya que el tema se presta para hablar, mejor dicho escribir, largo y tendido.
A este respecto, sinceramente he de decir que mis mejores viajes han sido los realizados durante estos diez años con Paco y Gonzalo. Al placer de conocer mundo se ha unido el placer mucho mayor de estar y viajar con ellos, aunque la presencia de Paco modere nuestra liviandad e impida los fútiles escarceos en que solemos caer Gonzalo y yo cuando él no está cerca de nosotros.
Y hubo uno en que Gonzalo y yo casi nos la jugamos por ser demasiado pendones y tener el seso de un mosquito.

Fue el que realizamos hace seis años en un precioso trasatlántico, parecido a un gran yate de lujo, bordeando parte de la costa mediterránea. En principio pensamos en un crucero con toda la panda, pero en ese momento no hubo quórum suficiente para ello y hubo de ser aplazado para mejor ocasión.
Iniciamos el viaje saliendo de Madrid hacia Valencia, donde debíamos embarcar rumbo a la costa azul, y puede decirse que en las orillas del Turia comenzó nuestro periplo por el mar Mediterráneo.

No voy a detenerme en todo lo que nos sucedió en cada puerto que tocamos durante el viaje ni tampoco a bordo del buque, sino que me limitaré solamente a referir aquello que resulte más significativo al objeto de este relato de aventuras erótico amorosas.

Y el primer episodio ocurrió en la misma Valencia, donde fuimos a cenar con un compañero de carrera y amigo de Gonzalo, llamado Jorge, ni guapo ni feo, normal diría yo, que trabajaba y vivía en dicha ciudad desde hacía dos años. Quedamos con él a las nueve de la noche en un café emplazado en el mismo centro de la urbe; pero nosotros llegamos un par de minutos antes y nos sentamos en una mesa cerca de la puerta del local. El chico no se hizo esperar ni un minuto y a la hora fijada entró acompañado por otro tío con gafas y algo calvo, más alto y delgado que él, bastante atractivo y con menos años, que nos lo presentó como un amigo suyo de Valencia, llamado Paúl. Se sentaron con nosotros, y, después de los saludos y presentaciones de rigor, Jorge y Gonzalo hicieron un repaso de sus años de estudios, pasando revista también a varios de sus compañeros de carrera, como es normal cuando vuelves a ver después de unos años a un viejo compañero de juventud.

Paúl fue quien eligió el restaurante y sobre las diez y media, poco más o menos, estábamos sentados a la mesa preparados para dar cuenta de una apetitosa paella. Todo iba transcurriendo con normalidad, hasta que percibí por parte de Paúl un marcado interés hacia Gonzalo. Al principio lo hacía con bastante disimulo, pero a mitad de la cena comenzó a perder la compostura y sus insinuaciones alcanzaron tal descaro que sólo cabía tomárselo a pitorreo o partirle definitivamente la cara. Jorge también se percató de la tensión que flotaba en el aire, y se violentaba con la aptitud de su amigo Paúl, que evidenciaba una total falta de educación y delicadeza. Era impensable que el valenciano no estuviese al corriente de los entresijos de nuestra relación, ya que Jorge estaba perfectamente enterado de ella. Y, por otra parte, no encajaban del todo los hechos, puesto que éste último nos lo había presentado más como amante que como simple amigo. Podía ser, desde luego, que fuesen lo suficientemente liberales como para montárselo con otros, ya fuese juntos o por separado, como Gonzalo y yo; o de lo contrario, sólo cabría suponer que algo raro sucedía entre ellos y Paúl pretendía utilizar como objeto de su venganza a Gonzalo, que, por su parte, estaba encantado de ser la estrella principal de la velada y le seguía el juego. Yo, que soy paciente por naturaleza sobre todo en cuestiones de amor y sexo, notaba que perdía los estribos por momentos y hacía verdaderos esfuerzos para controlarme sin propinarle una buena hostia. Pero Paco lo llevaba peor y repentinamente se levantó de la mesa y le atizó un bofetón a Gonzalo, que se divertía cantidad levantando tan encendidas pasiones y se reía de la ridícula situación que en escasos minutos se había creado entre nosotros cinco. Tanto los camareros como el resto de los clientes que había en el local presenciaron la escena, y no nos quitaban de encima sus miradas entre sorprendidas e incrédulas por si se trataba de algún programa de televisión cuyo objetivo es causar impacto al sufrido televidente.
Jorge se quedó de una pieza ante la reacción de Paco, y Paúl aprovechó la coyuntura para mostrar aún más interés por el pobre agredido; al tiempo que yo, procurando dar alcance al sulfurado agresor que ya se disponía a salir por la puerta del restaurante supuestamente sin rumbo fijo, me levantaba de la mesa, no sin que antes recriminase a Gonzalo su falta de tacto:

"¿Ya estás contento?"
"¿Pero yo que hice?". Exclamó Gonzalo.
"Lo de siempre. Joder la marrana y cabrearlo. ¿Te parece poco?"
"¡Joder!. ¡Pero si yo no he hecho nada!". Añadió Gonzalo.
"¡Haz el favor de levantarte de ahí y cállate, o llevas otra leche!". Le increpé yo con ojos furibundos y mordiéndome las ganas de darle una manada de hostias a Paúl y otra a Jorge por asociación.
"¡Habrá que pagar!. ¿Digo yo?". Dijo Gonzalo sacándome de mis casillas.
"¡Qué paguen tus amigos o la madre que los parió a los dos!. ¡He dicho que salgas!. ¡Coño!".

Grité, perdiendo ligeramente la compostura que la buena educación exige en tales casos, y que normalmente nos la solemos pasar por el forro de los cojones precisamente en ocasiones como esta.

Y Gonzalo se puso en marcha y precediéndome desfiló en dirección a la calle. Pero en esta ocasión no tuvimos que ir muy lejos en busca de Paco. El chico, muy cabizbajo, estaba apoyado en el muro del edificio de enfrente y daba patadas de tacón, es decir, coces, contra la pared. Nos acercamos juntos por si había tortas sin repartir, pero los malos humos de Paco se estaban disipando y sus ojos, más que incendiados por la ira, suplicaban el perdón de Gonzalo.

"¿No te parece que tienes la manita un poco larga, rico?". Le dijo Gonzalo con tono enfadado.
"¿Y tú no crees que tienes la inteligencia un poco corta, memo?". Le espetó Paco con rabia.
"Bueno. Se acabó la discusión". Dije yo, procurando zanjar el asunto."¿Pero no te diste cuenta de lo que buscaban esos dos, majadero?". Preguntó Paco a Gonzalo. "¿Y tú tampoco?". Y esta vez se dirigía a mí.
"Y ya que sabes tanto, dinos, ¿qué pretendían?". Dijo Gonzalo todavía con tono de mucho enfado.
"¡Pues es bien fácil, gilipollas!. ¡Follarte!. ¿O es que no has visto que a tu amigo Jorge se le cae la baba por ti?". Contestó Paco.
"¿A Jorge?". Exclamó Gonzalo.
"Sí... A Jorge". Le dijo Paco degradando la voz.
"¡Tú no estas bien del coco!. Jorge y yo somos compañeros desde hace tiempo. ¡Y además debe estar liado con ese otro, joder!"
"Y el otro era el gancho para llevarte al catre, so mamón.... Puede que estén liados, pero lo que intentan es darte por el culo los dos". Le aclaró Paco.
"¡Tú deliras macho!. ¿Fumaste, o fue efecto de la comida?. ¡Yo alucino contigo, tío!... Bueno. ¿Y de todas formas qué culpa tengo yo?. Pregunto". Dijo Gonzalo mostrando tremenda confusión.
"¿Qué culpa tienes tú?. Que te encanta dejarte querer como las putas. ¿Qué te apuestas a que si vuelves con ellos te proponen ir a la cama?. O te emborrachan, y te joden sin que te enteres de la fiesta". Le contestó Paco.
"¡Pero no ves que estaba de cachondeo!. ¡Joder tío!. Con Jorgito no me lo montaba yo ni drogado. Y con el calvo menos". Dijo Gonzalo intentando excusarse.
"La cuestión no está en que te lo montes o dejes de montártelo con ellos. El problema, que al parecer no llegas a captar y éste tampoco (éste era yo), es que consientas el menosprecio que nos han hecho a éste (ese era yo) y a mí, y la ridícula situación que hemos soportado los tres. Tú incluido. ¡So berzas!". Le aclaró Paco.
"Ya está bien Paco. ¡Gonzalo es como es!. Para ciertas cosas es peor que un niño". Dije yo mediando entre los dos.
"¡Pues ya va siendo hora que crezca!. ¿No te parece?. Papá. ¿O acaso hemos de cumplirle toda la vida sus caprichos?. Aunque también es verdad, que como para ciertas cosas sois iguales, poco pueden importarte este tipo de frivolidades del niño"
"¡Paco no empieces, por favor!. Tengamos el viaje en paz. ¿Quieres?". Dije yo en actitud suplicante y semblante contrito; porque cuando uno quiere también tiene dotes de actor.
"¡Venga Paco!. No jodamos el invento ahora. ¿Quieres que nos vayamos al hotel?". Dijo Gonzalo cogiéndole la mano al soliviantado muchacho, que cuando se le cruza el cable nos las hace pasar canutas el muy jodido.
"¡Nada de ir al hotel!. Tú vuelves con tus amigos y comprueba si yo tenía razón. Dentro de una hora te esperamos tomando una copa en el bar que nos dijo Pedro. ¡Y ay de ti como hagas algo con esos porque te la corto!. Y ya sabes que siempre me entero de todo lo que me interesa".

Le contestó Paco decidido a zanjar el tema.

"El primero en decir lo que hago soy yo. Osea que no tienes por que enterarte de nada en otro lado". Dijo Gonzalo. Y añadió: "Está bien. Dentro de una hora en el sitio de marras, y veremos si tenías razón"

Y Paco tuvo razón. Ni siquiera hizo falta que Paúl le insinuase nada a Gonzalo, porque fue el mismo Jorge quien le propuso que se acostase con los dos. Le confesó que siempre le había gustado y que nunca pudo explicarse que había visto en mí, teniendo en cuenta que yo le llevaba casi diez años. Llegó a decirle que entonces, cuando yo era más joven, incluso podría tener algo de sentido; pero en ese momento estaba convencido de que a Gonzalo tendrían que atraerle personas de su misma edad como mucho. Y de ahí que le pusiera de cebo a su joven y complaciente amante, calvo y con gafas, para que Gonzalito el adonis entrara al trapo y mordiera el sutil anzuelo preparado por su admirador y antiguo compañero de estudios. En realidad el anzuelo tenía poco de sutil, y más bien era la burda imitación de una pésima cabaretera del oeste.
De cualquier forma, como la cosa no pasó a mayores, ya que Gonzalo no arriesgó su integridad meando fuera de tiesto ajeno, el resto de la noche transcurrió sin más gloria que la de retirarnos a un ahora prudencial, dado que a la mañana siguiente debíamos levantarnos temprano para embarcar rumbo a otros puertos del Mediterráneo.

