miércoles, 3 de marzo de 2010

Capítulo XI



Sentir el agua caliente sobre mi cabeza me da la impresión de que con ella se escurren por mi cuerpo todos los temores, y que cuando salga de la ducha Gonzalo entrará a pedirme algo o simplemente que lo hará por verme desnudo y secarme la espalda, tirándome del temperamento con mil procacidades e insinuaciones cargadas de erotismo y pasión.

No puedo admitir lo que está pasando. No soy capaz de asimilar que todo mi universo se desvanezca en humo como ese firmamento de colores que fascina la noche en los días de fiesta. Me queda Paco, desde luego. Y, sin embargo, no me basta. Necesito a la otra parte de mí mismo para estar completo. Sigo precisando el amor de los dos para ser feliz.

Nos acostumbramos con tal rapidez a disfrutar de todo lo que la vida pone a nuestro alcance, que sólo cuando perdemos algo aprendemos a valorarlo en lo que vale. Y ni siquiera el amor se escapa de eso. Sólo cuando nos acosa de cerca el riesgo de perderlo sabemos cuanto amamos verdaderamente a alguien.

Y hundido en el vapor del agua, que semeja la niebla de temor que circunda mi mente, puedo palpar hasta que punto el amor me ata a Gonzalo y a Paco.

Estoy tan obsesionado conque se produzca una llamada, que todo ruido me parece el del teléfono y cualquier sonido de ese dichoso aparato podría parecerme un simple ruido sin importancia; pero esta vez creo que es el teléfono.

"Buenos días señor"
"Buenos días Román. ¿Ha podido descansar lo suficiente?"
"Sí señor, gracias. La señora le llama por teléfono. ¿Le paso la comunicación al baño, señor?"
"Sí, hablaré desde aquí"
"Enseguida le paso, señor"
"Gracias....... ¿Mamá?"
"Hola hijo. ¿Cómo estás?"
"Te lo puedes imaginar"
"Ya hijo, ya. Me dijo Román que aún no se sabe nada. ¿Pero que pudo pasarle a ese muchacho?"
"Todavía no lo sé mamá. Pero he hablado con un amigo mío que está en Interior y va a intentar averiguar algo al respecto. En cuanto tenga noticias te llamo. Y tranquila que seguro que no pasa nada anormal. Un beso y hasta ahora"
"Llámame cuanto antes hijo. Un beso"
"¿Qué ropa desea llevar a Pamplona, señor?"
"Pues no sé. Pon cualquier cosa para un par de días, por si acaso; y si necesito algo ya me las arreglaré. Supongo que seguirá habiendo tiendas en Navarra"
"Desde luego señor. En occidente hay tiendas por todas partes"
"Román, Navarra es una excelente tierra y Pamplona una preciosa ciudad en la que hay de todo; incluso mariquitas, te lo aseguro"

¡Y tanto que hay mariquitas en Pamplona!. Y hace unos años conocí uno muy guapo, que a macho no le ganaba nadie cuando se trataba de correr delante de los toros en San Fermín. Pero luego en la cama era simplemente una delicia. Te ofrecía todo su cuerpo para lo que quisieses hacer con él. ¡Y que bien le quedaban aquellos pantalones blancos que le marcaban y traslucían unos calzoncillos de algodón como los que te dan en la mili!. ¡Qué bueno estaba el pamplonica de Dios!. ¡La madre que lo parió, que bien terminado lo hizo!. ¡Aquello no era carne sino acero!. ¡Jo!. ¡Y cómo corría el cabrón delante de los cuernos del toro!. ¡Qué agilidad!. La misma que cuando se doblaba sobre sí mismo para que le entrase toda en el cuerpo. ¡Qué maravillosos polvos le eché al mozo durante las fiestas de aquel año en que se me dio por ir a casa de unos primos segundos que tengo en Pamplona!.

Es un amigo del más pequeño de mis primos y se llama Leandro. He vuelto a verlo más de una vez cuando viene a desfogarse a Madrid. Y también lo he catado en la villa y corte en más de una ocasión. Ya está cerca de los treinta, pero sigue estando como para comérselo de un solo bocado. ¡Qué muslos, que cachas, que brazos y que pecho tiene el chaval!. ¡Y cómo le gusta que le follen el culo al muy vicioso!. Me encanta que sean putas, no puedo remediarlo. Y eso que acabo de hacerme el propósito de no volver a distraerme con cosas de ese tipo fuera de casa; pero creo que me tranquilizará un poco contar alguna de mis experiencias con este macizo macharrán navarro.