El buque era magnífico, y nos alojaron en una suite compuesta por una cámara que daba acceso a dos camarotes con baño, suficientemente confortable como para poder resistir un montón de días sin más desahogo que los suntuosos salones y cubiertas de aquel trasatlántico destinado a cruceros de gran lujo, que, para proporcionar un mejor servicio, contaba con más tripulantes que pasajeros. ¡Cosas que pasan en este mundo hecho a medida de los ricos!.

Comenzamos el crucero con el mejor humor que se podía esperar por parte de los tres, y las primeras horas en el barco nos parecieron maravillosas. Recorrimos la nave de popa a proa y de estribor a babor, y curioseamos todas las dependencias destinadas al solaz del pasaje, no sin intentar también colarnos en otras de uso exclusivo para la tripulación por eso del morbo por lo prohibido y meter las narices donde nadie nos llama; que es otro de los deportes que solemos practicar las maricas audaces y atrevidas a lo Indiana Jones.
Nuestro primer almuerzo fue simplemente aceptable y después de una breve charla al aroma del puro y a filo del café, como insufriblemente decía uno de los carcamales que acudía a las tertulias de mi difunto abuelo en el pazo de Alero, nos fuimos a sobar un rato (entiéndase en ambos sentidos) para recuperar fuerzas y un talante apropiado que nos permitiese relacionarnos con el resto del pasaje durante la cena y la subsiguiente fiesta de bienvenida con baile y todo. Lo del baile no es que me molestase, pero al no tratarse de un crucero gay debía considerar inadecuado bailar el vals con Paco o Gonzalo; que, por otra parte, he de decir que los dos lo bailan divinamente después de las clases que pacientemente les dio mi madre. Sobre todo a Gonzalo que resultó el más torpe para danzar.

Y el primer polvo flotante coincidió con los prolegómenos de esa siesta, aunque no fue todo lo brillante y espectacular que esperábamos, ya que Gonzalo comenzó a notar las típicas nauseas que normalmente suele producirse en los primeros días de navegación hasta acostumbrarse al continuo balanceo del navío sobre el agua. El chico empezó a pasarlo mal y le administramos una píldora contra el mareo, dejándolo tranquilo en el otro camarote hasta que despejase aquella tranca no etílica y volviese a la vida apto para desarrollar cualquier actividad normal del ser humano. Por nuestra parte (Paco y yo), más acostumbrados al mar que Gonzalo, descansamos a pierna suelta y antes de reincorporarnos a la vida social del barco volvimos a ponernos cachondos y los dos nos largamos otro casquete de mil pares de cojones (que fue la leche y nos sentó de la hostia aunque el culo de Paco casi se parte en dos con las brutales embestidas que le metí) seguido de una reconstituyente ducha que nos dejó relajados, tersos y frescos como dos rosas cultivadas por la mano del más experto de los jardineros. ¿A que queda bien eso de anteponer a la frase más cursi el léxico más burdo?.

Una vez normalizada la salud de Gonzalo, no parábamos ni un instante en ocupar nuestro tiempo en alguna diversión, ya fuese eminentemente intelectual o que conllevase la realización de un poco de esfuerzo físico, para lo cual nos apuntábamos a todas las competiciones que se organizasen, fuesen de lo que fuesen, y nos mazábamos también (moderadamente) en el estupendo gimnasio del buque, muy bien instalado con toda clase de aparatos, sauna, vapor, masaje hidráulico, rayos bronceadores cual tostadora de pan, musculosos monitores bien depilados y, naturalmente, personal especializado en masaje corporal. Por supuesto, pasábamos gran parte del tiempo en la piscina y jugando al tenis, ya que los deportes bajo techo nos resultan agobiantes a los tres y preferimos en todo caso respirar el aire libre que es lo más sano para los pulmones.

Fuimos recorriendo los sucesivos puertos del itinerario, visitando el de Palma y Barcelona en España, y continuamos por el litoral francés hasta la costa azul, San Tropez, Cannes, Niza, etc., pasando anteriormente por Marsella. A esas alturas del viaje ya habíamos hecho amistad con algunos pasajeros, con pocos, la verdad, puesto que la edad media del pasaje rondaba la mediana edad tirando hacia arriba, en contraste con el grueso de la tripulación cuya juventud era notoria e incluso insultante para la mayoría de los ricachones que disfrutaban el crucero de marras. Descontada la escogida tripulación, jóvenes, lo que se dice jóvenes, éramos pocos; algo más de una docena contándonos a nosotros tres. Y luego ya había que pasar a la sección juvenil e infantil, que suponían más o menos un cinco por ciento de los pasajeros y viajaban unos con sus papas y otros con los abuelos. Bueno, también había varias parejas de recién casados, pero con esos, en circunstancias tan empalagosas, en principio no se podía contar con ellos para nada. Estaba claro que las probabilidades de que nos surgiesen problemas relacionados con la carne eran escasas, aunque nunca imposibles, desde luego; y en ningún caso había que dejar a un lado ni a la oficialidad ni a la marinería.

Y el primer chispazo se produjo en el gimnasio entre Gonzalo y uno de los masajistas. ¡Pero por qué será que siempre tiene que ser el primero en dar la nota!. ¡Juro que cómo no cambie le hago un nudo en la punta del pito!. ¡Será cabrón este follador de mierda!.

Esta tarde estuve esperando que me llamara para confirmar si venía de Pamplona y no sólo tuvo los santos huevos de no telefonear, sino que dejó desconectado el móvil toda la tarde. ¿Qué carayo estará haciendo ese jodido mamón en Navarra?, me pregunté durante todas esas horas interminables.
Y volviendo al crucero, a media tarde, hallándonos en plena costa azul, Gonzalo reservó hora con el masajista, y mira tú por donde le tocó en suerte un chico aceitunado, con pelo lacio brillante y oscuro como una noche estrellada y una cara de facciones finas y piel muy suave y cuidada, que parecía sacado de un cuento de las mil y una noches. Esta fue, poco más o menos, la descripción de Gonzalo; y la realidad es que era bastante mono pero no para tanto. A veces las circunstancias nos distorsionan las imágenes y nuestros sentidos se engañan traidoramente. El hecho fue que Gonzalito el picha tiesa se tendió en la camilla boca abajo y el hábil masajista inició su tarea, espalda arriba, espalda abajo, y para cuando quiso darle la vuelta al cliente, a éste le salía la polla por la toalla y a él se le formaba una tienda de campaña con la tela del pantalón. Los resortes secretos de la mente de Gonzalo lanzaron sus brazos rodeando el cuello del moreno mozalbete y lo atrajo hacia sí como si cayese entre los tentáculos de un pulpo. Sus bocas se pegaron y las lenguas pronto comenzaron su trabajo de calentamiento y paulatina excitación. La brega se fue animando a medida que caía al suelo en piezas el uniforme del masajista, ya que la toalla del amasado se había ido a tomar por el culo a la primera de cambio, y precisamente, dejándose las uñas en la camilla sobre la que realizaba su trabajo, por el culo de aceituna es por donde tomó el ambidiestro joven del pelo lacio y espeso como las noches sin luna. Allí mismo, la contundente tranca de Gonzalo se lo despachó a gusto y lo ensartó como un pincho moruno de lomo, pimiento y langostinos. Y como música de fondo sonaba una romántica canción en la voz de Julio Iglesias;.que no en vano es uno de nuestros más internacionales cantantes. Cuando derramaron su lujuria, la mancha de su locura obligó al masajista a ocultar la sábana que cubría la camilla, escondiendo así la prueba de cargo de lo que acababa de ocurrir en aquel pequeño recinto. Pero la escena ya había quedado plasmada en el lienzo hiriendo su inmaculada blancura.

Cuando Gonzalo nos relató los hechos a mí me dio la risa, pero Paco le propinó dos capones en el coco, llamándole cerdo y otras muchas cosas nada dignas, y dejó de hablarle hasta después de la cena. Y por esta vez la historia no tuvo más consecuencias.

En Montecarlo jugamos en el casino, sin pérdidas ni ganancias, y al otro día zarpamos rumbo a Italia para darnos una vuelta por San Remo y Génova, en una primera etapa, y más tarde, después de Córcega, por el puerto de Ostia Antica, Nápoles, Sorrento, y la isla de Capri. Pero durante ese trayecto hubo más líos. Más de los que la razón debiera haber aconsejado a unas mentes lúcidas como se supone que son las nuestras. ¡Pero qué se le va a hacer!. Las cosas sucedieron de otro forma y a lo hecho pecho.

Por lo que a mí concierne, primero, entre Génova y Córcega, me la chupó uno de los jóvenes recién casados en el baño de vapor, nada feo por cierto y con un culo muy potable, que se puso cachondo viéndome en pelotas y a mí se me levantaron los ánimos en sentido vertical. Y el chico, aprovechándose que a esas horas estábamos solos, se lanzó en picado y me la engulló con el mismo afán con que un bebé se mete el chupete cuando tiene hambre. Y hambre de hombre debía tener a montones, porque no se dio respiro hasta que me exprimió la última gota. Y cuando se la saqué, sus ojos parecían los de un niño cuando le cae al suelo el polo de fresa que estaba lamiendo regodeándose de gusto. Desde luego no parecía muy normal que estando en su luna de miel buscase otras mieles distintas a las del chocho de su esposa; pero que le iba a hacer si ella no tenía apéndice vaginal y a él le gustaba sentir en contacto con su lengua un buen cipote. Lógicamente, mamársela discretamente al primero que se le pusiese a tiro y le diese el mínimo pie para ello.

En segundo lugar, justo el mismo día que abandonamos Ostia, me trajiné a un pasajero de diecinueve años, Rudi para los amigos, que viajaba con su mamá, mientras Paco jugaba un partido de tenis con Julio. Otro muchacho de diecisiete años muy simpático que no entendía nada de nada y por tanto sólo se podía contar con él para jugar o reírse a carcajadas. Gonzalo no recuerdo donde andaba a esas horas del día; pero no debió hacer ninguna cochinada rica, puesto que no comentó nada cuando yo le puse al corriente de la mía.

La tarde en cuestión, estaba yo paseando por una de las cubiertas del barco cuando apareció a sotavento el lindo muchacho vestido de lino blanco y con su largo pelo rubio agitándose en el aire. Se acercó a mí, mostrándome en sus celestes ojos el fuego interior que le abrasaba desde la minga hasta el culo, y comenzamos a tontear con eso de que te doy y que te quito, que te quito y que te doy. Ahora un soplido, luego un pellizco, después un beso. Y tonteando, tonteando, nos fuimos enredando con palabras mayores y terminamos en su camarote follando a destajo. Su madre tenía para largo entre la esteticista y el peluquero, y nosotros podíamos tomarnos la jodienda con toda la calma que nos diese la gana. Lo que más me incitó a seguirle el rollo, fue la trasparencia de su ligero pantalón que insinuaba a la vista un pequeño calzoncillo, también inmaculadamente blanco, bajo el que se adivinaba la perfección de dos nalgas que aún conservaban toda su frescura y la esfericidad infantil. A pesar de que el tiempo no apremiaba, nada más cerrar la puerta nos despojamos de trapos superfluos y lo que vi al desnudo me convenció de que las insinuaciones del lino no eran mentira. Le rogué que permaneciese de pie, sin moverse, y observé su cuerpo como para recordarlo en mis sueños. El chico me sonreía y su mirada traspasaba mi sexo de parte a parte como el espeto atraviesa un chorizo criollo para torrarlo en el fuego. Y quemarme en su desbordada pasión, contenida desde sabe Dios cuando, es lo que logró el joven muchacho. No creo que fuese virgen, pero tampoco hizo la menor insinuación al respecto; y desde luego no parecía un principiante. Simplemente, cuando la calentura alcanzó su límite, se dio la vuelta el solito esperando con toda su alma que se la clavase hasta el hígado. De la música ambiental se encargaba Madonna cantando no llores por mí Argentina, y el chaval no tuvo que llorar por no cumplirle su deseo. Se la fui metiendo despacio, sondeando la profundidad del recto, y al tope mismo llegue con la cabeza del capullo. ¡Hasta la médula!. Si tuviese tal cosa el culo, claro. Quedó más follado que el coño de una puta enriquecida por veinticinco años de profesión ininterrumpida. Después nos despedimos cariñosamente y me pidió que nos volviésemos a ver. En privado, lógicamente, puesto que por muy grande que fuese el barco sería imposible no vernos otra vez durante el resto del crucero, digo yo.
Y mi tercera correría sucedió entre Sorrento y Capri. Pero también hay que decir, que a estas alturas Gonzalo ya se lo había hecho con Rudi, mientras estuvimos en Nápoles, con un éxito equivalente al mío. Y antes de alcanzar Sorrento se tiraba a un musculoso monitor del gimnasio, sin un puto pelo en el cuerpo y muchos en la cabeza, aunque rapados al cero, y, por si había quedado insatisfecho, al otro día se lo montó con un oficial griego más lustrado y engominado que un bailarín de tango. A los dos los puso mirando al norte a la caída de la tarde; y, dejándose llevar por el vaivén del mar, les calcó el rabo dejándolos prendados con la inercia de aquel bamboleo dentro del ano. ¡Este chiquillo es todo un tipo!.

Como dice Paco, lleva mi escuela el jodido. También hay que darse cuenta que fueron muchas horas a bordo de un barco; y llega un momento que ya no sabes que hacer para matar el tiempo. Mucho más si la sangre es nueva aún y corre enloquecida buscando placeres. Los jóvenes necesitan gastar energías quemando las muchas calorías que le sobran. Sus cuerpos tienen que estar esbeltos y elásticos, pero fuertes. ¡Y qué mejor para ello que el ejercicio físico en cualquiera de sus facetas!. ¡Nada como la gimnasia para estar en forma!. ¡Y que mejor tabla puede haber que la práctica del coito!. Ninguna. Sin duda follar es uno de los ejercicios más completos.

Volviendo a mis asuntos. Decía que mi tercera conquista sucedió de camino a la isla de Capri, lugar favorito para los emperadores de la antigua Roma; y quien cayó esta vez fue un marinero que bruñía la cubierta próxima a nuestros camarotes. A éste me lo ligué por la mañana y me lo follé por la noche cuando quedó libre de servicio. Bruno era un mozo italiano, curtido por la brisa marina, macizote y con pinta de regalar salud, recortado de formas y fornido a base de trabajar con sus manos, y que hablaba más con ellas que con la boca como buen napolitano. Recuerdo también que tenía un hermoso pelo negro lleno de rizos que le caían sobre sus ojos profundos y grandes como verdades eternas. ¡Qué guapo era el mozo!. Y desde luego gracioso por naturaleza. Antes que con la boca ya se reía con sus ojos pardos llenos de chispas de luminosos colores. Francamente me gustó aquel niñazo, que aunque grande todavía era algo mimoso.

No podíamos hacerlo en mi camarote por si aparecía Paco, y Bruno me llevó por mil escalerillas y pasarelas, atravesando puertas y escotillas, hasta un recóndito lugar cerca de las bodegas; que yo creo que ni el capitán sabía que existía tal camareta allá abajo. El problema de que pudiera aparecer Paco no estaba en el hecho de que pudiese enterarse de lo mío con Bruno, puesto que luego ya se lo contaría como a Gonzalo, pero sin detalles, sino en que, aunque desee saber, no está dispuesto a tener que presenciarlo. Esa es la cuestión con Paco. Si quieres hacerlo, hazlo, y después dímelo. Pero no me lo enseñes porque no deseo verlo. Y, sin embargo, creo que Bruno le hubiese hecho gracia a Paco. Y a Gonzalo, por descontado, puesto que le encantó la idea de poder beneficiárselo.

Fue Bruno quien empezó a meterme mano, llevando él la iniciativa y mostrando una actitud previsiblemente activa a la hora de afrontar el coito. Me gustaba tanto aquel muchacho, que me entregué sin reservas dejándole hacer lo que en cada momento le iba apeteciendo. Me comió la boca, el cuello, las tetas, el vientre, la polla y los huevos. Y después siguió por las piernas hasta los pies, subiendo luego al culo. Creí que a partir de ahí pretendería montarme, pero continuó lamiéndome la espalda con tal delicadeza, que me daba la impresión de estar en una casa de té japonesa en manos de una dulce criatura vestida con kimono de flores y cubierta de polvos de arroz. Terminado el recorrido, se tumbó a mi lado, intentando cobijarse en mis brazos, y me susurró que lo amase como un hombre ama a una mujer. Juro que aquello me sorprendió en principio, pero inmediatamente adopté el papel de macho activo, asumiendo el hecho de que al atractivo italiano también tenía que sodomizarlo si quería que gozase al máximo de nuestra clandestina cita. Y gozó. ¡Vaya que si gozó!. Primero le devolví con creces el amoroso tratamiento bucal que me había administrado él a mí, y una vez puesto a punto de caramelo, derritiéndose casi de tan caliente que estaba, le volqué mis conocimientos en el mismo centro del culo; y, diciéndole "así amo yo a los hombres, no a las mujeres", ataqué con ímpetu, suministrándole una virtuosa follada a cuatro patas que le hizo correrse sin necesidad alguna de tocársela con la mano. Si no llegó a apagar sus aullidos tapándole la boca, hubieran asistido al último acto media tripulación incluido el capitán. Aún hoy no me explico como nadie oyó nuestros placenteros suspiros. ¡Y qué regusto me dejó aquel polvazo!. Tanto, que repetí con el chico tres veces más en lo que quedó del crucero.
El buque continuó navegando hacia Sicilia, concretamente a Palermo, y, rumbo a Grecia, nos dirigimos a Creta y después al Pireo, punto final de la travesía, saltando a tierra con ganas de visitar Atenas, verdadera cuna de nuestra cultura clásica.

Y en esta última etapa surgieron más novedades. Pero lo más significativo fue que, por primera vez en el viaje y creo que en mucho tiempo atrás, a Paco le salió un novio. Se trataba del segundo oficial del barco. Un clásico galán de novela rosa, italiano y guaperas, empeñado en cortejarlo con el fin de pasárselo por la quilla, y no precisamente de la nave, que en cuanto sus ocupaciones se lo permitían ya estaba disponible para acompañar a Paquito e invitarle a conocer los lugares más interesantes del buque. Paco, aunque mantenía las distancias, se dejaba querer por el replanchado oficial, y admitía sin miramientos ni recato que su compañía y su charla le agradaban, y hasta que el tío le resultaba muy ameno y divertido. ¡Ja!. ¡Todos sabemos donde quería el fulano aquel proporcionarle la amenidad y la diversión a nuestro Paco!. A mi me estaba jodiendo, desde luego; pero a Gonzalo lo traía frito. ¡Nos daba cien patadas en los cojones ver al jodido marino pelando la pava con nuestro amante!. Pero claro, siendo tan putas como somos, ¿qué derecho teníamos a incomodarnos, o tan sólo molestarnos, con el pasatiempo que había encontrado Paco para no aburrirse en las muchas horas muertas de la travesía?. Ninguno. Solamente podíamos callar y sufrir en silencio como si tuviésemos almorranas. ¡Qué situación!. Me disgusta hasta recordarla. Porque Gonzalo y un servidor seremos lo que sea, pero Paco es sólo nuestro. ¡Qué no haya dudas!. Reconozco que no es nada equitativo y que tal afirmación decae por su propio peso; pero nos tiene acostumbrados a ser tan bueno y comedido fuera de casa, que ahora nos creemos con derecho exclusivo para acceder carnalmente a él. ¡Qué valor tenemos a veces los que debíamos estar más calladitos!. Y no digamos lo machista que resulta tal postura por nuestra parte.
Pero siguiendo con el cuento, la tarde anterior a nuestra llegada a Creta, el oficial en cuestión, que atendía al nombre de Doménico, se presentó en la suite y le abrió la puerta Gonzalo, que acababa de ducharse y sólo se cubría con una escueta toalla. Al tal se le encendió la cara viendo aquella estructura corporal que tenía delante casi al desnudo, y se le quebró la voz al preguntar por Paco. Gonzalo capto onda y le invitó a entrar, pidiéndole disculpas por su escaso atuendo, e inmediatamente le dijo que Paco estaba jugando al tenis con Julio, y le ofreció una copa y asiento en la cámara de acceso a los camarotes. Los partidos entre Paco y el crío eran largos, y Gonzalo tuvo tiempo suficiente para desplegar todas sus artes y hacer caer al uniformado pardillo. Y esta vez no fue necesario que Gonzalo me contase toda la historia, porque fui testigo de la parte más interesante de la misma. Yo me había hartado de hacer el chorra en el gimnasio, y regresé al camarote con el fin de descansar un poco antes de ir al bar a tomar una copa. Abrí la puerta de la antesala, y procedentes de uno de los camarotes, cuya puerta estaba entreabierta, oí elocuentes gemidos indicadores de fuerte jodienda. Asomé las napias con el fin de oler lo que se estaba cociendo allí adentro, y los caché con las manos en la masa.

Y lo digo en su sentido más literal, puesto que Gonzalo amasaba con sus manazas la potente masa muscular del trasero de Doménico, que gozaba como una perra mientras el otro le ponía el culo más alegre que una verbena de pueblo en el día del santo patrono. El italiano estaba fornido y se le veía compacto. Como hecho para soportar todo tipo de terreno. ¡Realmente el gachó estaba la tira de bueno!. Y aunque era peludo en sus extremidades y en el torso, no tenía apenas vello en las posaderas, y en conjunto merecía un notable alto. Permanecí al loro sin respirar, evitando hacer ruido, y la puesta en escena me causó un morbo terrible al ver como Gonzalo, con una gorra de plato en su cabeza, se pasaba por la piedra al puto macharrán que nos estaba jorobando con tanto asediar a nuestro Paco.