A Leandro lo conocí la víspera de San Fermín, por la tarde, en un bar donde solían reunirse mis primos con su cuadrilla. Tan pronto me presentaron a los que ya estaban en el local, llamaron mi atención los morros de vicio del mocito, y, especialmente, la penetrante mirada de sus ojos claros. Leandro es de los que siempre miran de frente y te escudriña la entraña como si en realidad te estuviese haciendo una ecografía del alma.

Todos vestíamos el clásico atuendo de pantalón y camisa blanca, con la faja y el pañuelo rojo, que es lo típico de esas fiestas de Pamplona. Pero, entre todos, era precisamente a él a quien se le marcaba el culo más digno de todo respeto y admiración. Aquel pantalón también le hacía un buen paquete, mas las nalgas eran sencillamente divinas. El chaval, en conjunto, tenía mucho morbo, acentuado más si cabe por tener el pelo muy rubio y casi rapado al cero, lo que le daba un claro aire militar a la americana. A la primera de cambio, nuestras miradas se cruzaron atrayéndose una a la otra por esa secreta e irresistible fuerza que sólo la libido es capaz de provocar en los hombres, y solamente nos costó un segundo averiguar de que pie cojeábamos ambos. Al segundo siguiente ya estábamos sentados uno junto al otro, y dos más tarde su mano rozaba mi muslo y la mía se posaba sobre ella para mantenerla presa donde estaba.

De dos perfectos desconocidos, apenas en un minuto pasamos a ser cómplices de nuestra propia sexualidad en un ambiente absolutamente antagónico para esta clase de debilidades carnales. Chistes, comentarios y algunas otras procacidades relacionadas con las mujeres, compaginaban mal tanto con nuestros particulares pensamientos como con los deseos que por momentos se despertaban en nosotros dos, tras cada mirada o sonrisa que nos dirigíamos en medio de una auténtica parafernalia de machos llenos de vino y exaltación taurina.

Quedaba mucho tiempo todavía para que llegase la hora de correr delante de los toros al día siguiente, y la cuadrilla planeaba la mejor manera de matar el tiempo, hasta que el cansancio y el alcohol diesen con nuestros huesos en la cama o en un suelo cualquiera si nos veíamos incapacitados para llegar a ella. Pero Leandro y yo supimos escurrir el bulto a tiempo y sigilosamente nos escabullimos los dos solos a un lugar donde pudiésemos follar a nuestras anchas quedando en paz con nuestras apetencias sexuales.

Todo lo que el mozo prometía vestido, lo ratificó sobradamente una vez que se quedó en pelotas frente a mí, masturbándose el grueso cipote con tan poca delicadeza que temí que fuera a arrancárselo de cuajo; lo que realmente hubiera sido una lástima porque ejemplares así no suelen verse todos los días. ¡Podéis creerme!. No es que fuese largo, pero sí de buen calibre. Lo que se dice sabrosamente gordito. De esos que te gusta agarrar con la mano y apretarlos como para medir la fuerza que tienes en los dedos. El mío también lo encandiló, porque no le quitó la vista de encima desde que se mostró ante él con una esplendorosa e intensa erección. Enseguida soltamos nuestros propios miembros para sobar y amasar el del otro, y el ceremonial fue desarrollando uno a uno todos los pasos oportunos para alcanzar la máxima satisfacción erótica entre un torbellino de besos, muerdos, lametazos, mamadas y caricias, terminando con la práctica del coito penetrando a satisfacción el maravilloso culo del valeroso pamplonica. ¡Daba verdadero gusto ver como se abría su esfínter para recibir el ansiado y apetecido nabo en su interior!.

Desde luego follarte a un tío tan macho es algo indescriptible. Personalmente creo que es uno de los mayores placeres que el hombre puede tener en este mundo. Y por eso sigo alucinando en colores cada vez que lo hago con Gonzalo y tengo a mi disposición su atrayente virilidad concentrada en ese culo que tan gustosamente me beneficio. ¡Cuándo lo tenga delante le voy a meter un polvazo que le va a salir el semen por los ojos!. ¡Se va a enterar el muy hijo puta!. Sin ánimo de ofender a mi suegra, naturalmente.