Luego me explicó que el tocado marinero se debía a que cuando se hubo terciado el momento supremo de entrar a saco en el ano del oficial, se puso su gorra y le dijo: "Prepárate que ahora me toca a mí pilotar esta nave". Y con la misma, le insertó la caña del timón para girarlo a estribor, haciéndolo escorar a barlovento ululando como si en la mar hubiese una niebla tan espesa como un puré de legumbres. ¡Gonzalo le atizó un soberano casquete!. ¡Sí señor!. Y después de esa, al segundo oficial ya no le quedaron más ganas de perder el tiempo con nuestro Paquito. Luego, buscaba carnaza; y Gonzalo y yo juntos se la volvimos a dar antes de arribar al puerto de Atenas. De todas formas, a partir de entonces centramos más nuestra atención en Paco; y si nos picaba el pito íbamos al camarote y nos lo rascábamos a gusto los tres solitos.

Los últimos días del crucero fueron como una luna de miel y pasábamos más tiempo retozando los tres en la cama que sobre las cubiertas del barco.
Al llegar a Atenas, nos instalamos en un buen hotel y permanecimos tres días en la ciudad antes de volar a la isla de Mikonos, en la que pasamos una semana de ensueño, jodiendo a destajo entre nosotros y tomando el sol como tres lagartos rodeados de multitud de homosexuales de todas las edades, razas, credos y colores. Y puedo decir con orgullo que, al menos para mí, los dos más guapos y buenorros eran mis chicos. ¿Para qué coño me iba a ir con otros?. En esos siete días, ni Gonzalo ni yo nos descarriamos hacia ningún otro pasto que no fuese la fresca y suculenta yerba que nos ofrecía el bueno de Paco con todo su ser. Fuimos muy buenos durante esos días en Mikonos. Y para que negarlo; también estuvimos la mar de a gusto y felicísimos sin necesidad de tocar otras pollas, ni andar metiéndola en bocas y culos que no conocíamos de nada y ni tan siquiera nos habían sido debidamente presentados para tomarnos tales confianzas.

Y con nuestra vuelta a Madrid, por vía aérea, terminamos el viaje sin más vicisitudes dignas de mención al hilo de este relato.

Y el puñetero Gonzalo continuaba sin dar señales de vida a punto de ser ya la hora de la cena. Y Paco, histérico, naturalmente, me volvió loca la cabeza con toda clase de suposiciones, primero de tipo frívolo y así como avanzaba el tiempo fueron tornándose un tanto alarmistas. Tan pronto veía a Gonzalo ventilándose a un mocito, como lo hacía tendido en una camilla en el servicio de urgencias de un hospital. Esta última posibilidad me sacaba de quicio y no hacía más que chillarle para que estuviese tranquilito y sobre todo callado. Lo peor de todo es que no se le ocurrió cosa mejor que llamar a mi madre y la cagamos con todo el equipo. La señora marquesa, aunque suele ser muy serena para estas cosas, se inquietó aún más que Paco; y para qué contar la tostada que nos dio llamando cada quince minutos.

Entre unas cosas y otras, mis nervios estaban a flor de piel y terminó pagándolas el pobre Román, que con la habilidad que nos tiene acostumbrados, tropezó con la alfombra, se fue contra una lámpara y, de rebote, derribó el jarrón con flores que había sobre mi mesa de trabajo, haciéndolo caer encima de mi copa de oporto y del ordenador que utilizo para escribir lo que os cuento. Román es muy buena persona pero un tanto particular en su oficio de mayordomo.

Pero, a pesar de todos sus defectos, lo prefiero así que tan remirado como Benito, el que realiza tal función en casa de mi madre, que me pone de los nervios con su voz engolada y lo ceremonioso que se pone para hacer nada. ¡Aparte de triste, es un plasta!. He dicho.

En fin, el servicio no tiene culpa de nada y menos de que a Gonzalo le fuese a cortar los cojones como no tuviera una buena excusa que darnos para justificar su retraso. Y, principalmente, por hacernos pasar semejante calvario con su falta de sentido común teniéndonos en vilo con su silencio.
Y me volví a repetir: ¿Qué diantre entretendrá a este carajo en Pamplona?. ¡Cómo sea por estar follando lo mato!. ¡Se la trinco de un mordisco y aprende de una puta vez!. No había la menor duda que ya nos tenía a todos desquiciados el simpático Gonzalo, y tuve que tomar un corto respiro para continuar escribiendo nuestras hazañas, porque la tensión no de dejaba ni tan siquiera hilar con una mínima coherencia mis pensamientos.

viernes, 26 de febrero de 2010

Capítulo VII

Hasta es posible que el nexo matrimonial nos haya ido acomodando a una vida tranquila, sin grandes sobresaltos amorosos, pero no por ello exenta de emociones ni mucho menos de diversión y placer.

Durante este tiempo hemos funcionado como cualquier matrimonio, salvando las particulares circunstancias de nuestro enlace, y nos hemos relacionado con nuestras respectivas familias con normalidad absoluta; aunque, por cuestión de carácter, quien más frecuenta nuestra casa y viceversa es mi querida madre y marquesa de Alero, doña Isabel.

Recuerdo perfectamente la primera vez que vino a comer a nuestra segunda casa. Llegó con la puntualidad de un tren inglés, como acostumbra, vestida en color crudo con la elegante discreción que la caracteriza y adornada con cuatro alhajas tan finas como exquisitas, y Paco le hizo los honores mientras yo fui a meterle prisa a Gonzalo, que esa mañana había jugado un partido y acababa de llegar a casa. El chaval estaba de pie ante la pileta del cuarto de baño, solamente con una toalla enrollada a la cintura, y me acerqué por detrás mirándole a los ojos a través del espejo, diciéndole:

"Gonza, acelera que ya está aquí mi madre"
"Ya voy. Termino enseguida. ¿Está de palique con Paco?"
"Sí. Hablan de sus cosas. Ya sabes, el concierto del otro día, de algún libro que estén leyendo, trapos, asuntos domésticos y cosas así"
"Pásame el desodorante".
"Por favor. Se dice por favor"
"Por favor, alcánzame el desodorante, mi rey". Rectificó Gonzalo con cachondeo.
"Te alcanzo lo que tú quieras, mi amor". Contesté yo rodeando su cintura.
"Sólo el desodorante, gracias"
Y se lo di; pero no pude evitar quitarle la toalla para ver su precioso cuerpo completamente desnudo.
"Adrián, no empieces que no hay tiempo"
"¡Sólo quiero verte!. ¿Hay algo malo en eso?"
"Te conozco"
"¿Tú crees?". Le pregunté pasándole los labios por su hombro.
"¡Adrián que está ahí tu madre!"
"Eso te lo he dicho yo. ¿No recuerdas?". Y ascendí por el cuello hasta la oreja.
"¡Adrián que me vas a poner nervioso y luego no respondo de lo que pase!"
"¡Sí!. ¿Muy nervioso, mi amor?"
"¡Adrián!. ¡Por tu madre!". Exclamó Gonzalo.
"Bueno. Pues termina de una vez y ven al salón". Y, dándole un sonoro azote, le dejé el culo al aire y el cipote erecto, y me dirigí a la puerta camino del salón.
"¡Serás hijo de......!". Casi gritó el chico.
"¡Qué está mamá!. ¡Modérate!". Le advertí muy serio. Y cuando ya salía me llamó puta lanzándome la toalla que tenía en su mano.
"¡Puta tú!". Le contesté yo.

Y me fui dejándole tranquilo para que se refrescase los bajos antes de venir con nosotros al salón.

La verdad es que nunca dejamos de ser niños del todo y siempre me gustó hacerle putaditas de ese tipo a Gonzalo. Es tan salido que a la mínima se embala sin posibilidad de dar marcha atrás. ¡Me encanta ser puta con ese chico!. Bueno, lo que quiero decir es que con él me encanta sentirme como una puta follada por su chulazo. ¡Sigue haciéndolo de muerte el cabrón!. ¡Y es tan macho el muy maricón!. Y curiosamente cuando más machote resulta es cuando le doy por el culo. Jamás suelta una puta pluma; ni siquiera por cachondeo. Paco tampoco es afeminado, pero Gonzalo es un hombre de cuerpo entero. ¡Y ese si que es un cuerpo!. ¡Sí señor!.

Entré en el salón riéndome todavía y mi madre quiso saber el motivo:

"Un chiste que me contó Gonzalo". Dije yo. "Pero no creo que se atreva a contártelo a ti". Añadí.
"¿Es verde?". Insistió mi madre.
"Bueno... Dile que te lo cuente haber que dice"
"¡Qué cochinos sois los hombres!". Dijo mi madre muy digna y mirando hacia Paco, segura de ver en él un gesto aprobando su afirmación.

Enseguida apareció Gonzalo hecho un brazo de mar, pulido y repeinado como un cadete, con un vaquero no demasiado ajustado y una camisa en azul subido de tono que le quedaba divinamente. Saludó a mi madre y se acercó a besarle en la mejilla y ella alabó su aspecto sujetándole la mano derecha.
Mi madre se siente tan orgullosa de la belleza de mis dos hombres como si se fuesen sus propios hijos.

Pasamos al comedor y Román (el simulacro de mayordomo) comenzó a servirnos el almuerzo asistido por Petri, nuestra joven y dicharachera doncella.
Normalmente Gonzalo se sienta a mi derecha en la mesa del comedor, pero cuando viene mi madre él lo hace enfrente de mí, dejándole su lugar habitual a ella. La verdad es que no tiene ningún significado especial, simplemente así fue lo que ocurrió la primera vez que la invitamos a comer en el piso de Rosales y se ha hecho una costumbre. De ese modo es Paco quien se sienta frente a ella y resulta mucho más fácil que todos participemos en la misma conversación.
Como he dicho, tenía a Gonzalo delante de mis ojos y desde el primer momento me di cuenta que estaba salido como un mono. Me miraba fijamente, mordiéndose los labios con disimulo, y retiraba la mano izquierda de encima de la mesa, llevándosela al regazo, lo que me hizo suponer que aquella mano no debería ir luego al pan. Paco y mi madre nos comentaban la exposición de pintura de nuevos valores, a cuya inauguración habían asistido la tarde anterior; mas la mente de Gonzalo y la mía comenzaban a volar soñando con otras maravillas, quizás menos artísticas pero indudablemente mucho más naturales. Terminado el primer plato, dejé caer la servilleta al suelo y, al agacharme para recogerla, comprobé que mis sospechas eran ciertas y que la excitación de Gonzalo se hacía evidente bajo el pantalón. Y el muy cabrón, al ver mi treta, volvió a bajar la mano y se amasó el paquete que abultaba como si tuviese un salchichón bien gordo oculto en la bragueta. Me erguí para recuperar mi posición en la mesa, pero ya se me había empinado, como dice Germán, y me molestaba el calzoncillo porque la tenía mal colocada y me estaba pillando los pelos. La situación era incómoda e intenté aliviar el problema; pero tampoco podía hacer ningún comentario ni algo que llamase la atención de mi madre. Gonzalo me pidió por favor que le alcanzase la sal, y lo hizo como si me dijese: "¡Tengo el culo abierto para que me folles, cabrón!"
Paco continuaba de lo más redicho hablando de arte y mi madre le seguía el rollo, abstraídos ambos en el tema, y no podían percatarse de lo que estaba sucediendo entre Gonzalo y yo. Si él no me pedía alguna cosa, era yo quien lo hacía para que me sirviese agua o más vino; pero siempre la intención iba más lejos que las palabras y nuestras miradas traspasaban el umbral de la decencia que debe observarse en la mesa. Ahora, pensándolo más despacio, me parece mentira que los dos pudiésemos ser tan irresponsables y tan putas. Eran tiempos en que teníamos la libido subida en grado superlativo y carecíamos de fuerza suficiente para controlar nuestros impulsos. La pasión nos hacía desear hacer el amor a todas horas y no nos reprimíamos un pelo. Entonces follábamos a discreción; pero aunque en la actualidad practicamos el sexo algo menos, tampoco podemos quejarnos. Casi todos los días cae un polvo por lo menos. El amor y el deseo no han mermado y aún nos gustamos tanto o más que entonces.

Al finalizar la comida nos las vimos y deseamos para abandonar la mesa, y tuvimos que hacerlo discretamente dejando que saliese primero mi madre con Paco. Y Gonzalo y yo, leyéndonos el pensamiento, nos excusamos dando a entender la urgencia en satisfacer otras necesidades perentorias. Cada uno entró en su cuarto de baño y no hace falta decir cual era nuestro apremio. Cuando entramos en el salón para tomar café ya estábamos más frescos y relajados.

Mi madre pasó con nosotros parte de la tarde; y en cuando se marchó, nos lanzamos sobre Paco y le dimos caña por todas partes por ir de redicho y leído; y sobre todo por ser tan relamido cuando está con ella. El pobre protestó al principio, pero nada más notar las cosquillas que le hacían nuestros miembros endurecidos, se calló, se relajó y disfrutó de los placeres que le ofrecía la vida en ese momento.

Disfrutar la vida es lo que importa. Y la gente que entiende posiblemente esté más obsesionada con ello que el resto de los humanos. Aparte de nuestro amor por lo superfluo, nos pirramos por organizar saraos y planear viajes a cualquier parte. Nos da lo mismo ir a la vuelta de la esquina como al lugar más exótico del globo. El caso es que haya cachondeo del bueno. Es decir, ligoteo. No es que renunciemos a conocer el mundo por el mero hecho de ilustrar la mente aumentando nuestros conocimientos. No. Bajo ningún concepto. Pero si nos gusta conocer el mundo, es porque tenemos un espíritu predispuesto a la aventura y somos permeables a las influencias culturales de otros pueblos y estamos siempre abiertos a los demás hombres, tanto en sentido figurado como literal. El homosexual es atrevido y osado por naturaleza y sabe que donde quiera que vaya encontrará un apaño que le arregle el cuerpo. Existe entre nosotros un código de señales internacional, que funciona de maravilla y nunca nos falla, por el que detectamos inmediatamente a nuestros congéneres y nos permite encontrar con precisión matemática cualquier lugar o antro donde haya ambiente. Es como si tuviésemos una guía radar implantada en el cerebro que rastrease la existencia en la zona de individuos gay.

Desde luego viajar es una de mis aficiones favoritas y lo vengo haciendo desde muy joven. Prácticamente conozco la mayor parte del mundo civilizado y podría contar innumerables anécdotas que llenarían las páginas de un libro de viajes. No podría decir cual de ellos fue el más notable, aunque también es verdad que espero que ese gran viaje todavía esté por llegar. Pero quiero recordar ahora uno que hice a Marruecos en las primeras vacaciones de primavera que disfruté cuando empecé a trabajar en el banco.
No tenía mejores planes para la semana santa y decidí pasar unos días en Marrakech. A mi llegada, me alojé en la suntuosa habitación de un lujoso hotel de la ciudad, y sin pérdida de tiempo salí a conocer las calles y lugares próximos a mi hospedaje. Me llamó la atención la cantidad de hombres y jóvenes, algunos cogidos de la mano, que deambulaban de un lado a otro a pesar de que no era una hora demasiado propicia para andar de paseo. Pero en general daba la impresión de que unos tenían ocupaciones en otra parte y otros simplemente esperaban algo sin llegar a saber que pudiera ser. Con mi guía en ristre, me lancé a la búsqueda del bazar y tras callejear un rato me hallé en medio del particular ajetreo multicolor de un mercado oriental. Los chavales acudían a mí como moscas ofreciéndome toda clase de servicios; mas, no sin esfuerzo desde luego, logré librarme de ellos y seguir a mi aire el recorrido por tiendas y callejas, hasta que, cargado con cuatro chucherías y cansado hasta el tuétano, regresé a mi hotel pensando solamente en despancijarme sobre la cama.

Me quedé tumbado cerca de una hora, y al fin reuní fuerzas para levantarme y pegarme una buena ducha que despejase la modorra que tenía encima. Estuve bajo el agua lo que me dio la gana; y una vez seco, note de repente que necesitaba meter algo en el estómago. Llamé al servicio de habitaciones y encargué una ligera colación para matar el gusanillo, y me volví a tirar en la cama esperando con impaciencia el servicio.
Media hora más tarde regresé de mi mundo cuando oí petar al camarero. Abrí la puerta con prisa, vestido con un albornoz, y entró un hombre todavía joven, vestido con chilaba, empujando un carro en el que me traía lo que anteriormente había ordenado.

El camarero preparó debidamente la mesa que había en la habitación y traspasó a ella el contenido del carro, colocándolo con sumo cuidado como si se tratase de una ceremonia ritual en lugar de un simple servicio de restaurante. Al terminar su trabajo, quedó parado junto a la mesa sin decir palabra, esperando la propina, y yo alargué la mano con unos billetes, que inmediatamente cogió con una inclinación de cabeza muy protocolaria pero sin moverse del sitio. Le miré interrogándole con los ojos a que esperaba, y él, con una amplia y deslumbrante sonrisa, me preguntó si necesitaba algún otro servicio. No quise entender a que se refería y le pedí que me lo aclarase. Y entonces, con la mayor naturalidad, me dijo que si necesitaba compañía él podría facilitármela a un precio razonable. Quedé perplejo un instante, y rápidamente reaccioné diciéndole que tal vez desease compañía, pero todo dependía de lo que pudiese ofrecerme. El camarero, sin inmutarse lo más mínimo, añadió que disponía de cuanto pudiera apetecerme, ya fuesen hombres como mujeres. Y fundamentalmente muchachos adolescentes. En esa sección el surtido era amplísimo. Y sin darme tiempo a pronunciarme, añadió:

"¿El señor prefiere un hombre bien armado, o la tersura de unas jóvenes nalgas para hacer el amor?"

No alcanzaba a distinguir si se debía a pura desfachatez o si realmente se me veía tanto el plumero; pero tampoco estaba yo por la labor de comerme el coco demasiado y, con la misma frialdad que el moro, le contesté que quería hacer el amor y no con mujeres precisamente.

"¿Con un hombre muy viril, quizás?". Me insistió el moro.
"Prefiero un hombre joven que tenga un buen culo para follarlo". Contesté.

Y el camarero, volviendo a inclinar la cabeza respetuosamente, se dirigió a la puerta diciendo: "Bien señor. Intentaré complacer su deseo con la mayor prontitud posible". Y sin más salió del aposento.

El incidente me dejó un tanto nervioso, en espera de acontecimientos, pero las viandas me aguardaban sobre la mesa y me dispuse a dar cuenta de ellas reposadamente.

Y una vez finiquitado el refrigerio, mi ansiosa curiosidad iba a ser satisfecha.

Sonaron nuevamente unos golpes en la puerta y sin moverme del sitio me limité a decir:

"Adelante. Está abierto, puede pasar".

Pero estas cerraduras que ponen en los hoteles, aunque estén abiertas por dentro, quedan cerradas por fuera, y el camarero hubo de insistir porque no podía entrar sin mi ayuda. Yo continuaba cubierto con el albornoz solamente y me levanté calmosamente para abrirle la puerta. Tras ella, apareció el atento sirviente acompañado por tres muchachos adolescentes aún, y con una inclinación de cabeza entraron en la estancia los cuatro sin dejar de sonreir ni un momento.

El camarero presentó a los jóvenes por sus nombres. Uno Ali, otro Mohammed, y el tercero Hassan; y éste último daba la impresión de ser algo más hombrecito que sus compañeros. Los tres tenían la mirada luminosa y los ojos grandes y oscuros, como castañas rodeadas de largas pestañas, y sus labios eran gruesos y de color canela. El pelo, revuelto en multitud de brillantes caracoles negros, enmarcaba sus rostros dándoles un toque demasiado aniñado para su edad. Había una cierta discrepancia en el aspecto de los moritos, ya que parecía como si hubiesen injertado unas caras todavía medio infantiles en unos bonitos cuerpos casi de hombres, que, a pesar de la holgura de las ropas, podía asegurarse que estaban para mojar pan. Les pregunté la edad, y el camarero se adelantó a ellos afirmando que los dos más jóvenes, Ali y Mohammed, tenían dieciséis años y Hassan diecisiete.

"¿Es cierto?". Pregunté directamente a los chicos.
"Sí". Contestaron ellos.
"Sois muy jóvenes aún"
"Señor, en Marruecos ya tienen edad suficiente para hacer el amor". Dijo el camarero metido a alcahueta.
"Quizás. Pero por ello no dejan de ser demasiado jóvenes todavía". Respondí.
"Puede que así sea, señor. Pero si lo que quiere es servirse de esto (dijo tocándole el culo a uno de ellos) tienen que ser jóvenes aún, ya que después no es posible. Si los quiere con más edad, serán ellos los que se servirán del suyo, señor"
"Ya. Entiendo. Sólo se dejan dar por el culo mientras no sean hombres del todo. ¿No es así?"
"Sí señor. Así es. Mientras no tenga barba servirán de mujer a otro hombre ya hecho. Luego, cuando les salga el vello, ellos también utilizarán a otros muchachos imberbes cuando les apriete la necesidad de satisfacer sus apetitos carnales. Siempre ha sido así, señor"
"Supongo que siempre habrá excepciones, digo yo.... ¿O es que aquí no hay homosexuales?"
"Aquí, señor, todos somos hombres, pero nos gusta el sexo sin mirar demasiado donde la podemos meter"

El dichoso moro hablaba como un libro abierto y no había modo de discutir sus razones, por lo cual sólo restaba ajustar el precio; cosa harto laboriosa dada esa manía que tienen de regatear por todo. Al extremo que si les aceptas un precio de entrada, les parece mal. Lo toman como un desprecio hacia su mercancía y a su habilidad de comerciantes. El moro me dijo un precio por cada chico, otro por dos de ellos y uno más si me quedaba con los tres. Regateamos durante unos diez minutos, y, para convencerme de las excelencias de sus pupilos, a los dos más jóvenes les bajó las chilabas para enseñarme sus preciosos culitos. Primero inclinó hacia delante a Ali y le separó las nalgas mostrándome su bonito ano, y después hizo lo mismo con Mohammed. Y por último le tocó el turno a Hassan, que se bajó el mismo los pantalones tejanos y se dobló abriéndose el culo con las manos para enseñarme su oscuro agujero. Como dije antes, con los tres se podían hacer sopas y mojar abundante pan. ¿Quién hubiera sido capaz de elegir entre aquellas tres monadas?. Le apreté las clavijas al moro y me quedé con los tres, aunque solamente fuera para seguir contemplándolos.