Como era de esperar, ni a Leandro ni a mí nos llegó un polvo para nada y continuamos juntos el resto de la noche, montándonoslo un par de veces más (¡Oh maravillosa juventud!). Y, entre bromas y veras, se nos vino encima la hora del encierro y tuvimos que salir corriendo para llegar con tiempo suficiente a la calle de la Estafeta.

A mí me temblaban las piernas de auténtico miedo, pero si Leandro corría yo no podía ser menos. Y aunque en ello me fuera la vida, tenía que ponerme delante de los toros y correr. De pánico, por supuesto, pero correría tanto o más que Leandro y no habría astado que pudiera dejarme en mal lugar ante mi precioso compañero de cuadrilla. Si ello era necesario, estaba decidido y resignado a dejarme meter el cuerno con tal de volver a meterle a él el pitón. ¡Este mundo es de los valientes!. Me dije. ¡Y que no se diga que a un barón de mi estirpe le faltaron huevos para emular el arrojo de un joven navarrico y conquistar su bravo corazón!.

Seguramente, en aquella desenfrenada carrera Leandro iba más pendiente de mí seguridad que de la suya propia, pero, embriagado por el sabor del miedo y sordo por gritos y bullicio, no hubiera podido escuchar ninguna de sus advertencias. Y, además, tampoco estaba yo para prestar atención a cualquier otra cosa que no fuese huir del peligro, ya que hubiera jurado por mis muertos que tenía tras de mí el resuello de un encelado morlaco zaino. Y, por otra parte, mi propio temor me hacía seguir adelante sin preocuparme de lo que hiciesen los demás, ni aventurarme a volver la cabeza para ver lo que podía llevar pegado a mis talones.

En honor a la verdad, debo confesar que sólo fui consciente de la presencia de Leandro a mi lado cuando me largó un empellón que me lanzó hacia un lado de la calle evitando que un cabestro me derribase. Fue tan rápido todo que por unos segundos no fui capaz de hacerme la composición de lugar necesaria para devolverme a la realidad. Poco a poco me encontré otra vez en este mundo, mirado por decenas de ojos extraños, en compañía de Leandro que me sujetaba la cara entre sus manos preguntándome con la mirada si me había hecho daño. Mi susto era tal, que ni siquiera pude hablarle y me limité a sonreir abrazándome a él como si aferrado a su cuerpo ya no pudiese alcanzarme mal alguno. Entre sus brazos me sentía tan seguro como el torero puede estarlo en un burladero y cerré los ojos para impregnarme mejor de su valor y arrojo para los lances toreros en los que por no perder un buen culo me veía inmerso hasta los tuétanos.

Y alguno se preguntará, ¿cómo es posible que se nos obnubile el cerebro y perdamos la tranquilidad y el sosiego por dos protuberancias que nos sirven de asiento y ocultan malamente la salida del conducto fecal; o sea, el agujero negro, por muy redondas y hermosas que estas sean?. Pues lo es. Y es una verdad que no tiene mayor secreto ni mejor explicación. Es así y punto. Cualquiera que sienta atracción sexual por otro ser de su especie, sea o no de su mismo sexo, sabe lo caliente que puede ponerle un respetable trasero. ¡Cómo para hacerle perder el coco al más pintao!. Y te lo digo yo que de eso sé un rato largo. Quizás sea otro misterio indescifrable de la madre naturaleza, o simplemente un capricho de la susodicha que quiso ponernos en nuestra cabeza el culo ajeno. De ahí debe venir el dicho: "piensas con el culo". El del prójimo, se entiende.

Aquellos días de San Fermín fueron desenvolviéndose por sus cauces consuetudinarios, y Leandro y yo mantuvimos una preciosa historia de amor y toros digna de ser puesta en romance. Creo, sin lugar a dudas, que de haber sido más propicio el destino este muchacho hubiera podido ser uno de los grandes amores de mi vida. Y, sin embargo, ese papel le correspondería a otros, como de sobra sabéis a estas alturas de mi relato.