En cuanto nos quedamos solos les ordené que se desnudasen totalmente y me recreé viendo sus cuerpos cubiertos con piel de seda oscura, fresca y tersa como el pétalo de las amapolas. Los tres estaban de pie frente a mí, quietos, sin hacer ningún movimiento, ni siquiera con las pestañas, y les hice una señal para que fuesen dando vueltas sobre sí mismos, despacio, sin prisa alguna, para que yo pudiese apreciar todos sus encantos. Tenía la sensación de un noble patricio que acabase de adquirir tres bellos efebos en el mercado de esclavos. Era como si me perteneciesen y pudiese hacer con ellos lo que me diese la gana. Los chicos giraban obedeciendo mis indicaciones, mientras yo continuaba sentado en un sillón sin mostrar la menor preferencia por ninguno, ni tampoco si realmente deseaba hacer algo con alguno de ellos. Con otra señal les hice parar y pregunté si eran vírgenes. Me dijeron que no, lógicamente; y Hassan, el mayor de los tres, como intuyendo mi capricho cogió a Mohammed y le obligó a chupársela. Juro que no había pensado en que ellos se follasen mientras yo miraba como lo hacían; pero en ese momento me excitó la idea y aprobé con una sonrisa la decisión del morito algo más hecho. Hassan continuó metiendo en la boca de Mohammed su gran polla descapullada e hizo una señal al otro chaval para que se acercase. Ali obedeció al instante y Hassan lo apretó contra él y le besó la boca con violencia, al tiempo que le dilataba el culo con los dedos. La escena se ponía caliente por momentos y mi pene me llegaba al ombligo, tieso e hinchado como una mazorca asada al horno.

Hassan decidió que los chicos cambiasen sus papeles, y el que estaba abajo pasó a besar sus labios y el otro se agachó para ocuparse de su potente nabo, comiéndoselo con la misma glotonería que si fuese un pastel lleno de crema. Ahora era Ali quien tenía los dedos de Hassan en el culo y sus ojos se cerraban cada vez que se los metía más adentro. La calentura me salía por las orejas y la minga podía estallarme de un momento a otro. Entonces, ordené a Hassan que se follase a sus dos compañeros y él se dispuso a cumplir mi deseo. El primero fue Ali, que se echó sobre la mesa y se abrió de patas poniendo el culo a merced de Hassan, que lo penetró hasta el fondo de una sola vez. Pero Ali no dijo ni pío y su joven machacante le atizó un polvazo de los que hacen época. A Mohammed se le veía caliente como una perra observando como follaban sus dos amigos, y sin que nadie se lo indicase, se dobló también sobre la mesa, al lado de Ali, separándose la carne de sus nalgas a fin de mostrarle a Hassan el camino que debía seguir su cipote después de saciar al otro. Hassan captó el mensaje, y antes de llegar a correrse cambió de aparcamiento y le dio una buena dosis de carne recia a Mohammed. Entonces, volví a ordenarle que tampoco se corriese; y, en cuanto el enculado empezó a chorrear semen, me dirigí hacia Hassan, y aplastándole la cara contra la mesa, separé bien sus piernas y se la clavé al gallito en ciernes más fuerte de lo que él se lo había hecho a los otros dos. Cuando acabé con él, Ali y Mohammed ya estaban otra vez empalmados y no quedó más remedio que continuar la fiesta hasta la hora de la cena.
Pasé una semana estupenda en Marrakech. Y hasta el último día me solacé cuanto quise con mis tres moritos, rompiéndoles el culo por riguroso turno. Al despedirme de ellos mi generosidad me hizo quedar como un señor, desde luego. Y durante el resto del año tuve nostalgia de aquel viaje, e incluso pensé seriamente en volver a verlos.

Y ese fue mi primer viaje pagado en parte con el sudor de mi frente. Bueno, no con un sudor a raudales, tampoco hay que exagerar, pero al menos ese dinero lo había ganado con mi propio esfuerzo sin recurrir exclusivamente a mi abultada cuenta bancaria; y me sentía tan orgulloso de ello, que traje regalos para todo el mundo.

Y si nos paramos un rato en ese afán de apurar los días de nuestra vida, vemos como evoluciona sin prisa nuestro mundo al ir madurando. Y aunque el cambio es apenas inapreciable, en menos tiempo del que imaginas podría resultarte un perfecto desconocido aquel que fuiste en una etapa anterior. Si en otro tiempo fui un obseso del sexo, creo que hoy ya no movería un solo dedo por conseguir a nadie. Puedo asegurar que me bastan mis dos amantes y solamente con ellos siento auténtico deseo y obtengo verdadero placer.
Antes de la hora del almuerzo, me llamó Paco al despacho para que comiésemos en un antiguo restaurante al que solíamos ir con frecuencia los tres en los primeros tiempos de nuestro idilio. Noté tristeza en su voz, pero supuse que tenía un día tonto y continuaba nostálgico por la ausencia de Gonzalo. Últimamente le afectan mucho las escapadas por cualquier causa de nuestro deportivo muchacho; y no entiendo el por que. A veces la mente de Paco es misteriosa y reacciona ante algunos hechos de forma enigmática.
Cuando ya estábamos comiendo, me dijo que había hablado con Gonzalo y que de la conversación le pareció entender que no era seguro que viniese esta noche.

"¡Cómo que te pareció entender que no era seguro!. Te habrá dicho si viene o si no viene. No hay más opciones ni misterio". Dije yo.
"No. No dijo ni una cosa ni otra. En realidad no dijo nada concreto. O no quiso o no pudo hablarme claro; aunque parecía como si estuviera confuso por algo y no supiese a que atenerse"
"¡Tú y tus conclusiones!. Si no llama esta tarde diciendo lo contrario es porque se viene para Madrid. Y haz el favor de no calentarte más la cabeza con tonterías". Dije enérgicamente como para ahuyentar posibles preocupaciones al respecto.
"¿Por qué no llamas tú?"
"Vale. Lo llamo; pero no empieces a preocuparte por nada. ¿De acuerdo?"
"Sí. De acuerdo". Me contestó Paco sin mostrar demasiado convencimiento.

Y, sin lograr alegrarle la cara en exceso, nos despedimos tras el café para continuar con nuestras respectivas obligaciones profesionales.


miércoles, 24 de febrero de 2010

Capítulo VI

Hoy besé a mi amante y noté su vida en la boca. Hemos dormido juntos, pero no hemos hecho el amor. Bueno, el amor lo hacemos en todo momento. Lo que no hemos realizado fue el coito. Al abrir los ojos esta mañana, vi su cara al lado de la mía y una vez más me asombré de su belleza. Dormía serenamente, esbozando una sonrisa, y rocé su nariz con mi boca. Luego, me posé en sus labios y sentí como su vida dormía plácidamente. Por un instante me apeteció amarlo carnalmente, pero desistí por no romper el encanto de seguir guardando el sueño tranquilo de mi amado.

Hace tres días que Gonzalo no está en Madrid y ayer llamó desde Pamplona, donde fue por asuntos profesionales, y dijo que se aburría como una mona y nos echaba mucho de menos. Quizá sea cierto. Pero dudo mucho que en estos días no haya follado a más de cuatro. ¡Sería la primera vez que no mojase!. Pero también puede ser que le esté ocurriendo como a mí y que cada día le apetezca menos andar de ligue y sacar los pies del tiesto plastificando la polla para meterla en culos ajenos. Él todavía es muy joven, desde luego, y le hierve la sangre como a un condenado cabrito en época de celo. Aunque tampoco es excesivamente pronto como para que empiece a sentar un poco más la cabeza. O mejor dicho el pito, que va siendo hora de que le de un respiro de cuando en cuando. En cualquier caso viene mañana y nada más llegar me contará lo que hizo. Y si está muy agotado y falto de fuerzas por el trajín, lo siento por él, porque sé de buena tinta que Paco lo espera impaciente para meterle caña a tope. Paco me dijo ayer que tenía ganas de una noche de orgía; y eso supone que al día siguiente Gonzalo y yo tengamos que meter el nabo en agua con sal para que descanse y recupere el riego sanguíneo.

Esta mañana se estaba haciendo tarde y Paco no despertaba; y entonces se me ocurrió follarlo aún dormido para que al dilatársele el esfínter amaneciese más relajado. Esta fue una receta que me dio Carlos; y asegura que cuando se lo hacen a él queda relajadísimo para el resto del día. Y la verdad es que con Paco también funcionó. Comenzó a despertarse cuando ya la tenía dentro y yo la movía de adelante para atrás sacándola hasta verse la cabeza del capullo y enterrársela toda luego. Paco musitó un quejido, casi inaudible, y giró la cara hacia mí agradeciéndome el amable despertador que le había incrustado en su carne. Continué mi labor suavemente dando ligeras envestidas contra sus nalgas para que apenas se moviese con el empuje de mi émbolo bien engrasado previamente. Fue agradable sentirlo mío cuando aún dormía. Y esa sensación me produjo un morbo indescriptible. Fue como si a un dios de la antigua Grecia lo hallase un sátiro y lo poseyese mientras dormía en el lecho. El dios no tuvo fuerzas para resistirse y el sátiro lo sodomizó hasta hacerle perder el sentido. Así es como recuerdo la escena de esta mañana cuando me follé a Paco mientras dormía tranquilamente a mi lado.
Satisfechos los dos, besé su oído diciéndole:

"Te quiero y te querré siempre, amor mío". Y Paco se puso a llorar.
"¿Por qué lloras?". Le pregunté. Y él, dirigiéndome la más bella mirada que jamás le había visto, me besó los labios y contestó: "Porque yo también te quiero y te querré siempre, amor mío. Simplemente por eso"
"¿Y eso es para estar triste?". Pregunté yo.
"No". Contestó.
"¿Entonces por qué lloras?". Volví a preguntar.
"Porque soy demasiado feliz y temo dejar de serlo".
"¡Mi niño!". Dije. "¡Jamás consentiré que dejes de ser feliz!". Añadí volviendo a besarle en la boca.
"Lo que más miedo me da es que ya no soy un niño, y por eso temo que pueda perderte".
"¿Crees que sigo contigo y con Gonzalo sólo por lo guapos y jóvenes que sois todavía?".
"A ti siempre te gustó la gente joven; y tanto Gonzalo como yo rondamos los treinta. No somos precisamente unos críos"
"¡Y que importa eso!. Yo rondo los cuarenta y seguís queriéndome igual. ¿O no?"
"Sí. Pero es diferente. Gonzalo está loco por ti. Y ya sabes que a él cuando le gusta alguien no le importa la edad que tenga. Para Gonzalo un buen cuerpo no equivale forzosamente a un cuerpo joven, sino a un cuerpo de hombre que le resulte atractivo. Que él le guste a los niñatos es otra cosa. Y la verdad es que, en la mayor parte de los casos, se va con ellos sólo por vicio. Y de eso, la culpa la tienes tú que le metiste el vicio en el cuerpo. Y respecto a mí, qué te voy a decir. Sabes de sobre que la edad para mí es algo secundario. ¿Y acaso ignoras lo que siento por ti?. Tú eres toda mi vida Adrián. Y sin ti estaría vacío como un muñeco sin su relleno de trapos.... Te quise, te quiero y te querré. Y quiero a Gonzalo porque es parte de ti como tú lo eres de mí mismo.... Por eso es más fácil que seamos nosotros quienes sigamos encoñados contigo; y, por tanto, el problema sea mayor para nosotros que para ti"
"¡Qué equivocados estáis conmigo!. Hace años que vuestro físico dejó de tener importancia para mí. No voy a negarte que me gusta vuestra belleza. ¡Sería estúpido lo contrario!. Pero eso no me puede hacer olvidar lo que hay dentro del envoltorio. ¡Por muy bonito que sea el estuche, siempre será más lo que guarda dentro!. Al mirar a Gonzalo o a ti, mis ojos tienen rayos x que penetran en vuestro interior sin entretenerse en la superficie. Voy hasta el fondo sin quedarme solamente con la piel. Y por mucho tiempo que pase os seguiré diciendo "mi niño" a los dos, Puedes estar seguro de que siempre os preferiré antes que al más bello niñato que pudiera conocer a estas alturas".
"Os quiero tal y como sois. Jóvenes o maduros. Con hermosura exterior o sin ella. Os querré tal y como seáis siempre"
"Vuelve a follarme Adrián, que quiero volver a sentirte dentro de mí".

Y Paco se echó sobre mí besándome con todas sus fuerzas.
Ni que decir tiene que llegamos tarde a nuestras respectivas ocupaciones, pero cada cosa tiene una importancia distinta según el momento y debe, por ello, tener la prioridad adecuada a la ocasión. Hay asuntos que urge atender sobre cualquier otro; y los del amor siempre son prioritarios al resto. O al menos eso creo yo.

Aunque parezca mentira, después de tanto tiempo de convivencia seguimos más enamorados aún que el primer día. Y no es un farol. Es una realidad como un templo de grande. Incluso, como ya he dicho, creo que ya se han enfriado las ansias que teníamos Gonzalo y yo de irnos con otros muchachos (al menos puedo asegurarlo en lo que a mí respecta). Cada vez nos gustamos más mutuamente y nos llena más el ojo nuestro amado Paco. Lo mejor será que, en cuanto salga a la luz este libro, nos retiremos un par de meses a Fontboi para disfrutar plenamente de nuestra vida colmada de amor y pasión.

¡Es increíble cómo vamos cambiando con el paso de los años!. Todavía hace tres, estando yo en Lisboa por asuntos de trabajo, salí a cenar a uno de estos restaurantes de toda la vida, situado en la parte vieja de la ciudad y que a pesar del tiempo continúa de moda entre la gente guapa de Lisboa, y en una mesa contigua cenaban dos tíos, de unos treinta años aproximadamente, bastante guapos y muy bien vestidos sobre todo, que no cesaron de lanzarme miradas e incluso alguna sonrisa de vez en cuando. Prácticamente terminamos de cenar al mismo tiempo, y, acabados los postres, los invité a champán con mis mejores deseos de que pasasen una velada inolvidable. Ambos agradecieron con la mirada el detalle, y el más moreno se levantó, vino hacia mi mesa, y, sonriente de lujuria condicionó la aceptación de mi invitación a que la compartiese con ellos en su mesa y brindásemos los tres por lo que pudiera suceder en aquella noche todavía incierta.

De su conversación, deduje rápidamente que se trataban de portugueses de buena familia y posición, puesto que ya no hacía ninguna falta que me confirmasen que entendían como dos lerchas peregrinas incluso el sánscrito. Como dije, eran dos guaperas muy bien atildados, más moreno uno que otro, pero los dos francamente atractivos, que lucían sendos palmitos nada despreciables, tanto por sus prometedoras orografías delanteras, como por los orondos y prominentes paisajes traseros. Los tres Mantuvimos una sobremesa divertidísima, y, como era de esperar, me insistieron para que fuese con ellos a recorrer esos locales tan bien decorados, donde, con la excusa de tomar una copa, se reúne la gente más estilosa de la sociedad lisboeta. Concluido el itinerario casi obligatorio, escurrimos el bulto hacia la discoteca gay más antigua de la ciudad, en la que se presentaba un ambiente de lo más animado. Nos quedamos en la barra, casi a la entrada del local, y sin darme por aludido en exceso, ya que prefería centrar mi atención en mis ocasionales acompañantes, pronto me percaté de cuanta mirada se dirigía a mi persona desde todos los flancos. De todas formas no pude evitar un corto morbito en los servicios con un rubito de ojos verdes como esmeraldas colombianas, llamado Gilberto, que desde el primer momento no paró de tirarme los tejos y que en cuanto me agarró la polla quiso probarla. Y como no era cosa de despreciar tanta insistencia ni el cuerpo tan prometedor de aquel joven, le dije que tendría que ser al día siguiente por la tarde en la habitación de mi hotel; y así quedamos para joder al día siguiente con la calma y el sosiego que hacen al caso. Después del breve incidente, regresé con los otros dos; pero como los tres teníamos claro de que forma pretendíamos pasar esa noche, terminada la segunda consumición, decidimos irnos a la casa de los padres de uno de ellos, Mario (el más morenazo de los dos), que estaba en el centro de la urbe y podíamos disponer de ella a nuestro antojo, ya que los buenos señores estaban en una quinta que tenían en el norte de Portugal, cerca de Braga. Camino de la casa, hablamos por encima de nuestras circunstancias personales, y, mira tú por donde, el otro, de nombre Paulo, resultó ser hijo y heredero de unos aristócratas portugueses pertenecientes a una vieja familia muy relacionada con la de mi abuelo Humberto desde siempre. Y aunque mi madre sigue manteniendo la amistad con los padres de Paulo, yo solamente lo conocía de oídas y no me imaginaba que fuese tan apetecible para ser comido.

Y digo comido tanto en el sentido literal de morderlo y chuparlo, como en el sentido que dan los brasileiros a dicho término; es decir, jodido, follado, o cualquier otra palabra similar a estas. ¡El niño estaba para ser jodido o follado, sin piedad alguna por su estirpe o condición!. Y, precisamente, en atención a su abolengo y alcurnia se me hacía aún más deseable darle por el culo a la criatura, dejándole el esfínter abierto y escocido por una temporada. Quizás parezca un contrasentido, pero siempre he experimentado una especial complacencia jodiendo a los de mi noble grey.

Como era de esperar, la casa de los padres de Mario era un piso de enormes dimensiones, en un clásico caserón ubicado en el centro de Lisboa, lleno de antigüedades perfectamente combinadas con muebles de distintos estilos y otros objetos de valor artístico, formando todo ello un conjunto de exquisito gusto. Se podía apreciar claramente que sus dueños, además de dinero, poseían una esmerada educación y la suficiente cultura como para apreciar la elegante delicadeza de tan refinada decoración. Mario no pertenecía a la aristocracia, pero, sin embargo, su familia podía codearse con las de más elevada alcurnia, dada su enorme fortuna venida de antiguo, así como los sucesivos casamientos con miembros de la nobleza y de otras viejas familias, tan adineradas como la suya, que fueron dando lustre a la próspera actividad mercantil a que se han dedicado desde que el fundador de la saga estableció su primer negocio en la capital portuguesa.

Nos quedamos en una sala bastante confortable, amueblada fundamentalmente en estilo inglés, en la que, frente a una chimenea de mármol veteado en rojo terracota y humo, había uno tresillo formado por sofás tapizados en cuero marrón rojizo y una mesa de centro en madera de raíz, adornada con cenefas de marquetería bicolor realizadas con maderas diferentes. El resto del mobiliario se componía de dos armarios librería de caoba, dos sillones orejeros de rallas, un escritorio de estilo regencia y una mesa rectangular hecha de ébano con incrustaciones de marfil, colocada en el centro de la estancia, sobre la que lucía un gran jarrón de porcelana china que era una auténtica reliquia; sobre todo para la madre de Mario. Cuadros de prestigiosas firmas, alfombras orientales, cristal y otros variados objetos daban los toques de color necesarios para rematar el ornato de la estancia.
Mario nos sirvió unas cumplidas copas de whisky con hielo y puso una música de fondo, que no puedo recordar en este momento de cual se trataba exactamente ni quien la interpretaba, aunque si tengo idea de que no era excesivamente estridente.

Paulo sacó hierba e hizo un canuto que nos fuimos pasando sucesivamente hasta dejar una pequeñísima pava que Mario apagó en uno de los ceniceros de porcelana, bellamente policromada, estratégicamente dispersos sobre la mesa que teníamos ante nosotros.