Al hilo de lo que os acabo de decir, me viene al recuerdo otro gran amor frustrado, que pudo ser aunque apenas llegó a nacer, que conocí en París durante un curso de verano que realicé en la universidad francesa al poco tiempo de terminar la carrera de derecho. Ya me había pasado a varios franceses por la piedra durante mis primeros quince días en la capital de Francia, y, contra todo pronóstico, fui a dar con un españolito, gallego para más señas, de nombre Marcos. El mancebo en cuestión quería ser un gran pintor y estaba en París con el fin de perfeccionar sus conocimientos en bellas artes. Entendiendo por tales las plásticas, puesto que, con veintidós años, de otras artes ya sabía lo suficiente como para dar lecciones a cualquiera que se le pusiese delante, fuese francés o de otra nacionalidad.

Ciertamente, París es una ciudad propicia para el amor, y, naturalmente, Marcos y yo creímos que nos habíamos enamorado el uno del otro como dos colegiales quinceañeros. No puedo decir que aquello no fuese bonito, y el tiempo se me hacía tan ligero y corto a su lado que el día y la noche se sucedían sin enterarme si el almuerzo era cena o el desayuno almuerzo.

Pasaba las horas acariciando su cuerpo con mi mano y con mi mente, y necesitaba olerlo reposando mi cabeza sobre su pecho. Oír su voz sosegaba mi espíritu y penetrar en él colmaba lo que yo, por aquel entonces, entendía como la máxima felicidad que un hombre puede alcanzar en la tierra.

Bueno, de momento tampoco nadie nos ha convencido de que eso no sea uno de los mayores placeres del cielo. La verdad es que hay veces en que eso se parece mucho al mejor de los cielos posibles.

Aquel gusto que sentíamos pudo ser celestial o no serlo, pero desde luego los polvos fueron geniales. El ardor de nuestra juventud nos consumía las energías derrochando sexo hasta por las narices.

Realmente me gustaba el dichoso Marcos y no acierto a entender por qué nuestra relación no pudo ir adelante. Posiblemente éramos demasiado inmaduros aún y no acertamos a ver lo que cada uno podía dar de sí mismo al otro. Quizás toda la fuerza se nos fue solamente en sexo y faltó la auténtica entrega que dos seres necesitan para consolidar una convivencia enriquecedora y fructífera para ambos. Sea como fuere, el caso es que aquello no pasó de una mera aventura, más o menos bonita, peor al fin de cuentas intrascendente tanto para él como para mí. Se ve que mi destino estaba en otra parte. Y parte de ese destino me tiene ahora trastornado el seso y me ha quitado la paz y el sosiego cuya dulzura empezaba a saborear.

Así es la vida; y cuando te las prometes más felices un mal viento ha de estragar tus sueños derribando por tierra ese castillo de naipes que vamos formando cada día de nuestra vida.

Dónde estarás Gonzalo. Dónde estarás. Qué diablos te habrá distraído y qué cojones estarás haciendo para que no te acuerdes que estamos aquí esperando tu regreso. ¡Por qué no nos das noticias tuyas, cabrón!.

Estoy hecho un guiñapo por dentro y ya no puedo esperar más. Si en quince minutos no tengo noticias suyas me largo a Pamplona; y si es preciso pondré la ciudad cabeza abajo, hurgando en todos sus rincones hasta encontrar a Gonzalo. Pero no me atrevo a llevar a Paco, así que tendré que ir solo. Va a ser difícil convencerlo para que se quede aquí, pero, como ha dicho Petri, ya va siendo hora que coja las riendas de esta casa y empiece a poner en su sitio a este par de mimosos. Simplemente le diré: "te quedas en casa y no se hable más".

Me tiemblan las piernas pensando lo peor, pero ya estoy decidido.

"Román, me voy a Pamplona.... ¿Se ha despertado Paco?"
"No, señor. Creo que aún sigue dormido"
"Bien. Creo que será mejor que me vaya sin despertarlo...... Ah!. Cuando se levante dígale que llame a mi madre y le diga que he salido de viaje hacía Pamplona y que ya los tendré al corriente de lo que sepa"
"Bien, señor"
"Cierre mi equipaje y bájelo al coche"
"Enseguida, señor"
"Gracias, Román.... Sobre todo por la compañía que me ha hecho durante la noche. Ha sido Ud. muy amable"
"Para mi fue un placer, señor. Y gracias a Ud. Por su confianza. Espero de corazón que todo esto sólo sea un mal sueño, señor"
"Lo será, Román. Lo será"

O al menos, eso espero, me dije a mi propio oído.

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