El alcohol y el porro fueron surtiendo efecto, y Mario empezó a quitarse la ropa, quizá por considerar que siendo el anfitrión debía ser él quien diese la pauta. Ya desnudo de medio cuerpo, comprobé que tenía un torso trabajosamente esculpido a fuerza de gimnasio y sin la menor sombra de vello; no por naturaleza, sino por efecto de la depilación. Sus pectorales estaban perfectamente marcados y los pezones eran tan redondos que semejaban el pulsador de un timbre. Paulo parecía más recatado que su amigo y no se decidía a enseñar sus virtudes físicas. Pero el descaro de Mario terminó por arrastrarnos y poco a poco fuimos quedándonos los tres en pelotas. Realmente ambos estaban muy bien hechos y remataban su espalda con un bonito culo, cuidadosamente trabajado, sobre cuyas nalgas se veía notoriamente la marca de un pequeño bañador como el que usan los nadadores olímpicos. Los dos estaban morenos, pero Mario estaba de color café con una pizca de leche y mostraba una piel tan uniforme que parecía que se la hubiesen confeccionado para él en un instituto de belleza. Y, sin embargo, la de Paulo, al no ser tan impecable, resultaba mucho más natural y atractiva, según mi punto de vista, naturalmente. También es cierto que éste tenía unos labios carnosos que incitaban a mil y una locuras erótico bucal. Yo estaba sentado en el sofá más grande y Mario se arrodilló ante mí y comenzó a trabajarme las partes con la lengua, mientras que Paulo se acomodó a mi lado acariciándome el pecho. Miré al joven aristócrata a los ojos y cogiéndole el cogote acerqué su boca a la mía para morderle aquellos labios que parecían carnosos fresones maduros. Intentó retirarse pero lo obligué a seguir besándome y a consentir que hiciese con su boca lo que me apeteciese. La libido inflamó su cara y su mirada, y yo, con estudiada y fría serenidad, hice que comiese mi lengua, mordiéndole luego tras las orejas y también en la nuca. Mario seguía aplicándose en su tarea hasta que con una mano retiré bruscamente su cabeza y con la otra bajé la de Paulo para que lo sustituyese por un rato. Entonces fue Mario el que se sentó a mi vera y nos besamos aquí y allá, según la reacción que íbamos comprobando el uno en el otro. Indudablemente sentía gusto, pero creo que aquello más que placer me daba un morbo terrible. Me complacía tratar como a zorras barriobajeras a dos típicos ejemplares de la buena sociedad de cualquier parte. Porque la gente fina es tediosamente igual en todos los países civilizados del globo. Retiré también a Paulo con menos brusquedad y me levanté llevándome a los dos hasta el centro de la sala. Nos colocamos delante de la preciosa mesa de ébano, y, agarrándoles las nalgas, volví a morderles la boca y el cuello, morreándolos también de vez en cuando. Me dejé arrastrar por la morbosidad que la escena tenía en mi mente y le indiqué a Mario que retirase el valioso jarrón y trajese varios condones. Continué hurgándole el ano a Paulo para comprobar el grado de relajación que ofrecía y, lubricándoselo con mi propia saliva, le introduje dos dedos en el culo con toda facilidad, mientras le daba la vuelta haciendo que apoyase las manos en la madera negra incrustada de marfil. Mario no sólo regresó con los preservativos, sino que trajo un tubo de crema al agua; y sin perder más tiempo, le ordené que pusiese una goma en mi pene y lubrificara abundantemente su propio orificio y el de su amigo. Después, doble a Paulo sobre la mesa y, sacudiéndole unos azotes, con dos golpes secos separé con mis piernas las suyas todo lo posible, facilitándome de ese modo la tremenda clavada que le propiné acto seguido. Los tres nos pusimos calientes como tizones y tanteé también el agujero de Mario, que inmediatamente se tragó sin esfuerzo alguno cuatro dedos de mi mano izquierda. Aquella holgura anal encendió más mi apetito erótico y, casi como un acto reflejo, puse a Mario contra la mesa, separando él mismo las piernas al intuir cuales podían ser mis intenciones. Y efectivamente acertó; porque, sin más, la saqué del culo de Paulo, golpeándole las nalgas e impidiéndole abandonar su posición, y, cambiando el condón, se la endiñé a Mario de golpe, volviendo a meterle los dedos al otro, que cuanto peor era tratado más le hinchaba el nabo su sangre azul. Los dos gemían y resoplaban como gatas en celo necesitadas de macho. Y la reacción moralmente insana que provocaban en mi mente, que así es como define el morbo la Real Academia de la Lengua Española (qué barbaridades pueden decir a veces estos señores, y que idea más peregrina tendrán de lo que es sano o insano), me desbordó la libídine, impulsándome a repetir la operación a la inversa; y otra vez me serví del trasero de Paulo administrándole una pequeña paliza acompañada por una fuerte follada. Verdaderamente nuestros académicos deberían revisar el diccionario y definir nuevamente algunos términos del léxico, dado que no veo yo nada insano, sea física o moralmente, en eso del morbo. Al contrario. Yo entiendo que es necesario algo de morbo para que la atracción sexual no decaiga.

Pero retomando el tema, la cosa no quedó ahí, ya que Mario reclamó nuevamente mi atención y lo sodomicé con más violencia que antes, dándole palmadas en el culo a los dos amiguetes y obligándole a Paulo a masturbarse oyendo como Mario y yo llegábamos al orgasmo, pero sin permitirle levantar la cabeza de la mesa para que no pudiese ver el polvo que le estaba echando al otro.

Aquella noche jodimos como leones y los tres quedamos bien servidos. Cuando se lo conté a Gonzalo los ojos se le salían de las órbitas y la lujuria le escurría por la comisura de la boca. Y, sin embargo, desde hace una temporada noto que mi insaciable naturaleza ya no tiene las mismas ganas que entonces y sinceramente prefiero el sosiego y la cálida tranquilidad que experimento entre los brazos de mis dos amantes.

Aunque aquellos días están tan cercanos en el tiempo todavía, nada más lejos de mi ánimo que repetir hoy día tales hazañas de alcoba con otros que no sean mis dos amados muchachos, Paco y Gonzalo. Y digo muchachos, porque por mucho tiempo que transcurra siempre serán aquellos mismos chavales que conocí hace diez años. Su juventud permanece intacta protegida en mi cerebro y mis ojos sólo ven su hermosa imagen interior.
Pero hubo otra aventura en aquel dichoso viaje a Lisboa. Al día siguiente, Gilberto, el muchacho rubio y de ojos verdes, fue fiel a la cita y por la tarde vino a visitarme a mi hotel. Eran aproximadamente las cinco de la tarde, y yo me encontraba en bolas, tirado sobre la cama, cuando sonó el teléfono y un empleado del hotel me decía que un joven preguntaba por mí. Autoricé a que le dejasen subir a mi habitación y me enrollé una toalla a la cintura como si me cogiese a punto de entrar en la ducha. Al rato, Gilberto llamaba a la puerta con los nudillos y le abrí sin dilación, picado ya por la curiosidad de averiguar que podría dar de sí aquella cita. El chico venía muy peripuesto y con aspecto de recién duchado. Y muy sonriente me besó directamente en la boca, arrimándose lo suficiente como para achucharme de lleno el paquete. No podía negarse que el chaval no se andaba precisamente por las ramas y sabía perfectamente a lo que había venido al hotel. Por mi parte, quise justificar mi falta de ropa y le dije que se acomodase mientras me duchaba. Pero Gilberto, haciendo alarde de una falta de timidez absoluta, me contestó que prefería ducharse él también. Y, ni corto ni perezoso, se quitó todo lo que vestía y me acompañó al cuarto de aseo metiéndose en la bañera conmigo. Yo abrí los grifos, procurando regular la temperatura del agua, y luego, con la ducha en la mano, mojé su cuerpo y el mío para poder enjabonarnos mutuamente después. La espuma del gel nos volvió resbaladiza la piel, y Gilberto comenzó a restregarse contra mí, subiendo y bajando su cuerpo por el mio, provocándome una suavísima sensación de cosquilleo que me puso el pito como una estaca de duro. El del chico también se puso a tono y nos besuqueamos bajo el agua hasta que nos empezó a salir vaho por las orejas. Me hubiese gustado enormemente sujetarlo por su breve cintura, poniendo mis manos en su vientre duro y plano como una plancha, y trincármelo allí mismo, pero ninguno de los dos tuvo la precaución de poner al alcance de la mano un preservativo y tuve que joderme y aguantarme las ganas, ya que ni loco meto la polla a pelo en un culo que no sea el de uno de mis amantes. Noté que al chaval le estaba ocurriendo lo mismo y se moría por que le ocupasen los bajos, pero nada merece el riesgo de un polvo inseguro, sin adoptar la protección oportuna, y le sugerí que saliésemos de la bañera; y quizá más tarde podríamos echar un polvo acuático.

Él me secó el cuerpo a mí y yo a él, y nos dirigimos hacia la cama medio abrazados, sin dejar de sobarnos y darnos algunos muerdos en hombros y cuello. Caímos sobre el lecho, enredando nuestras extremidades, y lo apreté contra mí de tal forma que protestó diciendo que no podía respirar si no aflojaba la presión de mis brazos. Cuando pudo liberarse del cepo que lo aprisionaba, se escurrió hacia abajo y me deleitó con una mamada digna de entrar en el libro de récords, tanto por el grado de intensidad como por el tiempo que duró el chupeteo. Chupaba como un bebe hambriento en cuanto le meten el biberón en la boca. Incluso creo que desde entonces me quedó un poco desgastada. ¡Cómo le gustaba comer polla a la criatura!. Ya me estaba entrando complejo de objeto inerte y opté por subirlo a mi altura, dejándole el culo hacia arriba para probar la dulzura de aquel melocotón abridero que me ofrecía el muchacho mirándome de reojo. Como hubiesen dicho en tiempos de mi abuelo, sus nalguitas eran un auténtico bocado de cardenal. ¡Teta de novicia!. Un exquisito pastel para el paladar más exigente. Tenían la tersura justa y el cálido tacto del satén. Tengo que admitir que estaba un tanto cansado después de una noche de orgía, mas hubiera sido un desperdicio incalificable rechazar semejante manjar equiparable a la ambrosía de los dioses. Lo calcé por detrás, tabicándolo en profundidad, y quedó clavado a la cama como una mariposa con las alas abiertas. El chico se relamía de lujurioso gusto sintiendo mi tranca en su interior y pedía que le diese fuerte. Lo más fuerte que pudiese, me decía. Y apoyándome con las manos sobre el colchón para impulsarme con los brazos, brinqué sobre él, golpeándole la espalda con mi pecho, y machaqué sus nalgas haciendo restallar en ellas mis muslos. Aunque lo dejé bien jodido no le bastó, y repetimos dos veces más antes de la cena, que nos la sirvieron en el pequeño salón que precedía a la alcoba, para concluir con otro, a modo de broche, después de apurar un par de copas mientras charlábamos de cualquier cosa. El que precedió al refrigerio fue en la ducha y ahora sí contó con las necesarias exigencias de seguridad y precaución. !Qué por cierto, resultó el mejor de todos!. Quizá ayudó la húmeda sensación del agua templada cayéndonos por encima de nuestras cabezas y metiéndose por nuestras cavidades dilatadas por el placer. Al bombear en el culo de Gilberto parecía que hubiese agua dentro, y la goma mojada y lubricada se deslizaba rozando más suavemente las paredes del conducto anal del chico. Chingué con él como y cuanto quise y regresé a Madrid extenuado pero contento.

Gonzalo también flipó cuando le conté lo de Gilberto y tuve que darle su dirección para poder contactar con él si iba a Lisboa. A Paco le di la versión descafeinada, como siempre. Al fin y al cabo a él no le interesan para nada estas cosas; y es mucho mejor que sigan sin interesarle, desde luego. Esta criatura no está hecha para que cualquiera la someta a estos esforzados avatares. Paco sólo se entrega a nosotros dos, y lo hace sin límite ni mesura; pero fuera de ahí no quiere que nadie le toque ni un pelo. Puede que influya en él su pasado; sin embargo, creo que desde siempre sintió y deseó lo mismo que ahora. Lo único que necesitaba era una oportunidad para ello, y en cuanto se le presentó supo apreciarla y aferrarse a ella con uñas y dientes. Y también es verdad que si no hubiese amor por medio, tampoco la ocasión le habría servido para realizar ese sueño que le dio la fuerza suficiente como para no mandar esta vida a la mierda cuando cualquier esperanza parecía ya imposible.